miércoles, 11 de febrero de 2015
CAPITULO 125
—¿Tienes algo en mente? —murmura Pedro, sujetándome con su audaz mirada. Me encojo de hombros, de repente sin aliento y agitada. No sé si se trata de la persecución, la adrenalina, mi estado de mal humor anterior… no lo entiendo, pero quiero esto, y lo quiero mucho. Una expresión de desconcierto revolotea en el rostro de Pedro.
—¿Sexo pervertido? —pregunta, sus palabras son una suave caricia.
Asiento con la cabeza, sintiendo llamear mi cara. ¿Por qué estoy avergonzado por esto? He hecho todo tipo de sexo pervertido con este hombre. ¡Él es mi marido, maldita sea! ¿Estoy avergonzada porque quiero esto y me da vergüenza admitirlo? Mi subconsciente, mira hacia mí. Deja de pensar demasiado.
—¿Carta blanca? —susurra la pregunta, mirándome especulativamente como si estuviera tratando de leer mi mente.
¿Carta blanca? Santa mierda, ¿qué implica eso?
—Sí —murmuro con nerviosismo, mientras florece muy dentro de mí la emoción.
Sonríe, una sonrisa lenta y sexy.
—Ven —dice, y tira de mí hacia las escaleras. Su intención es clara. ¡La sala de juegos! Mi diosa interior se despierta de su sueño post sexo R8, con los ojos muy abiertos y muchas ganas de ir.
En la parte superior de las escaleras, libera mi mano y abre la puerta de sala de juegos. La llave está en el llavero de Seattle que le di no hace mucho tiempo.
—Después de ti, Sra. Alfonso —dice y hace girar la puerta abierta.
La sala de juegos huele tranquilizadoramente familiar, a cuero, madera y esmalte fresco. Me sonrojo a sabiendas de que la Sra. Jones tiene que haber estado aquí limpiando mientras estábamos fuera en nuestra luna de miel. Al entrar, Pedro enciende los interruptores de las luces y las paredes de color rojo oscuro se iluminan con una suave y difusa luz. Me quedo mirándolo, con la anticipación corriendo gruesa y pesada a través de mis venas. ¿Qué va a hacerme? Él cierra la puerta y se gira. Inclinando su cabeza hacia un lado, me estudia, pensativo, y luego sacude la cabeza,divertido.
—¿Qué quieres, Paula? —pregunta con cuidado.
—A ti —mi respuesta es entrecortada.
Él sonríe.
—Me tienes. Me has tenido desde que caíste en mi oficina.
—Entonces sorpréndame, Sr. Alfonso.
Su boca se tuerce con humor y una reprimida promesa carnal.
—Como usted quiera, Sra. Alfonso. —Él se cruza de brazos y lleva su largo dedo índice hasta sus labios mientras me evalúa—. Creo que vamos a empezar por deshacernos de la ropa.
Da un paso adelante. Agarrar la parte delantera de mi chaqueta de mezclilla corta, la abre y empuja por encima de mis hombros, haciéndola caer al suelo. Toma del bórde mi camiseta negra.
—Levanta los brazos.
Yo obedezco y él la saca por encima de mi cabeza.
Inclinándose, planta un suave beso en mis labios, sus ojos brillan con una mezcla de fascinada lujuria y amor. La camiseta se une a mi chaqueta en el suelo.
—Toma —le susurro mirándolo nerviosamente mientras me quito la goma del pelo de mi muñeca y se la ofrezco. Se paraliza, y sus ojos se abren por un momento, pero no se aleja. Finalmente, agarra la pequeña goma.
—Date la vuelta —ordena.
Aliviada, me sonrío a mí misma y obedezco inmediatamente.
Parece que hemos superado ese pequeño obstáculo. Él recoge mi pelo y lo trenza de manera rápida y eficiente antes de atarlo con la goma. Tira de la trenza, llevando mi cabeza hacia atrás.
—Bien pensado, Sra. Alfonso —susurra en mi oído, para luego pellizcar el lóbulo de mi oreja—. Ahora, date la vuelta y quítate la falda. Déjala caerla al suelo.
Me suelta, y da unos pasos atrás mientras me giro para enfrentarlo. Sin quitar mis ojos de él, desabrocho el cinturón de mi falda y bajo con facilidad la cremallera. La falda se abre como un abanico y cae al suelo, amontonándose a mis pies.
—Sal de tu falda —ordena. A medida que doy un paso hacia él, se arrodilla con rapidez delante de mí y agarra mi tobillo derecho. Hábilmente, desabrocha mis sandalias poco a poco, mientras me inclino hacia delante y me estabilizo con una mano en la pared, bajo las clavijas que se utilizaban para poner todos sus látigos, fustas y paletas.
Los flogger y fustas es lo único que aún se mantiene. Miro con curiosidad. ¿Va a utilizar esos?
Después de haberme quitado los zapatos, quedando sólo en sujetador y bragas de encaje, Pedro se sienta sobre sus talones, mirándome.
—Eres un hermoso espectáculo, Sra. Alfonso. —De pronto se eleva sobre sus rodillas, agarra mis caderas y tira de mí hacia adelante, enterrando su nariz en el vértice de mis muslos—. Y hueles a ti, a mí y a sexo —dice inhalando de forma pronunciada—. Es embriagador.
Me besa a través de mi ropa interior de encaje, mientras ahogo un grito de asombro por sus palabras… diluyendo mis entrañas. Es simplemente así… travieso. Recogiendo mis ropas y mis sandalias, se levanta en un movimiento rápido y elegante, como un atleta.
—Ve, y ponte junto a la mesa —dice con calma, señalando con la barbilla.
¿Qué va a hacerme?
Mira hacia atrás y sonríe. Girando, se dirige al antiguo cofre de las maravillas.
—De cara a la pared —me ordena—. De esa manera no sabrás lo que estoy planeando. Nuestro objetivo es satisfacerla Sra. Alfonso, y quiere ser sorprendida.
Me aparto de él escuchando agudamente, mis oídos de repente se vuelven sensibles al menor sonido. Él es bueno en esto: construyendo mis expectativas, alimentando mi deseo… haciéndome esperar. Le oigo poner mis zapatos en el suelo y mi ropa, creo, que en el arcón, seguido por el revelador sonido de sus zapatos cayendo al suelo, uno a uno. Hmm... Amo los pies descalzos de Pedro. Un momento después, le oigo abrir un cajón.
¡Juguetes! ¿Qué diablos va a hacer? Oh, me encanta, me encanta, me encanta esta anticipación. Se cierran los cajones y mi respiración salta.
¿Cómo puede el sonido de un cajón convertirme en un lío tembloroso? No tiene ningún sentido. El silbido sutil del sistema de sonido encendiéndose me dice que va a ser un interludio musical. Un piano solitario comienza a sonar y acordes suaves y tristes llenan la habitación. No es una canción que conozca. El piano es acompañado por una guitarra eléctrica. ¿Qué es esto? Una voz de hombre habla y sólo puedo entender algunas palabras, algo acerca de no tener miedo a morir.
Pedro camina tranquilamente hacia mí, haciendo sonar sus pies descalzos en el suelo de madera. Siento cómo él se detiene detrás de mí mientras una mujer comienza a cantar... gemir... ¿cantar?
—¿Rudo, Sra. Alfonso? —respira en mi oreja izquierda.
—Hmm.
—Tienes que decirme que pare de si es demasiado. Si dices “para”, me detendré inmediatamente. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Necesito tu promesa.
Inhalo con fuerza. Mierda, ¿qué va a hacer?
—Lo prometo —murmuro sin aliento, recordando sus palabras anteriores: no quiero hacerte daño, pero estoy más que feliz de jugar.
—Buena chica.
Inclinándose, planta un beso en mi hombro desnudo, a continuación, lleva sus dedos debajo de mi sujetador y traza una línea a través de mi espalda por debajo de la correa. Quiero gemir. ¿Cómo hace el más mínimo toque tan erótico?
—Quítatelo —susurra en mi oído y obedezco a toda prisa y dejando caer mi sostén al suelo.
Sus manos hacen cosquillas por mi espalda. Engancha sus dos pulgares en las bragas y las desliza hacia abajo por mis piernas.
—Paso —ordena. Una vez más, hago lo que me dice y salgo de mi ropa interior. Él planta un beso en mi parte trasera y se levanta—. Voy a vendarte los ojos para que todo sea más intenso. —Desliza una máscara de las aerolíneas sobre los ojos, y mi mundo se hunde en la oscuridad. La mujer cantando gime incoherencias… una melodía evocadora y sincera—. Inclínate y acuéstate sobre la mesa. —Sus palabras son suavemente susurradas—. Ahora.
Sin dudarlo, me inclino sobre un lado de la mesa y descanso mi pecho sobre en la madera pulida, con la cara pegada a la dura superficie. Está fresca contra mi piel y huele vagamente a cera de abeja con un sabor cítrico.
—Estira los brazos hacia arriba y mantente en el borde.
Muy bien… Al llegar al extremo, me aferro al borde de la mesa. Es bastante amplio, por lo que mi brazos están completamente extendidos.
—Si te sueltas, te voy a azotar. ¿Entendido?
—Sí.
—¿Quieres que te azote, Paula?
Todo al sur de mi cintura se aprieta deliciosamente. Me doy cuenta de que lo he querido desde que me amenazó durante el almuerzo, y ni la persecución ni nuestro posterior íntimo encuentro ha saciado esa necesidad.
—Sí. —Mi voz es un susurro ronco.
—¿Por qué?
Oh…¿Tengo que tener una razón? Por Dios. Me encojo de hombros.
—Dímelo —gruñe.
—Um…
Y de la nada, me golpea duro.
—¡Ah! —grito.
—Silencio.
Frota suavemente la nalga en la que me ha pegado.
Entonces se inclina sobre mí, con su cadera clavándose en mi espalda, planta un beso entre mis omóplatos y deja un sendero de besos a través de mi espalda. Se ha quitado la camisa, por lo que el pelo de su pecho me hace cosquillas, y su erección presionando a través de la tela rugosa de sus vaqueros.
—Abre tus piernas —ordena.
Muevo mis piernas separándolas.
—Más abiertas.
Gimo y abro más mis piernas.
—Buena chica —respira. Traza con el dedo mi espalda, a lo largo de la grieta entre mis nalgas, y por encima de mi ano, que se contrae a su toque—. Vamos a tener un poco de diversión con esto —susurra.
¡Mierda!
Su dedo índice continúa por encima de mi perineo y lentamente se desliza dentro de mí.
—Veo que estás muy mojada, Paula. ¿Es de antes o de ahora?
Gimo y mete el dedo dentro y fuera de mí, una y otra vez.
Empujo hacia atrás hacia su mano, disfrutando de la intrusión.
—Oh, Paula, creo que es de las dos. Creo que te encanta estar aquí, de esta manera. Mía.
Lo hago, ¡oh, sí! Retira el dedo y me golpea duro una vez más.
—Contéstame —susurra con voz ronca y urgente.
—Sí, lo hago —gimo.
Él me golpea duro una vez más, así que grito y, a continuación, mete dos dedos dentro de mí. Él se retira de inmediato, esparciendo la humedad a lo largo y alrededor de mi ano.
—¿Qué vas a hacer? —pregunto, sin aliento. Oh, Dios... ¿va a joder mi culo?
—No es lo que estás pensando —murmura para tranquilizarme—. Te lo dije, poco a poco con esto, nena.
Escucho un chorro silencioso de algún líquido, presumiblemente de un tubo, entonces sus dedos me masajean allí de nuevo. Está lubricándome… ¡allí! Me retuerzo cuando mi miedo choca con una emoción desconocida. Él me golpea una vez más, abajo, por lo que llega a mi sexo. Gimo. Se siente…tan bueno.
—No te muevas —dice—. Y no te sueltes.
—Ah.
—Se trata de lubricante. —Él extiende un poco más en mí. Trato de no retorcerme debajo de él, pero mi corazón late con fuerza, impulsándome locamente, mientras el deseo y la ansiedad bombean a través de mí—. He querido hacerte esto desde hace algún tiempo, Paula.
Gimo. Y siento algo frío y metálico correr por mi columna vertebral.
—Tengo un pequeño regalo para ti —susurra Pedro.
