domingo, 8 de febrero de 2015
CAPITULO 118
De vuelta en el coche está reflexivo, contemplando los campos de brillantes girasoles, sus cabezas siguiendo y disfrutando el sol de la tarde. Uno de los gemelos, creo que Gaston, está conduciendo y Taylor está a su lado.
Pedro está cavilando sobre algo. Alcanzándolo, estrecho su mano,dándole un tranquilizador apretón. Se voltea a mirarme, antes de soltar mi mano y acariciar mi rodilla. Estoy usando una falda corta de etiqueta, azul y blanca, y una camisa azul ajustada, sin mangas. Pedro duda, y no sé si su mano va a viajar arriba a mi muslo o abajo por mi pierna. Me tenso con anticipación ante la gentil caricia de sus dedos y mi respiración se detiene. ¿Qué va a hacer?
Elige abajo, de repente agarra mi tobillo y tira de
mi pie a su regazo. Giro mi espalda así estoy enfrentándolo en la parte trasera del coche.
—Quiero el otro, también.
Miro nerviosamente hacia Taylor y a Gaston, cuyos ojos están decididamente en el camino adelante, y sitúo mi otro pie en su regazo. Sus ojos fríos, alcanza y presiona un botón localizado en su puerta. Frente a nosotros, una pantalla de privacidad ligeramente tintada se desliza de un panel, y diez segundos más tarde estamos efectivamente por nuestra cuenta. Wow… no es de extrañar que la parte trasera de este coche tenga tanto espacio para las piernas.
—Quiero mirar tus tobillos. —Pedro ofrece su tranquila explicación. Su mirada inquieta. ¿Las marcas de las esposas? Por Dios… pensé que habíamos lidiado con esto.
Si hay marcas, están ocultas por las correas de las sandalias. No recuerdo haber visto ninguna esta mañana.
Gentilmente, acaricia con su dedo pulgar hacia arriba de mi empeine derecho, haciéndome retorcer. Una sonrisa juega en sus labios y con destreza deshace las correas y su sonrisa se desvanece cuando se confronta a las marcas de color rojo más oscuro.
—No duele —murmuro. Me mira y su expresión es triste, su boca en una línea fina. Asiente una vez como si estuviera tomando mi palabra mientras sacudo mi sandalia suelta para que caiga al suelo, pero sé que lo he perdido. Esta distraído y melancólico otra vez, mecánicamente acariciando mis pies mientras se aleja para mirar por la ventanilla del coche, una vez más.
—¿Qué estás esperando? —pregunto en voz baja. Me mira y se encoge de hombros.
—No esperaba sentirme como me siento mirando estas marcas —dice.
¡Oh! ¿Reticente un minuto y comunicativo al siguiente? ¿Cómo…?
¡Cincuenta! ¿Cómo puedo mantenerme al día con él?
—¿Cómo te sientes?
Él me mira, sus ojos sombríos. —Incómodo —murmura.
¡Oh, no! Desabrocho mi cinturón de seguridad y me deslizo más cerca de él, dejando los pies en su regazo. Quiero subirme a su regazo y sostenerlo, y lo haría, si sólo estuviera Taylor al frente. Pero saber de Gaston me da calambres, a pesar del cristal. Si sólo fuera más oscuro.
Agarro sus manos.
—Son los chupones los que no me gusta —le susurro—. Todo lo demás… lo que hiciste —bajo mi voz aún mas— con las esposas, disfruté de eso.Bueno, más que disfrutar. Fue alucinante. Puedes hacerme eso otra vez en cualquier momento.
Se mueve en su asiento. —¿Alucinante? —Mi diosa interna mira sorprendida desde sus Jackie Collins.
—Sí. —Sonrío. Doblo mis dedos de los pies en su entrepierna endurecida y veo más que escucho su aguda respiración, sus labios separarse.
—Deberías estar usando tu cinturón de seguridad, Sra. Alfonso. —Su voz es baja, y curvo mis pies a su alrededor una vez más. Él jadea y sus ojos se oscurecen y agarra mi tobillo en advertencia. ¿Quiere que me detenga?¿Continúe?
