miércoles, 7 de enero de 2015

CAPITULO 14




Lo primero que noto es el olor: piel, madera y cera con un ligero aroma a limón. Es muy agradable, y la luz es tenue, sutil. En realidad no veo de dónde sale, de algún sitio junto a la cornisa, y emite un resplandor ambiental. Las paredes y el techo son de color burdeos oscuro, que da a la espaciosa habitación un efecto uterino, y el suelo es de madera barnizada muy vieja. En la pared, frente a la puerta, hay una gran X de madera, de caoba muy brillante, con esposas en los extremos para sujetarse. Por encima hay una gran rejilla de hierro suspendida del techo, como mínimo de dos metros cuadrados, de la que cuelgan todo tipo de cuerdas, cadenas y grilletes brillantes. Cerca de la puerta, dos grandes postes relucientes y ornamentados, como balaustres de una barandilla pero más grandes, cuelgan a lo largo de la pared como barras de cortina. De ellos pende una impresionante colección de palos, látigos, fustas y curiosos instrumentos con plumas.


Junto a la puerta hay un mueble de caoba maciza con cajones muy estrechos, como si estuvieran destinados a guardar muestras en un viejo museo. Por un instante me pregunto qué hay dentro.


¿Quiero saberlo? En la esquina del fondo veo un banco acolchado de piel de color granate, y pegado a la pared, un estante de madera que parece una taquera para palos de billar, pero que al observarlo con más atención descubro que contiene varas de diversos tamaños y grosores. En la esquina opuesta hay una sólida mesa de casi dos metros de largo —madera brillante con patas talladas—, y debajo, dos taburetes a juego.


Pero lo que domina la habitación es una cama. Es más grande que las de matrimonio, con dosel de cuatro postes tallado de estilo rococó. Parece de finales del siglo XIX. 


Debajo del dosel veo más cadenas y esposas relucientes. 


No hay ropa de cama… solo un colchón cubierto de piel roja, y varios cojines de satén rojo en un extremo.


A unos metros de los pies de la cama hay un gran sofá Chesterfield granate, plantificado en medio de la sala, frente a la cama. Extraña distribución… eso de poner un sofá frente a la cama. Y sonrío para mis adentros. Me parece raro el sofá, cuando en realidad es el mueble más normal de toda la habitación. Alzo los ojos y observo el techo. Está lleno de mosquetones, a intervalos irregulares.


Me pregunto por un segundo para qué sirven. Es extraño, pero toda esa madera, las paredes oscuras, la tenue luz y la piel granate hacen que la habitación parezca dulce y romántica… Sé que es cualquier cosa menos eso. Es lo que Pedro entiende por dulzura y romanticismo.


Me giro y está mirándome fijamente, como suponía, con expresión impenetrable. Avanzo por la habitación y me sigue. El artilugio de plumas me ha intrigado. Me decido a tocarlo. Es de ante, como un pequeño gato de nueve colas, pero más grueso y con pequeñas bolas de plástico en los extremos.


—Es un látigo de tiras —dice Pedro en voz baja y dulce.


Un látigo de tiras… Vaya. Creo que estoy en estado de shock. Mi subconsciente ha emigrado, o se ha quedado muda, o sencillamente se ha caído en redondo y se ha muerto. Estoy paralizada.


Puedo observar y asimilar, pero no articular lo que siento ante todo esto, porque estoy en estado de shock. ¿Cuál es la reacción adecuada cuando descubres que tu posible amante es un sádico o un masoquista total? Miedo… sí… esa parece ser la sensación principal. Ahora me doy cuenta.


Pero extrañamente no de él. No creo que me hiciera daño. 


Bueno, no sin mi consentimiento. Un sinfín de preguntas me nublan la mente. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Con qué frecuencia? ¿Quién? Me acerco a la cama y paso las manos por uno de los postes. Es muy grueso, y el tallado es impresionante.


—Di algo —me pide Pedro en tono engañosamente dulce.