Una imagen de nuestro “mostrar y compartir” florece en mi mente. ¡Vaca sagrada! Un consolador anal.Pedro lo desliza por la separación entre mis nalgas.
Oh.
—Voy a empujar esto dentro de ti, muy lentamente.
Yo grito, la anticipación y la ansiedad cargan a través de mí.
—¿Me dolerá?
—No, nena. Es pequeño. Una vez que esté dentro de ti, voy a follarte muy duro.
Yo prácticamente convulsiono.
Inclinado sobre mí, me besa una vez más, entre mis omóplatos.
—¿Lista? —susurra él.
¿Lista? ¿Estoy lista para esto?
—Sí —murmuro en voz baja, con la boca seca.
Mete otro dedo en mi culo y, pasando perineo, se desliza dentro de mí.
Joder, es su pulgar. Él llena mi sexo y sus dedos acarician suavemente mi clítoris. Gimo… se siente... bien. Y con suavidad, mientras sus dedos y su pulgar hacen su magia, empuja un tapón frío, poco a poco, dentro de mí.
—¡Ah! —gruño en voz alta ante la sensación desconocida, mis músculos protestan ante la intrusión. Traza círculos con su pulgar mientras empuja el tapón más duro, deslizándose fácilmente. No sé si es porque estoy muy excitada o porque me ha distraído con sus expertos dedos, pero mi cuerpo parece aceptarlo. Es pesado… y extraño… ¡allí!
—Oh, nena.
Y puedo sentirlo… cuando el pulgar gira… y presiona tapón contra mi… oh, ah… Poco a poco retuerce el tapón, provocándome un prolongado gemido.
—Pedro —murmuro, su nombre como un mantra confuso, mientras me ajusto a la sensación.
—Buena chica —murmura. Dirige su mano libre por mi costado hasta que llega a mi cadera. Poco a poco retira el dedo pulgar y oigo el sonido delator cuando abre su bragueta.
Agarrando el otro lado de mi cadera, tira de mi hacia atrás y separa mis piernas aún más, empujando sus pies contra ellas.
—No sueltes la mesa, Paula —advierte.
—No —jadeo.
—¿Algo rudo? Dime si soy demasiado rudo. ¿Entiendes?
—Sí —digo en voz baja, y él se estrella contra mí, tirando de mí hacia él, al mismo tiempo que empuja el tapón hacia delante, más profundo…
—¡Mierda! —grito.
Él no contesta, su respiración es más dura y mis jadeos lo acompañan.
Trato de asimilar todas las sensaciones: la plenitud, la sensación deliciosamente seductora de estar haciendo algo prohibido, el placer erótico brotando hacia afuera desde muy dentro de mí. Él tira suavemente del tampón.
Oh, por Dios... gimo y oigo su aguda respiración, un jadeo de placer puro, sin adulterar. Mi sangre se calienta ¿Alguna vez he sentido tan desenfrenada… tan…
—¿Otra vez? —susurra.
—Sí.
—Quédate quieta —ordena, saliendo fácilmente de mi y golpeando dentro de mí otra vez.
Oh, yo quería esto. —Sí —siseo.
Y coge ritmo. Su respiración es más dificultosa, junto con la mía, mientras se clava dentro de mí.
—¡Oh, Paula! —jadea. Mueve una de sus manos de mi cadera y gira el tampón de nuevo, tirando poco a poco, tirando de él y empujándolo de nuevo dentro.
La sensación es indescriptible, y creo que me voy a desmayar sobre la mesa. Él nunca pierde el ritmo cuando me lleva una y otra vez, moviéndose fuerte y duro dentro de mi.
Mi interior se aprieta y tiembla
—Oh mierda —gruño. Esto me va a destrozar.
—Sí, cariño —susurra.
—Por favor —le suplico y yo no sé que… para, no para, girar el tapón de nuevo. Mis entrañas se aprietan alrededor de él y del tapón.
—Está bien —respira. Me golpea duro en mi nalga derecha, y me corro una y otra vez, cayendo y cayendo, dando vueltas, vueltas y más vueltas palpitantes, y entonces Pedro tira suavemente del tapón.
—¡Mierda! —grito y Pedro agarra mis caderas y culmina en voz alta, todavía sosteniéndome.
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