Se detiene y frunce el ceño. Agarra su siempre omnipresente BlackBerry de su bolsillo para tomar una llamada entrante y mira su reloj.
Su ceño fruncido se profundiza.
—Barney —espeta.
Mierda. El trabajo interrumpiéndonos otra vez. Trato de sacar mis pies, pero su mano se aprieta en mi tobillo.
—¿En la sala de servicio? —dice con incredulidad—. ¿Se activó el sistema de extinción de fuego?
¡Fuego! Saco mi pie de su regazo y esta vez me deja. Me siento en mi puesto, me pongo mi cinturón de seguridad, y jugueteo con la pulsera de quince mil euros. Pedro presiona el botón de su puerta y el cristal de seguridad se desliza hacia debajo de nuevo. Me doy cuenta que es para el beneficio de Taylor.
—¿Alguna persona afectada? ¿Daños? Ya veo… ¿Cuándo? —Pedro mira su reloj otra vez y luego se pasa la mano por el pelo—. No. Ni al cuerpo de bomberos ni a la policía. Todavía no.
¡Santa mierda! ¿Un incendio? ¿En la oficina de Pedro? Lo miro boquiabierta, mi mente corriendo. Taylor se cambia así puede oír la conversación de Pedro.
—¿Lo ha hecho? Bien… está bien. Quiero un informe detallado de los daños. Y un resumen completo de todos los que tuvieron acceso los últimos cinco días, incluyendo al personal de limpieza… hazte con Andrea y consigue que me llame…. Sí, suena como que el argón, es muy eficaz, vale su peso en oro.
¿Reporte de daños? ¿Argón? Una campana suena a la distancia desde la clase de química: un elemento, creo.
—Me doy cuenta que es muy temprano… envíame un email en dos horas…
No, necesito saber. Gracias por llamarme. —Pedro cuelga, luego inmediatamente teclea un número en su BlackBerry.
—Welch… Bien… ¿Cuándo? —Pedro mira su reloj una vez más—. Una hora entonces… sí… veinticuatro-siete en la tienda de datos fuera de sitio… bien —Cuelga.
—Philippe, necesito estar a bordo en una hora.
—Monsieur.
Mierda, es Philippe, no Gaston. El coche salta hacia adelante. Pedro me mira, su expresión es indescifrable.
—¿Algún herido? —pregunto en voz baja.
Pedro niega. —Muy pocos daños —Se acerca y agarra mi mano, apretándola tranquilizadoramente—. No te preocupes por esto. Mi equipo está en eso —Y ahí está, el Gerente General, al mando y en absoluto nervioso.
—¿Dónde fue el incendio?
—Sala de servicio.
—¿Casa Alfonso?
—Sí.
Sus respuestas son cortas, así que sé que no quiere hablar de ello.
—¿Por qué hay tan poco daño?
—La sala de servicio está equipada con un sistema contra incendios de técnica de supresión.
Por supuesto.
—Paula, por favor… no te preocupes.
—No estoy preocupada —miento.
—No sabemos a ciencia cierta si fue un incendio provocado —dice, cortando en el corazón de mi ansiedad. Mi mano aprieta mi garganta con miedo. Charlie Tango, y ¿ahora esto?
¿Qué será lo próximo?
CAPITULO 117
Saint Paul de Vence es una aldea medieval fortificada en la cima de una colina, uno de los lugares más pintorescos que he visto nunca. Paseo del brazo con Pedro a través de las estrechas calles empedradas, mi mano en el bolsillo trasero de sus shorts. Taylor y Gaston o Philippe, no puedo decir cuál es la diferencia entre ellos, caminan detrás de nosotros.
Pasamos una plaza cubierta de árboles, donde tres ancianos, uno lleva una boina tradicional a pesar del calor, están jugando petanca. Está muy concurrida por los turistas, pero me siento a gusto metida debajo del brazo de Pedro. Hay tanto que ver: pequeños callejones y pasadizos que conducen a patios con fuentes de piedra, antiguas y modernas esculturas y fascinantes pequeñas boutiques y tiendas.
En la primera galería, Pedro mira distraídamente a unas fotografías eróticas frente a nosotros. Son obras de Florence D’elle: mujeres desnudas en varias poses.
—No es exactamente lo que tenía en mente —murmuro con desaprobación.
Me hacen pensar en la caja que encontré en su armario, nuestro armario.
Me pregunto si las destruyó.
—Yo tampoco —dice Pedro, sonriéndome. Toma mi mano y paseamos hacia el siguiente artista. Ociosamente, me pregunto si después de todo debería dejarle tomarme fotos.
Mi diosa interna asiente frenéticamente en aprobación.
La siguiente exhibición es una pintora que se especializa en arte figurativo, frutas y verduras de muy cerca y con colores vivos y gloriosos.
—Me gustan esas —señalo tres cuadros de pimientos—. Me recuerdan a ti picando vegetales en mi apartamento. —Me río. La boca de Pedro se tuerce en su intento fallido de esconder su diversión.
—Pensé que había manejado eso competentemente —murmura—. Era sólo un poco lento, y de todas maneras —me empuja en un abrazo—, estabas distrayéndome. ¿Dónde los pondrías?
—¿Qué?
Pedro olisquea mi oreja. —Los cuadros, ¿dónde las pondrías? — muerde mi lóbulo y lo siento en mi ingle.
—Cocina —murmuro.
—Hmm. Buena idea, Sra. Alfonso.
Me acerco al precio. Cinco mil euros cada uno ¡Santa Mierda!
—¡Son muy caros! —jadeo.
—¿Y? —Él me olisquea de nuevo—. Tienes que acostumbrarte, Paula. —Me libera y se pasea hacia la mesa donde una mujer vestida completamente de blanco está de pie boquiabierta ante él. Quiero poner los ojos en blanco, pero volví mi atención a los cuadros. Cinco mil euros… Jesús.
Hemos terminado el almuerzo y nos relajamos tomando un café en el hotel Le Saint Paul. La vista del campo de los alrededores es impresionante.
Viñedos y campos de girasoles forman un mosaico en la llanura, salpicado aquí y allá con pulcras pequeñas casas de campo francesas. Es un día hermoso, tan claro que podemos ver todo el camino hasta el mar, brillando tenuemente en el horizonte. Pedro interrumpe mi ensoñación.
—Me preguntaste por qué trenzo tu cabello —murmura. Su tono me alarma. Parece… culpable.
—Sí. —Oh mierda.
—La perra drogadicta me dejaba jugar con su cabello, creo. No sé si es un recuerdo o un sueño.
¡Whoa! Su madre biológica.
Él me mira, su expresión indescifrable. Mi corazón salta hasta mi boca.
¿Qué digo cuando dice cosas como esta?
—Me gusta que juegues con mi cabello. —Mi voz es suave y vacilante.
Parpadea, sus ojos están muy abiertos y asustados.
—¿De verdad?
—Sí —es la verdad. Alcanzo su mano y la agarro—. Creo que amabas a tu madre biológica, Pedro. —Sus ojos se abren aún más y me mira sin inmutarse, sin decir nada.
Santa mierda. ¿He ido demasiado lejos? Di algo, Cincuenta, por favor. Pero sigue estando en absoluto silencio, mirándome con insondables ojos grises, mientras que el silencio se extiende entre nosotros. Parece perdido.
Mira abajo a mi mano sobre la suya y frunce el ceño.
—Di algo —susurro, porque no puedo soportar el silencio más tiempo.
Parpadea y luego sacude su cabeza, exhalando profundamente.
—Vamos. —Suelta mi mano y se pone de pie. Su expresión es precaria.
¿Me he pasado de la raya? No tengo ni idea. Mi corazón se hunde y no sé si decir algo más o simplemente dejarlo ir.
Decido lo segundo y lo sigo obedientemente saliendo del restaurante. En la estrecha calle encantadora, toma mi mano.
—¿Dónde quieres ir?
¡Él habla! Y no está molesto conmigo, gracias al cielo.
Exhalo, aliviada, y me encojo de hombros. —Estoy alegre de que todavía me hables.
—Sabes que no me gusta hablar de esa mierda. Está hecho. Terminado — dice tranquilamente.