—¿Se lo haces a gente o te lo hacen a ti?


Frunce la boca, no sé si divertido o aliviado.


—¿A gente? —Pestañea un par de veces, como si estuviera pensando qué contestarme—. Se lo hago a mujeres que quieren que se lo haga.


No lo entiendo.


—Si tienes voluntarias dispuestas a aceptarlo, ¿qué hago yo aquí?


—Porque quiero hacerlo contigo, lo deseo.


—Oh.


Me quedo boquiabierta. ¿Por qué?


Me dirijo a la otra esquina de la sala, paso la mano por el banco acolchado, alto hasta la cintura, y deslizo los dedos por la piel. Le gusta hacer daño a las mujeres. La idea me deprime.


—¿Eres un sádico?


—Soy un Amo.


Sus ojos grises se vuelven abrasadores, intensos.


—¿Qué significa eso? —le pregunto en un susurro.


—Significa que quiero que te rindas a mí en todo voluntariamente.


Lo miro frunciendo el ceño, intentando asimilar la idea.


—¿Por qué iba a hacer algo así?


—Por complacerme —murmura ladeando la cabeza.


Veo que esboza una sonrisa.


¡Complacerle! ¡Quiere que lo complazca! Creo que me quedo boquiabierta. Complacer a Pedro Alfonso. Y en ese momento me doy cuenta de que sí, de que es exactamente lo que quiero hacer.


Quiero que disfrute conmigo. Es una revelación.


—Digamos, en términos muy simples, que quiero que quieras complacerme —me dice en voz baja, hipnótica.


—¿Cómo tengo que hacerlo?


Siento la boca seca. Ojalá tuviera más vino. De acuerdo, entiendo lo de complacerle, pero el gabinete de tortura isabelino me ha dejado desconcertada. ¿Quiero saber la respuesta?


—Tengo normas, y quiero que las acates. Son normas que a ti te benefician y a mí me proporcionan placer. Si cumples esas normas para complacerme, te recompensaré. Si no, te
castigaré para que aprendas —susurra.


Mientras me habla, miro el estante de las varas.


—¿Y en qué momento entra en juego todo esto? —le pregunto señalando con la mano alrededor del cuarto.


—Es parte del paquete de incentivos. Tanto de la recompensa como del castigo.


—Entonces disfrutarás ejerciendo tu voluntad sobre mí.


—Se trata de ganarme tu confianza y tu respeto para que me permitas ejercer mi voluntad sobre ti. Obtendré un gran placer, incluso una gran alegría, si te sometes. Cuanto más te sometas, mayor será mi alegría. La ecuación es muy sencilla.


—De acuerdo, ¿y qué saco yo de todo esto?


Se encoge de hombros y parece hacer un gesto de disculpa.


—A mí —se limita a contestarme.


Dios mío… Pedro me observa pasándose la mano por el pelo.


—Paula, no hay manera de saber lo que piensas —murmura nervioso—. Volvamos abajo, así podré concentrarme mejor. Me desconcentro mucho contigo aquí.


Me tiende una mano, pero ahora no sé si cogerla.


Lourdes me había dicho que era peligroso, y tenía mucha razón. ¿Cómo lo sabía? Es peligroso para mi salud, porque sé que voy a decir que sí. Y una parte de mí no quiere. Una parte de mí quiere gritar y salir corriendo de este cuarto y de todo lo que representa. Me siento muy desorientada.


—No voy a hacerte daño, Paula.


Sé que no me miente. Le cojo de la mano y salgo con él del cuarto.


—Quiero mostrarte algo, por si aceptas.


En lugar de bajar las escaleras, gira a la derecha del cuarto de juegos, como él lo llama, y avanza por un pasillo. 


Pasamos junto a varias puertas hasta que llegamos a la última. Al otro lado hay un dormitorio con una cama de matrimonio. Todo es blanco… todo: los muebles, las paredes, la ropa de cama. Es aséptica y fría, pero con una vista preciosa de Seattle desde la pared de cristal.


—Esta será tu habitación. Puedes decorarla a tu gusto y tener aquí lo que quieras.


—¿Mi habitación? ¿Esperas que me venga a vivir aquí? —le pregunto sin poder disimular mi tono horrorizado.


—A vivir no. Solo, digamos, del viernes por la noche al domingo. Tenemos que hablar del tema y negociarlo. Si aceptas —añade en voz baja y dubitativa.


—¿Dormiré aquí?


—Sí.


—No contigo.


—No. Ya te lo dije. Yo no duermo con nadie. Solo contigo cuando te has emborrachado hasta perder el sentido —me dice en tono de reprimenda.


Aprieto los labios. Hay algo que no me encaja. El amable y cuidadoso Pedro, que me rescata cuando estoy borracha y me sujeta amablemente mientras vomito en las azaleas, y el monstruo que tiene un cuarto especial lleno de látigos y cadenas.


—¿Dónde duermes tú?


—Mi habitación está abajo. Vamos, debes de tener hambre.


—Es raro, pero creo que se me ha quitado el hambre —murmuro de mala gana.


—Tienes que comer, Paula —me regaña.


Me coge de la mano y volvemos al piso de abajo.


De vuelta en el salón increíblemente grande, me siento muy inquieta. Estoy al borde de un precipicio y tengo que decidir si quiero saltar o no.


—Soy totalmente consciente de que estoy llevándote por un camino oscuro,Paula, y por eso quiero de verdad que te lo pienses bien. Seguro que tienes cosas que preguntarme —me dice soltándome la mano y dirigiéndose con paso tranquilo a la cocina.


Tengo cosas que preguntarle. Pero ¿por dónde empiezo?


—Has firmado el acuerdo de confidencialidad, así que puedes preguntarme lo que quieras y te contestaré.


Estoy junto a la barra de la cocina y observo cómo abre el frigorífico y saca un plato de quesos con dos enormes racimos de uvas blancas y rojas. Deja el plato en la encimera y empieza a cortar una baguette.


—Siéntate —me dice señalando un taburete junto a la barra.


Obedezco su orden. Si voy a aceptarlo, tendré que acostumbrarme. Me doy cuenta de que se ha mostrado dominante desde que lo conocí.


—Has hablado de papeleo.


—Sí.


—¿A qué te refieres?


—Bueno, aparte del acuerdo de confidencialidad, a un contrato que especifique lo que haremos y lo que no haremos. Tengo que saber cuáles son tus límites, y tú tienes que saber cuáles son los míos. Se trata de un consenso, Paula.


—¿Y si no quiero?


—Perfecto —me contesta prudentemente.


—Pero ¿no tendremos la más mínima relación? —le pregunto.


—No.


—¿Por qué?


—Es el único tipo de relación que me interesa.


—¿Por qué?


Se encoge de hombros.


—Soy así.


—¿Y cómo llegaste a ser así?


—¿Por qué cada uno es como es? Es muy difícil saberlo. ¿Por qué a unos les gusta el queso y otros lo odian? ¿Te gusta el queso? La señora Jones, mi ama de llaves, ha dejado queso para la cena.


Saca dos grandes platos blancos de un armario y coloca uno delante de mí.


Y ahora nos ponemos a hablar del queso… Maldita sea…


—¿Qué normas tengo que cumplir?


—Las tengo por escrito. Las veremos después de cenar.


Comida… ¿Cómo voy a comer ahora?


—De verdad que no tengo hambre —susurro.


—Vas a comer —se limita a responderme.


El dominante Pedro. Ahora está todo claro.


—¿Quieres otra copa de vino?


—Sí, por favor.


Me sirve otra copa y se sienta a mi lado. Doy un rápido sorbo.


—Te sentará bien comer, Paula.


Cojo un pequeño racimo de uvas. Con esto sí que puedo. Él entorna los ojos.


—¿Hace mucho que estás metido en esto? —le pregunto


—Sí.


—¿Es fácil encontrar a mujeres que lo acepten?


Me mira y alza una ceja.


—Te sorprenderías —me contesta fríamente.


—Entonces, ¿por qué yo? De verdad que no lo entiendo.


—Paula, ya te lo he dicho. Tienes algo. No puedo apartarme de ti. —Sonríe irónicamente—.Soy como una polilla atraída por la luz. —Su voz se enturbia—. Te deseo con locura,
especialmente ahora, cuando vuelves a morderte el labio.


Respira hondo y traga saliva.


El estómago me da vueltas. Me desea… de una manera rara, es cierto, pero este hombre guapo, extraño y pervertido me desea.


—Creo que le has dado la vuelta a ese cliché —refunfuño.


Yo soy la polilla y él es la luz, y voy a quemarme. Lo sé.


—¡Come!


—No. Todavía no he firmado nada, así que creo que haré lo que yo decida un rato más, si no te parece mal.


Sus ojos se dulcifican y sus labios esbozan una sonrisa.


—Como quiera, señorita Chaves.


—¿Cuántas mujeres? —pregunto de sopetón, pero siento mucha curiosidad.


—Quince.


Vaya, menos de las que pensaba.


—¿Durante largos periodos de tiempo?


—Algunas sí.


—¿Alguna vez has hecho daño a alguna?


—Sí.


¡Maldita sea!


—¿Grave?


—No.


—¿Me harás daño a mí?


—¿Qué quieres decir?


—Si vas a hacerme daño físicamente.


—Te castigaré cuando sea necesario, y será doloroso.


Creo que estoy mareándome. Tomo otro sorbo de vino. El alcohol me dará valor.


—¿Alguna vez te han pegado? —le pregunto.


—Sí.


Vaya, me sorprende. Antes de que haya podido preguntarle por esta última revelación, interrumpe el curso de mis pensamientos.


—Vamos a hablar a mi estudio. Quiero mostrarte algo.


Me cuesta mucho procesar todo esto. He sido tan inocente que pensaba que pasaría una noche de pasión desenfrenada en la cama de este hombre, y aquí estamos, negociando un extraño acuerdo.







CAPITULO 13





Su mirada es intensa, la mitad en la oscuridad y la otra mitad iluminada por las luces blancas de aterrizaje. Una metáfora muy adecuada para Pedro: el caballero oscuro y el caballero blanco.


Parece tenso. Aprieta la mandíbula y entrecierra los ojos. Se desabrocha el cinturón de seguridad y se inclina para desabrocharme el mío. Su cara está a centímetros de la mía.


—No tienes que hacer nada que no quieras hacer. Lo sabes, ¿verdad?


Su tono es muy serio, incluso angustiado, y sus ojos, ardientes. Me pilla por sorpresa.


—Nunca haría nada que no quisiera hacer,Pedro.


Y mientras lo digo, siento que no estoy del todo convencida, porque en estos momentos seguramente haría cualquier cosa por el hombre que está sentado a mi lado. Pero mis palabras funcionan y Pedro se calma.


Me mira un instante con cautela y luego, pese a ser tan alto, se mueve con elegancia hasta la puerta del helicóptero y la abre. Salta, me espera y me coge de la mano para ayudarme a bajar a la pista. En la azotea del edificio hace mucho viento y me pone nerviosa el hecho de estar en un espacio abierto a unos treinta pisos de altura. Pedro me pasa el brazo por la cintura y tira de mí.


—Vamos —me grita por encima del ruido del viento.


Me arrastra hasta un ascensor, teclea un número en un panel, y la puerta se abre. En el ascensor, completamente revestido de espejos, hace calor. Puedo ver a Pedro hasta el infinito mire hacia donde mire, y lo bonito es que también me tiene cogida hasta el infinito. Teclea otro código, las puertas se cierran y el ascensor empieza a bajar.


Al momento estamos en un vestíbulo totalmente blanco. En medio hay una mesa redonda de madera oscura con un enorme ramo de flores blancas. Las paredes están llenas de cuadros. Abre una puerta doble, y el blanco se prolonga por un amplio pasillo que nos lleva hasta la entrada de una habitación inmensa. Es el salón principal, de techos altísimos. Calificarlo de «enorme» sería quedarse muy corto. 


La pared del fondo es de cristal y da a un balcón con magníficas vistas a la ciudad.



A la derecha hay un imponente sofá en forma de U en el 
que podrían sentarse cómodamente diez personas. Frente a él, una chimenea ultramoderna de acero inoxidable… o a saber, quizá sea de platino. El fuego encendido llamea suavemente. A la izquierda, junto a la entrada, está la zona de la cocina. Toda blanca, con la encimera de madera oscura y una barra en la que pueden sentarse seis personas.


Junto a la zona de la cocina, frente a la pared de cristal, hay una mesa de comedor rodeada de dieciséis sillas. Y en el rincón hay un enorme piano negro y resplandeciente. 


Claro… seguramente también toca el piano. En todas las paredes hay cuadros de todo tipo y tamaño. En realidad, el
apartamento parece más una galería que una vivienda.


—¿Me das la chaqueta? —me pregunta Pedro.


Niego con la cabeza. He cogido frío en la pista del helicóptero.


—¿Quieres tomar una copa? —me pregunta.


Parpadeo. ¿Después de lo que pasó ayer? ¿Está de broma o qué? Por un segundo pienso en pedirle un margarita, pero no me atrevo.


—Yo tomaré una copa de vino blanco. ¿Quieres tú otra?


—Sí, gracias —murmuro.


Me siento incómoda en este enorme salón. Me acerco a la pared de cristal y me doy cuenta de que la parte inferior del panel se abre al balcón en forma de acordeón. Abajo se ve Seattle, iluminada y animada. Retrocedo hacia la zona de la cocina —tardo unos segundos, porque está muy lejos de la pared de cristal—, donde Pedro está abriendo una botella de vino. Se ha quitado la chaqueta.


—¿Te parece bien un Pouilly Fumé?


—No tengo ni idea de vinos, Pedro. Estoy segura de que será perfecto.


Hablo en voz baja y entrecortada. El corazón me late muy deprisa. Quiero salir corriendo. Esto es lujo de verdad, de una riqueza exagerada, tipo Bill Gates. ¿Qué estoy haciendo aquí? Sabes muy bien lo que estás haciendo aquí, se burla mi subconsciente. Sí, quiero irme a la cama con
Pedro Alfonso.


—Toma —me dice tendiéndome una copa de vino.


Hasta las copas son lujosas, de cristal grueso y muy modernas. Doy un sorbo. El vino es ligero,fresco y delicioso.


—Estás muy callada y ni siquiera te has puesto roja. La verdad es que creo que nunca te había visto tan pálida, Paula —murmura—. ¿Tienes hambre?


Niego con la cabeza. No de comida.


—Qué casa tan grande.


—¿Grande?


—Grande.


—Es grande —admite con una mirada divertida.


Doy otro sorbo de vino.


—¿Sabes tocar? —le pregunto señalando el piano.


—Sí.


—¿Bien?


—Sí.


—Claro, cómo no. ¿Hay algo que no hagas bien?


—Sí… un par o tres de cosas.


Da un sorbo de vino sin quitarme los ojos de encima. Siento que su mirada me sigue cuando me giro y observo el inmenso salón. Pero no debería llamarlo «sala». No es un salón, sino una declaración de principios.


—¿Quieres sentarte?


Asiento con la cabeza. Me coge de la mano y me lleva al gran sofá de color crema. Mientras me siento, me asalta la idea de que parezco Tess Durbeyfield observando la nueva casa del notario Alec d’Urberville. La idea me hace sonreír.


