lunes, 23 de febrero de 2015
CAPITULO 165
La UCI en el sexto piso es austera, estéril, una sala funcional con voces susurradas y maquinas emitiendo pitidos. Cuatro pacientes son hospedados en su propia habitación separadas con alta tecnología. Reinaldo está en el otro extremo.
Papi.
Luce tan pequeño en su enorme cama, rodeado por toda esta tecnología.
Es impresionante. Mi padre nunca ha sido tan disminuido.
Hay un tubo en su boca, y varias líneas pasan por gotas a una aguja en cada brazo.
Una pequeña pinza está atada a su dedo. Me pregunto vagamente para qué será eso. Su pierna esta encima de las sabanas, recubierta por una escarola azul.
Un monitor muestras su ritmo cardiaco: bip, bip, bip. Esta latiendo más fuerte y estable. Esto lo sé. Me muevo lentamente hacia él. Su pecho está cubierto por un inmaculado vendaje grande que desaparece debajo de la delgada sabana que protege su modestia.
Papi.
Me doy cuenta que el tubo tirando en la esquina derecha de su boca lleva a un ventilador. Su sonido se mezcla con el bip, bip, bip, del monitor de su corazón en un ritmo de percusión. Inhalando, exhalando, inhalando, exhalando, inhalando, exhalando a tiempo con el bip. Hay cuatro líneas en la pantalla del monitor del corazón, cada una moviéndose constantemente, demostrando claramente que Reinaldo aun está con nosotros.
Oh, papi.
A pesar de que su boca se ve distorsionada por el tubo de ventilación, se ve tranquilo, acostado ahí durmiendo.
Una pequeña y joven enfermera se encuentra a un lado, comprobando sus monitores.
—¿Puedo tocarlo? —pregunto, tentativamente alcanzando su mano.
—Sí. —Ella sonríe amablemente. Su insignia, dice: KELLIE RN, y debe estar en sus veinte años. Ella es rubia con ojos oscuros, oscuros.
Pedro se encuentra en el extremo de la cama, mirándome con cuidado mientras sujeto la mano derecha de Reinaldo.
Es sorprendentemente cálida, y eso es mi perdición. Me hundo en la silla junto a la cama, colocando la cabeza suavemente contra el brazo de Reinaldo, y empiezo a sollozar.
—Oh, papá. Por favor, mejórate —susurro—. Por favor.
Pedro pone su mano sobre mi hombro y me da un apretón tranquilizador.
—Todos los signos vitales del señor Chaves son buenos —dice la enfermera Kellie dice en voz baja.
—Gracias —murmura Pedro. Echo un vistazo a tiempo para ver su boca abierta. Ella ha conseguido por fin un buen vistazo de mi esposo. No me importa. Ella puede quedarse boquiabierta por Pedro todo lo que quiera mientras haga que mi padre mejore.
—¿Puede escucharme? —pregunto.
—Está en un profundo sueño. Pero, ¿quién sabe?
—¿Puedo sentarme por un rato?
—Por supuesto. —Ella me sonríe, sus mejillas rosadas de un rubor revelador. Incongruentemente, me encuentro pensando que el rubio no es su verdadero color.
Pedro me mira, ignorándola. —Tengo que hacer una llamada. Voy a estar fuera. Te daré un tiempo a solas con tu padre. —Asiento con la cabeza. Besa mi cabello y sale de la habitación. Sostengo la mano de Reinaldo, maravillada por la ironía de que es sólo ahora cuando está inconsciente y no me oye realmente quiero decirle cuánto lo amo. Este hombre ha sido mi constante. Mi roca. Y nunca he pensado en ello hasta ahora. No soy carne de su carne, pero él es mi papá, y lo quiero mucho. Mis lágrimas se arrastran por mis mejillas. Por favor, por favor mejórate.
Muy discretamente, para no molestar a nadie, le digo sobre nuestro fin de semana en Aspen y del fin de semana pasado, cuando volamos y navegamos a bordo de El Gabriela. Le hablo de nuestra nueva casa, nuestros planes, de cómo esperamos que sea ecológicamente sustentable.
Le prometo llevarlo con nosotros a Aspen para que pueda ir a pescar con Pedro y le aseguro que el Sr. Rodríguez y José serán bienvenidos, también. Por favor, tienes que estar aquí para hacer eso, papá. Por favor.
Reinaldo permanece inmóvil, el ventilador inhalando y exhalando y el sonido monótono pero tranquilizador, bip, bip de su monitor del corazón su única respuesta.
Cuando miro hacia arriba, Pedro está sentado tranquilamente en el extremo de la cama. No sé cuánto tiempo ha estado allí.
—Hola —dice, sus ojos brillando con compasión y preocupación.
—Hola.
—¿Así que voy a pescar con tu padre, el Sr. Rodríguez, y José? —pregunta.
Asiento con la cabeza.
—Está bien. Vamos a comer. Vamos a dormir.
Frunzo el ceño. No quiero dejarlo.
—Paula, está en coma. Les he dado nuestros números de móvil a las enfermeras de aquí. Si hay algún cambio, nos van a llamar. Vamos a comer, ir a un hotel, descansar, y luego volver esta noche.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario