Me muevo, instintivamente buscando a Pedro sólo para sentir su ausencia. ¡Mierda! Me levanto al instante y miro con inquietud la cabina.Pedro está observándome desde la pequeña silla tapizada al lado de la cama. Inclinándose, coloca algo en el suelo, luego se mueve y se estira hacia la cama a mi lado. Está vestido con su pantalón corto y camiseta gris.
—Oye, no entres en pánico. Todo está bien —dice, su voz apacible y con calma, como si estuviera hablando con un acorralado animal salvaje.
Tiernamente, él alisó mi cabello lejos de mi cara y yo me calmé inmediatamente. Lo veo tratando y fallando en esconder su propia preocupación.
—Has estado muy nerviosa estos últimos días —murmura, sus ojos grandes y serios.
—Estoy bien,Pedro. —Le doy mi sonrisa más brillante porque no quiero que sepa cuán preocupada estoy por el incidente del incendio. El recuerdo doloroso de cómo me sentí cuando el Charlie Tango fue saboteado y Pedro estuvo perdido, el vacío, el indescriptible dolor,
emergiendo de nuevo; los recuerdos persistentes y atormentando a mi corazón. Manteniendo la sonrisa fija en mi cara, trato de reprimirlo.
—¿Estabas mirándome dormir?
—Sí —dice, mirándome fijamente, estudiándome—. Estabas hablando.
—Oh. —¡Mierda! ¿Qué estaba diciendo?
—Estás preocupada —agrega, sus ojos llenos de preocupación. ¿No hay nada que pueda esconder a este hombre? Él se inclina hacia adelante y besa mi frente.
—Cuando frunces el ceño, una pequeña V se forma justo aquí. Es suave para besarla. No te preocupes, nena. Te cuidaré.
—No soy yo quien me preocupa, eres tú —me quejo—. ¿Quién te está cuidando a ti?
Él sonríe indulgente ante mi tono.
—Soy lo suficientemente grande y feo para cuidar de mi mismo. Vamos. Levántate. Hay una cosa que me gustaría hacer antes de dirigirnos a casa. —Él me sonríe, una gran sonrisa infantil, una sonrisa “sí, sólo-tengo-28- años” y me aplasta desde atrás. Aúllo, asustada y me doy cuenta de que hoy regresamos a Seattle y mi melancolía florece. No quiero irme. Me ha agradado estar con él las 24 horas los 7 días de la semana y no estoy lista para compartirlo con su compañía y su familia. Hemos tenido una maravillosa luna de miel. Con algunos altibajos, lo admito, pero eso es
normal para una pareja recién casada, seguramente.
Pero Pedro no puede contener su entusiasmo infantil, y a pesar de mis pensamientos oscuros, es contagioso. Cuando él se levanta con gracia de la cama, lo sigo, intrigada. ¿Qué tiene en mente?
* * *
—¿Quieres que conduzca?
—Sí —Pedro sonríe—. ¿No está demasiado apretado?
—Está bien. ¿Es por eso que estás usando un chaleco salvavidas? — Levantó mi ceja.
—Sí.
No puedo evitar reír.
—Tanta confianza en mis habilidades para conducir, Sr. Alfonso.
—Como siempre, Sra. Alfonso.
—Bueno, no me sermonees.
Pedro sostiene en alto sus manos en un gesto defensivo, pero está sonriendo.
—¿Me atrevería?
—Sí, lo harías, y si lo haces, y no podemos pararnos y discutir en la acera.
—Un punto bien hecho, Sra. Alfonso. ¿Vamos a estar parados en esta plataforma todo el día discutiendo tus habilidades para conducir o vamos a tener un poco de diversión?
—Un punto bien hecho, Sr. Alfonso —Agarro los manillares del Jet Ski y trepo. Pedro trepa detrás de mí y nos alejamos del yate. Taylor y dos de los marineros nos miran entretenidos. Deslizándose hacia adelante, Pedro me envuelve con sus brazos y arrima sus muslos a los míos. Sí,
esto es lo que me gusta sobre esta forma de transporte.
Inserto la llave de contacto, presionó el botón de encendido y el motor ruge a la vida.
—¿Listo? —le grito a Pedro por sobre el ruido.
—Como siempre lo estaré —dice, con su boca cerca de mi oído.
Con cuidado, muevo la palanca y el Jet Ski se aleja del Fair Lady, con demasiada calma para mi gusto. Pedro aprieta su agarre. Pongo un poco más de gas y me alegro cuando no nos detenemos.
—¡Wow! —dice Pedro desde atrás, pero el regocijo en su voz es palpable. Me apresuro por delante del Fair Lady hacia mar abierto.
Anclamos fuera del puerto Plaisance de Saint-Claude-du-Var y el aeropuerto Nice Côte d'Azur está a lo lejos, construido en el Mediterráneo, o eso parece. He escuchado al extraño avión aterrizando desde que llegamos anoche.
Decido que tenemos que mirar más de cerca.
Nos disparamos hacia ello, saltando rápido sobre las olas.
Amo esto, y me encanta que Christian me deje conducir.
Toda la preocupación que sentí los pasados dos días se derrite cuando pasamos rozando hacia el aeropuerto.
—La próxima vez que hagamos esto, tendremos dos Jet Skis —grita Pedro. Sonrió porque él pensamiento de una carrera me emociona.
Mientras zumbamos por el calmado mar azulado hacia lo que parece el final de la pista de aterrizaje, el rugido de un motor sobre nosotros de repente me asusta cuando llega para aterrizar. Es tan fuerte que entro en pánico, girando bruscamente y golpeando el acelerador cuando lo confundo con el freno.
—¡Paula! —grita Pedro, pero era demasiado tarde. Soy catapultada a un lado del Jet Ski, mis brazos y piernas sacudiéndose, llevando a Pedro conmigo en un espectacular chapoteo.
Gritando, me sumerjo en el mar azul cristalino y trago un sorbo de repugnante Mediterráneo. El agua está fría a esta distancia de la orilla, pero emerjo en una fracción de segundo, cortesía de mi chaleco salvavidas.
Tosiendo y balbuceando, saco el agua de mar de mis ojos y miro alrededor por Pedro. Él ya está nadando hacia mí.
El Jet Ski flota inofensivo a unos pocos metros de nosotros, su motor silencioso.
—¿Estás bien? —Sus ojos están llenos de pánico mientras me alcanza.
—Sí —digo con voz ronca, pero no puedo contener mi alegría. ¿Ves, Pedro? ¡Eso es lo peor que puede pasar en un Jet Ski! Me atrapa en un abrazo, luego agarra mi cabeza entre sus manos, examinando mi cara de cerca.
—Ves, ¡eso no fue tan malo! —Sonrió abiertamente mientras flotamos en el agua.
Eventualmente él me sonríe, obviamente aliviado.
—No, supongo que no lo fue. Excepto que estoy mojado —se queja, pero su tono es juguetón.
—Yo también estoy mojada.
—Me gustas mojada. —Me mira con malicia.
—¡Pedro! —Lo regaño, intentando conseguir falsa indignación. Él sonríe, luciendo magnífico, luego se inclina y me besa duro. Cuando se separa, estoy sin aliento. Sus ojos están más oscuros, entrecerrados y acalorados a pesar del frío del agua.
—Vamos. Regresemos. Ahora tenemos que ducharnos. Yo conduciré.
* * *
queriendo tomarle algunas fotos. Luce tan sexy en su marca registrada de camisa de lino blanca y jeans, y sus gafas de aviador metidas en el cuello en V de su camisa. El flash lo molesta. Parpadea hacia mí y sonríe tímido.
—¿Cómo está usted, Sra. Alfonso? —pregunta.
—Triste por regresar a casa —murmuro—. Me gusta tenerte para mí.
Él entrelaza mi mano y la lleva hacia sus labios, roza mis nudillos con un suave beso.
—A mí también.
—¿Pero? —pregunto, escuchando la pequeña palabra no pronunciada al final de su simple declaración.
Él frunce el ceño.
—¿Pero? —repite sin ser sincero. Inclino mi cabeza hacia un lado, mirándolo con la expresión cuéntame que he estado perfeccionando en los últimos días. Suspira, bajando su periódico.
—Quiero que atrapen al pirómano y que salga de nuestras vidas.
—Oh. —Eso parecía lo suficiente justo, pero estoy sorprendida por su franqueza.
—Tendré las pelotas de Welch en una bandeja si deja que algo así pase de nuevo. —Un temblor recorre mi columna ante su tono amenazante. Me mira sin inmutarse y no sé si me está desafiando a ser impertinente o qué.
Hago la única cosa en la que puedo pensar para aliviar la repentina tensión que hay entre nosotros… levanto la cámara y saco otra foto.
* * *
—Oye, dormilona, estamos en casa —murmura Pedro.
