domingo, 22 de febrero de 2015
CAPITULO 164
—Sr. Rodríguez, ¿qué ha pasado? —mi voz es ronca y gruesa con lágrimas contenidas. Reinaldo. Dulce Reinaldo. Mi padre.
—Ha sufrido un accidente de coche.
—Bien, iré… iré ahora. —La adrenalina ha inundado mi corriente sanguínea, dejando pánico a su paso. Estoy encontrando dificultad para respirar.
—Ellos lo han transferido a Portland.
¿Portland? ¿Qué diablos está haciendo él en Portland?
—Lo transportaron vía aérea, Paula. Estoy yendo ahí ahora. OHSU27. Oh, Paula, no vi el coche. Sólo no lo vi... —Su voz se quiebra.
Sr. Rodríguez... ¡no!
—Te veré allí. —El Sr. Rodríguez se atraganta y la línea se corta.
Un oscuro temor me embarga por la garganta, abrumándome. Reinaldo. No. No.
Tomo una estabilizadora respiración profunda, agarro el teléfono y llamo a Roach. Responde al segundo timbrazo.
—¿Paula?
—Jerry. Es mi padre.
—Paula, ¿qué pasó?
Le explico, apenas deteniéndome para respirar.
—Ve. Por supuesto, debes ir. Espero que tu padre esté bien.
—Gracias. Te mantendré informado. —Inadvertidamente cerré de golpe el teléfono, pero justo ahora no podía importarme menos.
—¡Juliana! —llamo, consciente de la ansiedad en mi voz.
Momentos después asoma su cabeza por la puerta para encontrarme empacando mi bolso y agarrando documentos para llenar en mi maletín.
—¿Sí, Paula? —Frunce el ceño.
—Mi padre ha tenido un accidente. Tengo que irme.
—Oh querida…
—Cancela todas mis citas de hoy. Y del lunes. Tendrás que terminar de preparar la presentación del libro electrónico, las notas están en el archivo compartido. Consigue a Courtney para ayudar si es necesario.
—Sí —susurra Juliana—. Espero que esté bien. No te preocupes por nada aquí. Vamos a arreglárnoslas.
—Tengo mi BlackBerry.
La preocupación grabada en su demacrada y pálida cara casi es mi perdición.
Papi.
Agarro mi chaqueta, bolso y maletín.
—Te llamaré si necesito algo.
—Hazlo, por favor. Buena suerte, Paula. Espero que esté bien.
Le doy una pequeña sonrisa tensa, luchando para mantener mi compostura, y salgo de mi oficina. Me esfuerzo para no correr todo el camino hasta recepción. Salazar salta a sus pies cuando llego.
—¿Sra. Alfonso? —pregunta, confundido por mi repentina aparición.
—Nos vamos a Portland… ahora.
—De acuerdo, señora —dice, ceñudo, pero abre la puerta.
El movimiento es bueno.
—Sra. Alfonso —pregunta Salazar mientras corremos hacia el estacionamiento—. ¿Puedo preguntar por qué estamos haciendo este viaje no programado?
—Es mi padre. Ha tenido un accidente.
—Ya veo. ¿Lo sabe el Sr. Alfonso?
—Lo llamaré desde el coche.
Salazar asiente y abre la puerta trasera de la camioneta Audi, y me subo.
Con dedos temblorosos, agarro mi BlackBerry, y marco al móvil de Pedro.
—Sra. Alfonso. —La voz de Andrea es nítida y profesional.
—¿Está Pedro allí? —respiro.
—Uhm... está en algún lugar del edificio, señora. Ha dejado su BlackBerry cargándose conmigo.
Gimo silenciosamente con frustración.
—¿Puedes decirle que lo llamé, y que necesito hablar con él? Es urgente.
—Podría tratar de localizarlo. Tiene la costumbre de vagar a veces.
—Sólo consigue que me llame, por favor —ruego, conteniendo las lágrimas.
—Por supuesto, Sra. Alfonso. —Vacila—. ¿Está todo bien?
—No —susurro, no confiando en mi voz—. Por favor, sólo consigue que me llame.
—Sí, señora.
Cuelgo. No puedo contener mi angustia mucho más.
Tirando mis rodillas hacia mi pecho, me acurruco en el asiento trasero, y lágrimas manan, indeseables, por mis mejillas.
—¿Dónde en Portland, Sra. Alfonso? —pregunta gentilmente Salazar.
—OHSU —me ahogo—. El gran hospital.
Salazar arranca hacia la calle y se dirige hacia la I-5, mientras me lamento en voz baja en la parte trasera del coche, murmurando oraciones mudas.
Por favor que esté bien. Por favor que esté bien.
Mi teléfono suena, “Your Love Is King” sorprendiéndome de mi mantra.
—Pedro —jadeo.
—Cristo, Paula. ¿Qué está mal?
—Es Reinaldo... ha tenido un accidente.
—¡Mierda!
—Sí. Estoy de camino a Portland.
—¿Portland? Por favor dime que Salazar está contigo.
—Sí, está conduciendo.
—¿Dónde está Reinaldo?
—En el OHSU.
Escucho una voz apagada en el fondo.
—Sí, Rosario —Pedro chasquea enfadado—. ¡Lo sé! Perdón, nena… puedo estar allí en unas tres horas. Tengo negocios que necesito terminar aquí. Volaré.
Oh mierda. Charlie Tango está de vuelta en comisión y la última vez que Pedro voló en ella…
—Tengo una reunión con algunos chicos más de Taiwan. No puedo cancelarla. Es un acuerdo que hemos estado elaborando por meses.
¿Por qué no sabía nada sobre esto?
—Saldré tan pronto como pueda.
—Está bien —murmuro. Y quiero decir que está bien, que se quedara en Seattle, y resolviera su negocio, pero la verdad es que lo quería conmigo.
—Oh, nena —susurra.
—Estaré bien, Pedro. Tómate tu tiempo. No te apures. No quiero preocuparme por ti, también. Vuela con cuidado.
—Lo haré.
—Te amo.
—Te amo, también, cariño. Estaré contigo tan pronto como pueda. Mantén a Sebastian cerca.
—Sí, lo haré.
—Te veré después.
—Adiós. —Después de colgar, abrazo mis rodillas una vez más. No sé nada sobre los negocios de Pedro.
¿Qué demonios está haciendo con los Taiwaneses? Miro por la ventana a medida que pasamos el Boeing Field-King Country Airport. Tiene que volar cuidadosamente. Mi estómago se anuda de nuevo y las náuseas amenazan. Reinaldo y Pedro. No creo que mi corazón pudiera aceptar eso.
Recostándome, empiezo mi mantra de nuevo: Por favor que esté bien. Por favor que esté bien.
—Sra. Alfonso —la voz de Salazar me despierta—. Estamos en las instalaciones del hospital. Sólo tengo que encontrar la sala de emergencias.
—Sé dónde está. —Mi mente revolotea a mi última visita a OHSU cuando, en mi segundo día, me caí de una escalera de mano en Clayton’s, torciéndome mi tobillo. Recuerdo a Paul Clayton cerniéndose sobre mí y me estremezco al recordarlo.
Salazar se detiene en el punto de bajada y salta fuera para abrir mi puerta.
—Iré a estacionar, señora, y vendré a encontrarla. Deje su maletín, yo lo llevaré.
—Gracias, Sebastian.
Asiente, y camino enérgicamente en la bulliciosa área de recepción de la sala de emergencias. La recepcionista en el escritorio me da una sonrisa amable, y en unos minutos, ha ubicado a Reinaldo y me envía a la OR28 en el tercer piso.
¿OR? ¡Mierda!
—Gracias —murmuro, tratando de concentrarme en sus instrucciones hacia los ascensores. Mi estómago se tambalea mientras casi corro hacia ellos.
Que esté bien. Por favor que esté bien.
El ascensor es desesperadamente lento, deteniéndose en cada piso.
Vamos… ¡Vamos! Quiero que se mueva más rápido, con el ceño fruncido hacia las personas paseando dentro y fuera y evitando que llegue a papá.
Finalmente, las puertas se abren en el tercer piso, y me apresuro hacia otra área de recepción, ésta atendida por enfermeras en uniformes de marina.
—¿Puedo ayudarle? —pregunta una oficiosa enfermada con una mirada miope.
—Mi padre, Reinaldo Chaves. Ha sido ingresado. Está en el OR-4, creo. — Incluso mientras decía las palabras, estoy queriendo que no sean verdad.
—Déjeme comprobar, Señorita Chaves.
Asiento, sin molestarme en corregirla mientras ella mira atentamente la pantalla de su ordenador.
—Sí. Ha estado un par de horas. Si prefiere esperar, les haré saber que usted está aquí. La sala de espera está allí. —Apunta hacia una gran puerta blanca útilmente etiquetada SALA DE ESPERA en fuerte letra azul.
—¿Él está bien? —pregunto, tratando de mantener mi voz estable.
—Tendrá que esperar a uno de los médicos que lo atiende la informe, señorita.
—Gracias —murmuro, pero por dentro estoy gritando, ¡Quiero saber ahora!
Abro la puerta para revelar una funcional y austera sala de espera dónde el Sr. Rodríguez y José están sentados.
—¡Paula! —exclama el Sr. Rodríguez. Su brazo está enyesado, y su mejilla magullada en un lado. Está en una silla de ruedas con una de sus piernas enyesada también.
Cautelosamente envuelvo mis brazos alrededor de él.
—Oh, Sr. Rodríguez —sollozo.
—Paula, cariño. —Da palmaditas en mi espalda con su brazo sano—. Lo siento tanto —murmura, su voz ronca agrietándose.
Oh no.
—No, papá —dice José suavemente en advertencia mientras se cierne detrás de mí. Cuando me giro, me tira a sus brazos y me abraza.
—José —murmuro. Y estoy perdida, lágrimas cayendo mientras toda la tensión, el miedo y la angustia de las últimas tres horas emergen.
—Oye, Paula, no llores. —José gentilmente acaricia mi cabello. Envuelvo mis brazos alrededor de su cuello y lloro suavemente. Nos quedamos así como por años, y estoy tan agradecida de que mi amigo esté aquí. Nos separamos cuando Salazar se nos une en la sala de espera. El Sr. Rodríguez me entrega un pañuelo de papel de una caja convenientemente ubicada, y seco mis lágrimas.
—Éste es el Sr. Salazar. De seguridad —murmuro.
Salazar asiente educadamente hacia José y el Sr. Rodríguez y luego se mueve a tomar asiento en un rincón.
—Siéntate, Paula. —José me acompaña a uno de los sillones cubiertos de vinilo.
—¿Qué pasó? ¿Sabemos cómo ésta? ¿Qué están haciendo ellos?
José levanta sus manos para detener mi aluvión de preguntas y se sienta a mi lado.
—No tenemos ninguna novedad. Ray, papá, y yo estábamos en una excursión de pesca en Astoria. Fuimos golpeados por algún maldito estúpido borracho…
El Sr. Rodríguez trata de interrumpir, balbuceando una disculpa.
—¡Cálmate29, papá! —chasquea José—. No tengo ni una marca en mí, sólo un par de costillas magulladas y un golpe en la cabeza. Papá… bueno, papá se rompió su muñeca y su tobillo. Pero el coche golpeó el lado del pasajero y Reinaldo.
Oh no, no... El pánico inundando de nuevo mi sistema límbico. No, no, no.
Mi cuerpo se estremece y se enfría mientras imagino qué le está pasando a Reinaldo en la OR.
—Está en cirugía. Nos llevaron al hospital comunal en Astoria, pero trasportaron vía aérea a Reinaldo aquí. No sabemos qué están haciendo.
Estamos esperando por novedades.
Empiezo a temblar.
—Oye, Paula, ¿tienes frío?
Asiento. Estoy en mi blusa blanca sin mangas y chaqueta negra de verano, y que no brinda calor. Cautelosamente, José se quita su chaqueta de cuero y la envuelve alrededor de mis hombros.
—¿Puedo conseguirle algo de té, señora? —Salazar está a mi lado. Asiento agradecidamente, y desaparece de la habitación.
—¿Porqué estaban pescando en Astoria? —pregunto.
José se encoge de hombros.
—La pesca se supone que es buena allí. Estábamos teniendo un “encuentro de chicos”. Algún tiempo de unión con mi viejo antes que la academia se caliente para mi último año. —Los ojos oscuros de José están grandes y luminosos con miedo y remordimiento.
—Podrías haber sido lastimado, también. Y el Sr. Rodríguez... peor. — Trago ante la idea. La temperatura de mi cuerpo cae aún más, y me estremezco una vez más. José toma mi mano.
—Diablos, Paula, te estás congelando.
El Sr. Rodríguez se mueve hacia delante y toma mi otra mano en su única buena.
—Paula, lo siento tanto.
—Sr. Rodríguez, por favor. Fue un accidente... —Mi voz se desvanece en un susurro.
—Llámame José —me corrige. Le doy una débil sonrisa, porque eso es todo lo que puedo manejar. Me estremezco una vez más.
—La policía se llevó al imbécil en custodia. Siete de la mañana y el hombre estaba fuera de su cabeza —silba José con disgusto.
Salazar regresa, llevando un vaso de papel con agua caliente y una bolsita de té separada. ¡Él sabe cómo tomo mi té! Estoy sorprendida, y contenta por la distracción.
El Sr. Rodríguez y José liberan mis manos mientras agradecidamente tomo la taza de Salazar.
—¿Alguno de ustedes quiere algo? —Salazar pregunta al Sr. Rodríguez y José. Ambos sacuden sus cabezas, y Salazar vuelve a sentarse en su asiento en la esquina. Mojo mi bolsita de té en el agua y, levantándome temblorosamente, desecho la bolsa utilizada en un pequeño bote de basura.
—¿Qué les está tomando tanto tiempo? —murmuro para nadie en particular mientras tomo un sorbo.
Papi… Por favor deja que esté bien. Por favor deja que esté bien.
—Lo sabremos muy pronto, Paula —dice José gentilmente. Asiento y tomo otro sorbo. Tomo mi asiento de nuevo a su lado. Esperamos… y esperamos. El Sr. Rodríguez con sus ojos cerrados, rezando creo, y José sosteniendo mi mano y apretándola de vez en cuando. Lentamente sorbo mi té. No es Twinings, pero es alguna marca barata desagradable, y su sabor es repugnante.
Recuerdo la última vez que esperé por novedades.
La última vez pensé que todo estaba perdido cuando Charlie Tango desapareció. Cerrando mis ojos, ofrezco una oración silenciosa por el viaje seguro de mi esposo.
Miro mi reloj: 2:15 p.m. Debería estar aquí pronto. Mi té está frío… ¡Ugh!
Me levanto y voy y vengo luego me siento de nuevo.
¿Porqué los médicos no han venido a verme? Tomo la mano de José, y él me da otro apretón tranquilizador. Por favor que esté bien. Por favor que esté bien.
El tiempo se arrastra muy lentamente.
De repente la puerta se abre, y todos miramos expectantes, mi estómago anudándose. ¿Es esto?
Pedro avanza dentro. Su rostro se oscurece momentáneamente cuando nota mi mano en la de José.