No, Pedro, no lo está. El pensamiento me entristece, y por primera vez me pregunto si esto alguna vez terminará. Él siempre será Cincuenta Sombras… mi Cincuenta Sombras.
¿Quiero que cambie? No, no realmente, sólo en la medida en que quiero que se sienta amado. Echándole un
vistazo, me tomo un momento para admirar su belleza cautivadora… y él es mío. Y no es solo el atractivo de su fino rostro y su cuerpo que me ha hechizado. Es lo que hay detrás de la perfección lo que me atrae, que me llama… su alma frágil, dañada.
Me da esa mirada, por debajo de la nariz, entre divertido y cuidadoso, totalmente sexy y luego me mete bajo su brazo, y nos abrimos paso a través de los turistas hacia el lugar donde Philippe/Gaston ha aparcado el amplio Mercedes.
Deslizo mi mano en el bolsillo trasero de los shorts de
Pedro, agradecida de que no esté enfadado conmigo por mi presunción.
Pero, honestamente, ¿qué niño de cuatro años no ama a su madre sin importar lo mala madre sea? Suspiro profundamente y lo abrazo más. Sé que detrás de nosotros el equipo de seguridad está al acecho, y me pregunto ociosamente si han comido.
Pedro se detiene frente a una pequeña boutique de venta de joyería fina, mira el escaparate y luego hacia mí. Alcanza mi mano libre, y pasa su pulgar a lo largo de la desteñida marca roja de las esposas, inspeccionándolas.
—No duele. —Lo tranquilizo. Se retuerce de manera que mi otra mano está libre de su bolsillo. La agarra también, girándola suavemente para examinar mi muñeca. El reloj Omega de platino que me dio en el desayuno de nuestra primera mañana en Londres esconde la línea roja.
La inscripción todavía me hace desmayar.
Paula
Eres mi Más,
Mi Amor, Mi Vida
Pedro.
—No duelen —repito. Tira de mi mano a sus labios y planta un suave beso de disculpa en el interior de mi muñeca.
—Ven —dice y me lleva dentro de la tienda.
* * *
—Ahí, eso está mejor —murmura.
—¿Mejor? —susurro, mirando los luminosos ojos grises, consiente de que el vendedor delgado como un palo nos mira con una celosa y desaprobadora mirada en su rostro.
—Sabes por qué —dice Pedro con incertidumbre.
—No necesito esto. —Sacudo mi muñeca y la pulsera se mueve. Atrapa la luz de la tarde que entra por la ventana de la boutique y pequeños arcoíris brillantes bailan fuera de los diamantes en las paredes de la tienda.
—Yo sí —dice con amarga sinceridad.
¿Por qué? ¿Por qué necesita esto? ¿Se siente culpable? ¿Acerca de qué? ¿Las marcas? ¿Su madre biológica? ¿No confiar en mí? Oh, Cincuenta.
—No, Pedro, tu no. Ya me has dado mucho. Una luna de miel mágica, Londres, Paris, la Cote D’Azur… y tú. Soy una chica muy afortunada — susurro y sus ojos se suavizan.
—No, Paula, yo soy un hombre afortunado.
—Gracias. —Estirándome en puntas de pie, pongo mis brazos alrededor de su cuello y lo beso… no por darme el brazalete, sino por ser mío.
CAPITULO 116
Cuando despierto el sol brilla a través de las ventanas y el agua refleja patrones brillantes sobre el techo de la habitación. Pedro no está en ningún lugar. Me estiro y sonrío. Mmm… tomaré un día de una follada castigo seguida por sexo de reconciliación, algún día. Me maravillo por lo que es ir a la cama con dos hombres distintos: Pedro enfadado y el Pedro dulce “déjame pedirte perdón de la manera en la que puedo”. Es complicado decidir cuál de los dos me gusta más.
Me levanto y me dirijo al baño. Abriendo la puerta, encuentro dentro a Pedro afeitándose, desnudo a excepción de la toalla envuelta alrededor de sus caderas. Se gira y sonríe, inmutado porque lo hubiese interrumpido. He descubierto que Pedro nunca le pondría seguro a la puerta si es la única persona en el cuarto, la razón por la cual da que pensar, y una en la que no quiero insistir.
—Buenos días, Sra. Alfonso —dice, irradiando buen humor.
—Buenos días a ti. —Le sonrío de vuelta mientras le observo afeitarse.
Amo verlo afeitarse. Levanta su barbilla y se afeitaba bajo ella, dando largos y deliberados movimientos, y me encuentro inconscientemente imitando sus acciones.
Tirando de mi labio superior hacia abajo como él lo hace, para afeitar el espacio entre su labio y su nariz. Se gira y me sonríe, la mitad de su rostro aún cubierta con jabón de afeitar.
—¿Disfrutando del espectáculo? —pregunta.
Oh, Pedro, podría observarte por horas.
—Uno de mis momentos favoritos —murmuro, y él se inclina y me besa rápidamente, untando jabón de afeitar en mi rostro.
—¿Debería hacerlo por ti de nuevo? —susurra perversamente y levanta la cuchilla.
Aprieto mis labios hacia él.
—No —murmuro, pretendiendo estar de mal humor—, me haré la cera la próxima vez. —Recuerdo la alegría de Pedro en Londres cuando descubrió que durante su reunión, por curiosidad me había rasurado mi vello púbico.
Por supuesto no lo había hecho de acuerdo a los altos
estándares del Señor Exigente.
* * *
Toma mi mano para detenerme.
—¡Paula!
—Yo… eh… me rasuré.
—Puedo verlo. ¿Por qué? —Está sonriendo de oreja a oreja.
Cubro mi rostro con mis manos. ¿Por qué estoy tan apenada?
—Oye —dice suavemente y aleja mi mano—, no lo escondas. —Está mordiendo su labio para no reírse—. Dime por qué. —Sus ojos bailando de alegría. ¿Por qué lo encuentra tan divertido?
—Deja de burlarte de mí.
—No me burlo de ti. Lo siento. Yo… estoy encantado —dice.
—Oh…
—Dime, ¿por qué?
Tomé un respiro profundo.
—Esta mañana, después de que te fuiste a tu reunión, tomé una ducha y estaba recordando todas tus reglas.
Parpadea. El humor en su expresión se ha desvanecido, y me mira cautelosamente.
—Estaba marcándolas una a una y cómo me sentía con respecto a ellas, y recordé el salón de belleza, y pensé… que esto te gustaría. No fui lo suficientemente valiente para hacerme la cera. —Mi voz desaparece en un susurro.
Él me mira fijamente, sus ojos brillando… esta vez no con diversión hacia mi locura, sino con amor.
—Oh, Paula —suspira. Se inclina y me besa suavemente—. Me seduces — susurra contra mis labios y me besa una vez más, tomando mi cara con ambas manos.
Después de un instante sin aliento, se retira y levanta un hombro. La diversión regresa.
—Creo que debería hacer una minuciosa inspección de su trabajo, Sra. Alfonso.
—¿Qué? No. —¡Tiene que estar bromeando! Me cubro, protegiendo mi recientemente deforestada área.
—Oh, no lo harás, Paula. —Toma mis manos y las aleja, moviéndose ágilmente para estar entre mis piernas y sostener mis manos a los lados.
Me da una abrasadora mirada que podría encender una mecha, pero antes de que me encienda, se inclina y roza con sus labios mi vientre desnudo directamente hasta mi sexo. Me retuerzo debajo de él, de mala gana resignada por mi destino.
—Bueno, ¿qué tenemos aquí? —Pedro planta un beso en donde, hasta esta mañana, tenía vello púbico, luego raspa su erizada barbilla a lo largo de mi.
—¡Ah! —exclamo. Guau… eso es sensible.
Los ojos de Pedro se clavan en los míos, llenos de lascivo deseo.
—Creo que fallaste un poco —murmura y tira con suavidad, justo debajo a la derecha.
—Oh… maldición —murmuro, esperando que esto ponga fin a su escrutinio, francamente intrusivo.
—Tengo una idea. —Salta desnudo de la cama y se dirige al baño.