—Hmm —mascullo, poco dispuesta a dejar mi sueño seductor de Pedro y yo sobre una manta de picnic en los Jardines Kew. Estoy tan cansada.Viajar es agotador, incluso en primera clase. Hemos estado despiertos por más de dieciocho horas, creo que en mi fatiga perdí el rastro. Escucho mi puerta abrirse y Pedro se inclina sobre mí. Desabrocha mi cinturón de seguridad y me levanta en sus brazos, despertándome.
—Oye, puedo caminar —protesto dormida.
Él resopla.
—Necesito cargarte a través del umbral.
Pongo mis brazos alrededor de su cuello.
—¿Los treinta pisos? —Le doy una sonrisa desafiante.
—Sra. Alfonso, me alegro de anunciarle que ha subido un poco de peso.
—¿Qué?
Él sonríe.
—Entonces, si no te molesta, usaremos los ascensores. —Estrecha sus ojos hacia mí, aunque sé que está bromeando.
Taylor abre la puerta del vestíbulo de la Escala y sonríe.
—Bienvenidos a casa, Sr. Alfonso, Sra. Alfonso.
—Gracias, Taylor —dice Pedro.
Le doy a Taylor una breve sonrisa y lo miro dirigirse hacia el Audi donde Salazar espera al volante.
—¿A qué te refieres con que subí de peso? —Fulmino a Pedro con la mirada. Su sonrisa se amplía y me acerca más a su pecho mientras me carga a través del vestíbulo.
—No mucho —me asegura, pero su cara se oscurece de repente.
—¿Qué es? —Trato de mantener la alarme en mi voz bajo control.
—Has subido un poco el peso que bajaste cuando me dejaste —dice lentamente cuando llama al ascensor. Una expresión triste cruza su cara.
Su repentina y sorprendente angustia tira de mi corazón.
—Oye. —Deslizo mis dedos alrededor de su cara y en su cabello, tirándolo hacia mí—. Si yo no me hubiera ido, ¿estarías parado aquí, así, ahora?
Sus ojos se derriten, el color de una nube tormentosa, y da una sonrisa tímida, mi favorita.
—No —dice y entra al ascensor todavía sosteniéndome. Se inclina hacia abajo y me besa con cuidado—. No, Sra. Alfonso, no lo estaría. Pero sabría que puedo mantenerte a salvo porque no me desafiarías.
Él suena un poco arrepentido... Mierda.
—Me gusta desafiarte —pruebo el agua.
—Lo sé. Y eso me hace tan... feliz. —Él me sonríe a través de su desconcierto.
Oh, gracias al cielo.
—¿Incluso aunque esté gorda? —susurro.
Él se ríe.
—Incluso aunque estés gorda. —Me besa de nuevo, más acalorado esta vez, y yo cierro mis dedos en su cabello, sosteniéndolo contra mí, nuestras lenguas enredándose en un baile lento y sensual la una con la otra.
Cuando los sonidos del ascensor se detienen en el penthouse, los dos estamos sin respiración.
—Muy feliz —murmura. Su sonrisa es más oscura ahora, sus ojos estrechos y llenos de promesas obscenas. Sacude su cabeza como para recuperarse a sí mismo y me lleva dentro del vestíbulo.
—Bienvenida a casa, Sra. Alfonso. —Me besa de nuevo, más castamente esta vez, y me da la sonrisa gigante y patentada de Pedro Alfonso, sus ojos bailando con alegría.
Pienso que Pedro va a bajarme, pero no lo hace. Me carga a través del vestíbulo, el pasillo, dentro del comedor y me deposita en la isla de la cocina donde me siento con mis piernas colgando. Él recupera dos copas de champán del armario de la cocina y una botella de champán del
congelador… nuestro favorito, Bollinger. Hábilmente abre la botella, sin derramar una gota, vierte el pálido champán rosado en cada copa y me da una. Levantando la otra, con cuidado separa mis piernas y se mueve haciaadelante para estar de pie entre ellas.
—Por nosotros, Sra. Alfonso.
—Por nosotros, Sr. Alfonso—susurro consciente de mi tímida sonrisa.
Tintineamos las copas y tomamos un trago.
—Sé que estás cansada —susurra, frotando su nariz contra la mía—, pero de verdad me gustaría ir a la cama... y no dormir. —Besa la esquina de mi boca—. Es nuestra primera noche de regreso aquí y tú realmente eres mía. —Su voz se apaga cuando planta un suave beso en mi garganta. Es de
noche en Seattle, y estoy hecha polvo, pero el deseo florece en mi vientre y mi diosa interior ronronea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario