Abro mis ojos. Algo va mal.Pedro no está en la cama, aunque aún está oscuro. Mirando la alarma de la radio, veo que son las tres y veinte de la madrugada. ¿Dónde está Pedro? Luego oigo el piano.
Saltando rápidamente de la cama, tomo mi bata y corro por el pasillo al gran salón. La melodía que toca es tan triste, un lamento agonizante que le oí tocando antes. Me detengo en el umbral para verlo en un charco de luz mientras la música invade el cuarto. Cuando termina vuelve a comenzar la misma pieza. ¿Por qué una canción tan lastimera? Me abrazo a mí misma y escucho hechizada cómo toca. Pero mi corazón duele. ¿Por qué tan triste Pedro? ¿Es por mí? ¿Acaso yo hice esto? Cuando termina, para comenzarla por tercera vez consecutiva, ya no lo puedo soportar. No me mira cuando me acerco al piano, pero se mueve para que me siente a su lado. Sigue tocando, y yo apoyo mi cabeza en su hombro. Besa mi cabello pero no deja de tocar hasta que termina la pieza. Levanto la vista y me está mirando cautelosamente.
—¿Te desperté? —pregunta.
—Sólo porque no estabas. ¿Cómo se llama esa pieza?
—Es de Chopin. Es uno de sus preludios en Mi menor. —Hace una pausa—. Se llama Sofocación…
Tomo su mano. —¿Todo esto realmente te afectó, eh?
Bufa. —Un imbécil trastornado se mete en mi departamento para secuestrar a mi mujer. Ella no hace lo que se le dice. Ella me vuelve loco. Usa las palabras de seguridad en mí. —Cierra los ojos y cuando los vuelve a abrir, se ven duros—. Sí, estoy bastante afectado.
Aprieto su mano. —Lo lamento.
Presiona su frente contra la mía. —Soñé que estabas muerta —susurra.
¿Qué?
—Yacías en el suelo... tan fría… y no te levantabas.
Oh, Cincuenta.
—Ey, sólo fue un mal sueño. —Estirándome, tomo su cara entre mis manos. Sus ojos queman los míos y la agonía que veo es sofocante—. Estoy aquí y estoy fría sin ti en la cama. Vuelve a la cama, por favor. — Tomo su mano y me pongo de pie, esperando a ver si realmente me seguirá. Finalmente él también se pone de pie. Está usando el pantalón de su pijama, y cae de esa forma que le queda tan bien, y quiero pasar mis dedos por el elástico de la cintura, pero me resisto y lo llevo al cuarto.
*****
pacíficamente. Me relajo y disfruto su calor que me envuelve, su piel en la mía. Me quedo muy quieta, sin querer molestarlo.
Hombre, qué tarde. Siento como si me hubiera arrollado un tren, el tren de alta velocidad que es mi marido. Cuesta creer que el hombre que yace a mi lado, con una mirada tan serena y joven en su sueño, se sentía tan torturado anoche… y me torturó tanto a mí. Miro el techo, y se me ocurre que siempre pienso en Pedro como alguien dominante y fuerte, pero la verdad es que es tan frágil, mi chico perdido. Y la ironía es que me ve como alguien frágil, y no creo que lo sea. Comparada con él, yo soy fuerte.
¿Pero soy lo suficientemente fuerte para ambos? ¿Lo suficientemente para hacer lo que se me dice y darle algo de paz mental? Suspiro. No me pide mucho. Recuerdo nuestra charla de anoche. ¿Decidimos algo más que intentarlo con más fuerza ambos? La línea final es que amo a este hombre, y necesito invocar un acuerdo para ambos.
Uno que me permita mantener mi integridad e independencia pero que me deje ser más para él. Yo soy su más, y él es el mío. Resuelvo hacer un esfuerzo especial este fin de semana de no hacerlo preocupar por nada.
Pedro se estira y levanta su cabeza de mi pecho, mirándome adormecido.
—Buenos días Sr. Alfonso —Sonrío.
—Buenos días Sra. Alfonso. ¿Dormiste bien? —Se recuesta a mi lado.
—Cuando mi marido dejó de hacer ese terrible ruido en el piano, sí, lo hice.
Sonríe con su sonrisa tímida, y me derrito. —¿Terrible ruido? Me aseguraré de enviarle un correo a la señorita Kathie para hacerle saber.
—¿Señorita Kathie?
—Mi maestra de piano.
Río.
—Ese es un sonido encantador —dice—. ¿Acaso hoy será un mejor día?
—Claro —concuerdo—. ¿Qué quieres hacer?
—Después de hacerle el amor a mi esposa, y que ella me haga el desayuno, me gustaría llevarla a Aspen.
Lo miro. —¿Aspen?
—Sí.
—¿Aspen, Colorado?
—El mismo. A no ser que lo hayan mudado. Después de todo, pagaste veinticuatro mil dólares por esa experiencia.
Le sonrío. –—Ese era tu dinero.
—Nuestro dinero.
—Era tuyo cuando lo gasté. —Pongo los ojos en blanco.
—Oh, Sra. Alfonso, tú y tus ojos en blanco —susurra mientras pasa su mano por mi cadera.
—¿No tomará horas llegar a Colorado? —pregunto para distraerlo.
—No en jet —dice distraídamente mientras su mano llega a mi cintura.
Por supuesto, mi marido tiene un jet. ¿Cómo pude olvidarlo?
Su mano sigue recorriendo mi cuerpo, levantando mi camisón mientras avanza, y pronto me olvido de todo.
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