¿Qué demonios está haciendo? Regresa momentos después, trayendo un vaso de agua, una jarra, mi cuchilla, su cepillo de afeitar, jabón y una toalla. Pone todo en la mesa de noche y baja la mirada hacia mí, sosteniendo la toalla.
¡Oh no! Mi subconsciente cierra de golpe su “Obras completas” de Charles Dickens, salta de su silla, y pone sus manos en sus caderas.
—No, no, no —chillo.
—Sra. Alfonso, si un trabajo ha de ser hecho, merece ser bien hecho. Levante sus caderas. —Sus ojos brillan como una tormenta de verano gris.
—¡Pedro! No vas a depilarme.
Ladea su cabeza.
—¿Por qué no habría de hacerlo?
Me ruborizo… ¿No es obvio?
—Porque… simplemente es muy…
—¿Intimo? —susurra—.Paula, estoy ansioso de intimidad contigo, lo sabes.
Además, después de algunas de las cosas que has hecho, ahora no te pongas delicada conmigo. Y conozco esta parte de tu cuerpo mejor que tú.
Quedo boquiabierta ante él. De todos los arrogantes… cierto, lo hace. Sin embargo…
—Simplemente está mal. —Mi voz es remilgada y llorona.
—Esto no está mal, es excitante.
¿Excitante? ¿En serio?
—¿Esto te excita? —No puedo evitar el asombro en mi voz.
Bufa.
—¿No me crees? —Baja su mirada hacia su erección—. Quiero depilarte — susurra.
Oh, qué demonios. Me recuesto, tirando mi brazo sobre mi rostro para no ver.
—Si te hace feliz, Pedro. Adelante. Eres muy extraño —murmuro, mientras alzo mis caderas, y el desliza la toalla debajo de mí. Besa mi entrepierna.
—Oh, nena, cuánta razón tienes.
Escucho el chapoteo del agua cuando hunde la brocha de afeitar en el vaso de agua, luego el suave remolino de la brocha en el recipiente. Toma mi tobillo izquierdo y separa mis piernas, y la cama se hunde cuando él se sienta entre ellas.
—Realmente me gustaría atarte en este momento —murmura.
—Prometo quedarme quieta.
—Bien.
Jadeo cuando desliza la brocha sobre mi pubis. Está tibio.
El agua en el recipiente debe estar caliente. Me retuerzo un poco. Hace cosquillas… pero de buena manera.
—No te muevas —Pedro me amonesta y aplica de nuevo la brocha—. O te ataré —añade sombríamente, y un delicioso estremecimiento baja por mi columna.
—¿Has hecho esto antes? —pregunto tentativamente, cuando alcanza la cuchilla.
—No.
—Oh. Bien. —Sonrío.
—Otra primera vez, Sra. Alfonso.
—Mmm. Me gustan las primeras veces.
—A mi también, aquí vamos. —Y con una dulzura que me sorprende, desliza la cuchilla sobre mi sensible piel—. Quédate quieta —dice distraídamente, y sé que está muy concentrado.
Toma tan sólo unos minutos antes de que tome la toalla y limpie el exceso de espuma.
—Listo… es más o menos como debe ser —medita, y finalmente levanto mi brazo para mirarlo mientras se sienta para admirar su trabajo.
—¿Feliz? —pregunto, mi voz ronca.
—Mucho. —Sonríe perversamente y lentamente desliza un dedo en mi interior.
* * *
—Quizás para ti. —Trato de poner mala cara, pero él tiene razón… fue… excitante.
—Creo recordar que después fue muy satisfactorio. —Pedro vuelve para terminar su afeitado. Le echo un vistazo rápido a mis dedos. Si, lo fue. No tenía ni idea de que la ausencia de vello púbico podía marcar tanta diferencia.
—Hey, sólo estoy bromeando. ¿No es eso lo que los esposos que están perdidamente enamorados de sus esposas hacen? —Pedro ladea mi barbilla y me mira, sus ojos de repente llenos de aprehensión mientras se esfuerza por leer mi expresión.
Hmmm… tiempo de retribución.
—Siéntate —murmuro.