—¿Qué te parece tan divertido?


Está sentado a mi lado, mirándome. Ha apoyado el codo derecho en el respaldo del sofá, con la mano bajo la barbilla.


—¿Por qué me regalaste precisamente Tess, la de los d’Urberville? —le pregunto. Pedro me mira fijamente un momento. Creo que le ha sorprendido mi pregunta.


—Bueno, me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.


—¿Solo por eso?


Hasta yo soy consciente de que mi voz suena decepcionada. Aprieta los labios.


—Me pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel Clare, o corromperte del todo, como Alec d’Urberville —murmura.


Sus ojos brillan, impenetrables y peligrosos.


—Si solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción —susurro mirándole.


Mi subconsciente me observa asombrada. Pedro se queda boquiabierto.


—Paula, deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.


—Por eso estoy aquí.


Frunce el ceño.


—Sí. ¿Me disculpas un momento?


Desaparece por una gran puerta al otro extremo del salón. A los dos minutos vuelve con unos papeles en las manos.


—Esto es un acuerdo de confidencialidad. —Se encoge de hombros y parece ligeramente incómodo—. Mi abogado ha insistido.


Me lo tiende. Estoy totalmente perpleja.


—Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.


—¿Y si no quiero firmar nada?


—Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro.


—¿Qué implica este acuerdo?


—Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.


Lo observo sin dar crédito. Mierda. Tiene que ser malo, malo de verdad, y ahora tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata.


—De acuerdo, lo firmaré.


Me tiende un bolígrafo.


—¿Ni siquiera vas a leerlo?


—No.


Frunce el ceño.


—Paula, siempre deberías leer todo lo que firmas —me riñe.


Pedro, lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni siquiera con Lourdes. Así que lo mismo da si firmo un acuerdo o no. Si es tan importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí, de acuerdo. Lo firmaré.


Me observa fijamente y asiente muy serio.


—Buena puntualización, señorita Chaves.


Firmo con gesto grandilocuente las dos copias y le devuelvo una. Doblo la otra, me la meto en el bolso y doy un largo sorbo de vino. Parezco mucho más valiente de lo que en realidad me siento.


—¿Quiere decir eso que vas a hacerme el amor esta noche, Pedro?


¡Maldita sea! ¿Acabo de decir eso? Abre ligeramente la boca, pero enseguida se recompone.


—No, Paula, no quiere decir eso. En primer lugar, yo no hago el amor. Yo follo… duro. En segundo lugar, tenemos mucho más papeleo que arreglar. Y en tercer lugar, todavía no sabes de lo que se trata. Todavía podrías salir corriendo. Ven, quiero mostrarte mi cuarto de juegos.


Me quedo boquiabierta. ¡Follo duro! Madre mía. Suena de lo más excitante. Pero ¿por qué vamos a ver un cuarto de juegos? Estoy perpleja.


—¿Quieres jugar con la Xbox? —le pregunto.


Se ríe a carcajadas.


—No, Paula, ni a la Xbox ni a la PlayStation. Ven.


Se levanta y me tiende la mano. Dejo que me lleve de nuevo al pasillo. A la derecha de la puerta doble por la que entramos hay otra puerta que da a una escalera. Subimos al piso de arriba y giramos a la derecha. Se saca una llave del bolsillo, la gira en la cerradura de otra puerta y respira hondo.


—Puedes marcharte en cualquier momento. El helicóptero está listo para llevarte a donde quieras. Puedes pasar la noche aquí y marcharte mañana por la mañana. Lo que decidas me parecerá bien.


—Abre la maldita puerta de una vez, Pedro.


Abre la puerta y se aparta a un lado para que entre yo primero. Vuelvo a mirarlo. Quiero saber lo que hay ahí dentro. Respiro hondo y entro.


Y siento como si me hubiera transportado al siglo XVI, a la época de la Inquisición española.