—¡Pedro! —jadeo y salto, agradeciendo a Dios que llegó a salvo.
Cuando estoy envuelta en sus brazos, su nariz en mi cabello, y estoy inhalando su esencia, su calidez, su amor.
Una pequeña parte de mí se siente más tranquila, fuerte, y más resistente porque él está aquí. Oh, la diferencia que su presencia hace a mi paz mental.
—¿Alguna novedad?
Sacudo mi cabeza, incapaz de hablar.
—José. —Asiente saludando.
—Pedro, éste es mi padre, Padre.
—Sr. Rodríguez… nos conocimos en la boda. ¿Supongo que estaban en el accidente, también?
José vuelve a contar la historia brevemente.
—¿Ambos están lo suficientemente bien para estar aquí? —pregunta Pedro..
—No queremos estar en otro lugar —dice el Sr. Rodríguez, su voz tranquila y mezclada con dolor. Pedro asiente.
Tomando mi mano, me sienta tomando luego asiento a mi lado.
—¿Has comido? —pregunta.
Sacudo mi cabeza.
—¿Estás hambrienta?
Sacudo mi cabeza.
—¿Pero tienes frío? —pregunta, observando la chaqueta de José.
Asiento. Se mueve en su silla pero sabiamente no dice nada.
La puerta se abre de nuevo, y un joven doctor entra en un brillante uniforme azul. Luce exhausto y atribulado.
Toda la sangre desaparece de mi cabeza mientras me tropiezo con mis pies.
—Reinaldo Alfonso —susurro mientras Pedro está a mi lado, poniendo sus brazos alrededor de mi cintura.
—¿Usted es su pariente más cercano? —pregunta el doctor.
Sus brillantes ojos azules casi igualan su bata, y bajo alguna otra circunstancia lo hubiera encontrado atractivo.
—Soy su hija, Paula.
—Señorita Chaves...
—Sra. Alfonso —lo interrumpe Pedro.
—Mis disculpas —balbucea el médico, y por un momento quiero patear a Pedro—. Soy el Doctor Crowe. Su padre está estable, pero en condición crítica.
¿Qué significa eso? Mis rodillas se doblan debajo de mí y sólo el brazo de apoyo de Pedro me impide caer al suelo.
—Sufrió graves lesiones internas —dice el Dr. Crowe—, principalmente en su diafragma, pero hemos logrado repararlas, y hemos sido capaces de salvar su bazo. Desafortunadamente, sufrió un paro cardíaco durante la operación por la pérdida de sangre. Nos las arreglamos para conseguir que su corazón funcione de nuevo, pero esto sigue siendo una preocupación.
Sin embargo, nuestra preocupación más grave es que sufrió severas contusiones en su cabeza, y las resonancias magnéticas muestran que tiene inflamación en el cerebro. Lo hemos inducido a un coma para mantenerlo tranquilo y quieto mientras controlamos la inflamación cerebral.
¿Daño cerebral? No.
—Es un procedimiento estándar en esto casos. Por ahora, sólo tenemos que esperar y ver.
—¿Y cuál es el pronóstico? —pregunta Pedro fríamente.
—Sr. Alfonso, es difícil decirlo por el momento. Es posible que pueda hacer una recuperación completa, pero eso está en las manos de Dios ahora.
—¿Cuánto tiempo lo mantendrán en coma?
—Eso depende de cómo responda su cerebro. Usualmente de setenta y dos a noventa y seis horas.
¡Oh, tanto tiempo!
—¿Puedo verlo? —susurro.
—Sí, debería poder verlo en una media hora. Está siendo trasladado a la UCI30 en el sexto piso.
—Gracias, Doctor.
El Dr. Crowe asiente, se gira y nos deja.
—Bueno, él está vivo —le susurro a Pedro. Y las lágrimas empiezan a rodar por mi cara una vez más.
—Siéntate —ordena Pedro gentilmente.
—Papá, creo que nos deberíamos ir. Necesitas descansar. No sabremos nada por un tiempo —murmura José al Sr. Rodríguez quien mira inexpresivamente a su hijo—. Podemos volver esta noche, después de que hayas descansado. Está bien, ¿no es así, Paula? —José se gira, implorándome.
—Por supuesto.
—¿Se están quedando en Portland? —pregunta Pedro.
José asiente.
—¿Necesitas un aventón a casa?
José frunce el ceño.
—Iba a pedir un taxi.
—Sebastian puede llevarlos.
Salazar se para, y José luce confundido.
—Sebastian Salazar —murmuro en esclarecimiento.
—Oh… seguro. Sí, te lo agradecería. Gracias, Pedro.
Poniéndome de pie, abrazo al Sr. Rodríguez y José en rápida sucesión.
—Mantente fuerte, Paula —José susurra en mi oído—. Es un hombre sano y en forma. Las probabilidades están a su favor.
—Eso espero. —Lo abrazo fuerte. Luego, liberándolo, me quito su chaqueta y se la devuelvo.
—Quédatela, si todavía tienes frío.
—No, estoy bien. Gracias. —Mirando nerviosamente hacia Pedro, veo que está considerándonos impasible.
Pedro toma mi mano.
—Si hay algún cambio, te lo haré saber de inmediato —digo mientras José empuja la silla de ruedas de su padre hacia la puerta que Salazar está manteniendo abierta.
El Sr. Rodríguez levanta su mano, y se detienen en la puerta
—Él estará en mis oraciones, Paula. —Su voz titubea—. Ha sido bueno estar con él después de todos estos años. Se ha convertido en un gran amigo.
—Lo sé.
Y con eso se van. Pedro y yo estamos solos. Acaricia mi mejilla. —Estas pálida. Ven aquí. —Se sienta en la silla y me jala a su regazo, acomodándome en sus brazos de nuevo, y voy voluntariamente. Me acurruco contra él, sintiéndome agobiada por la desgracia de mi padrastro, pero agradecida que mi esposo está aquí para confortarme.
Gentilmente acaricia mi cabello y sostiene mí mano.
—¿Cómo estuvo Charlie Tango? —pregunto.
Sonríe. —Oh, ella estuvo perfecta —dice, con algo de orgullo en su voz. Me hace sonreír apropiadamente por primera vez en muchas horas, y le doy una mirada, desconcertada.
—¿Perfecta?
—Es una línea de La historia de Filadelfia. Es el filme favorito de Gabriela.
—No la conozco.
—Creo que la tengo en Blu-Ray en casa. Podemos verla y besuquearnos. — Besa mi cabello y sonrió una vez más.
—¿Puedo persuadirte para que comas algo?
Mi sonrisa desaparece. —No ahora. Quiero ver a Reinaldo primero.
Sus hombros caen, pero no me presiona.
—¿Cómo estuvieron los Taiwaneses?
—Tratables —dice.
—¿Tratables cómo?
—Me dejaron comprar su astillero por menos del precio que estaba dispuesto a pagar.
¿Compró un astillero? —¿Eso es bueno?
—Sí. Eso es bueno.
—Pero creí que tenías un astillero, aquí.
—Sí. Vamos a usar ese para hacer el muelle de alistamiento. Construir los cascos en el Lejano Oriente. Es más barato.
Oh.
—¿Qué sobre la fuerza de trabajo en el astillero aquí?
—Reorganizaremos. Deberíamos poder mantener las redundancias a un mínimo. —Besa mi cabello.
—¿Deberíamos ver a Reinaldo? —pregunta, su voz suave.
27 OHSU: Universidad de Salud y Ciencia de Oregon: Oregon Health and Science
University
28 OR: Sala de emergencias equipada quirúrgicamente.
29 Cálmate: En español en el original.
30 UCI: Unidad de Cuidados Intensivos.
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