Parpadea hacia mí, sin entender. Lo empujo gentilmente hacia el taburete blanco en el baño. Se sienta, mirándome perplejo, y tomo la navaja de afeitar.
—Paula —advierte al darse cuenta de mi intención. Me agacho y lo beso.
—Cabeza hacia atrás —le susurro.
Él duda.
—Ojo por ojo, Sr. Alfonso.
Me mira con cautelosa, divertida incredulidad. —¿Sabes lo que estás haciendo? —pregunta, en voz baja. Niego lentamente, deliberadamente, tratando de lucir tan seria como sea posible. Él cierra sus ojos, sacude su cabeza y luego inclina la cabeza hacia atrás en rendición.
Santa mierda, va a permitir que lo afeite. Mi diosa interna flexiona y extiende los brazos hacia afuera, sus dedos entrelazados, las palmas hacia afuera, calentando.
Tentativamente deslizo mi mano en el cabello húmedo de la frente, sujetándolo con fuerza para mantenerlo quieto. Él aprieta los ojos cerrados y abre los labios mientras inhala.
Muy suavemente, le acaricio con la navaja desde su cuello hasta su barbilla, dejando al descubierto un camino de piel debajo de la espuma. Pedro exhala.
—¿Pensaste que iba a hacerte daño?
—Nunca sé lo que vas a hacer, Paula. Pero no, no intencionalmente.
Paso la navaja arriba por su cuello, otra vez, abriendo un camino más amplio en la espuma.
—Nunca te heriría intencionalmente, Pedro.
Abre sus ojos y cierra sus brazos a mí alrededor mientras yo suavemente paso la afeitadora por su mejilla hacia el comienzo de su patilla.
—Lo sé —dice, inclinando su cabeza, así puedo afeitar el resto de su mejilla. Dos trazos más y habré terminado.
—Todo listo, y ni una gota de sangre derramada. —Sonrío orgullosamente.
Él pasa la mano por mi pierna así mi camisón sube por mi muslo y me empuja sobre su regazo para que esté sentada sobre él. Me estabilizo con mis manos sobre sus brazos. Él es realmente musculoso.
—¿Puedo llevarte a algún lugar hoy?
—¿No tomaremos sol? —Arqueo una ceja.
Se lame los labios nerviosamente. —No. No tomaremos sol hoy. Pensé que quizás prefieras eso.
—Bueno, ya me has cubierto de chupones y efectivamente dado al traste con eso, seguro, ¿por qué no?
Sabiamente opta por ignorar mi tono. —Es un viaje, pero por lo que he leído vale la pena una visita. Mi padre nos recomendó visitarlo. Es una aldea llamada Saint Paul de Vence. Hay algunas galerías ahí. Pensé que podríamos escoger algunas pinturas o esculturas para la casa nueva, si encontramos algo que nos guste.
Santa mierda. Me inclino hacia atrás y lo miro. Arte… él quiere comprar arte. ¿Cómo puedo comprar arte?
—¿Qué? —pregunta.
—No sé nada de arte, Pedro.
Se encoge de hombros y me sonríe indulgentemente. —Sólo compraremos lo que nos guste. No es acerca de invertir.
¿Invertir? Jesús.
—¿Qué? —dice de nuevo.
Niego con la cabeza.
—Mira, sé que tomamos los dibujos del arquitecto el otro día, pero no hay nada de malo en buscar, y la ciudad es un lugar antiguo, medieval.
Oh, la arquitecto, el tenía que recordármela… una buena amiga de Gustavo, Georgina Matteo. Durante nuestras reuniones, ella ha estado sobre Pedro como un sarpullido.
—¿Qué ocurre ahora? —exclama Pedro. Niego—. Dime —me insta.
¿Cómo puedo decirle que no me gusta Georgina? Mi disgusto es irracional. No quiero ser la esposa celosa.
—¿Todavía estás molesta por lo que hice ayer? —Suspira y acaricia su cara entre mis pechos.
—No. Tengo hambre —murmuro, sabiendo bien que esto lo distraerá de esta línea de preguntas.
—¿Por qué no lo dijiste? —Me libera de su regazo y se pone de pie.
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