martes, 17 de febrero de 2015

CAPITULO 146





Pero me mira, implacable. Sólo va a continuar. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Puedo jugar este juego? No. No. No. No puedo hacer esto. Sé que no va a parar. Va a continuar para torturarme. Su mano viaja hacia abajo por mi cuerpo una vez más. No… y la presa explota, toda la aprehensión, la ansiedad, y el miedo del último par de días abrumándome otra vez mientras las lágrimas brotan de mis ojos. Le doy la espalda. Esto no es amor. Es venganza.


—Rojo —susurro—. Rojo. Rojo.


Las lágrimas fluyen por mi cara.


Se queda quieto.


—¡No! —jadea, asombrado—. Jesucristo, no.


Se mueve rápidamente, desenganchando mis manos, sujetándome por la cintura e inclinándose para desabrochar mis tobillos, mientras pongo mi cabeza en mis manos y lloro.


—No, no, no. Paula, por favor. No.


Levantándome, se mueve a la cama, sentándome y acunándome en su regazo mientras sollozo inconsolablemente. Estoy abrumada… mi cuerpo está tenso hasta el límite, mi mente en blanco, y mis emociones diseminadas por el viento. Él se estira detrás de mí, arranca la sábana de satén de la cama de cuatro postes y me cubre con ella. Las frías sábanas se sienten extrañas y no bienvenidas contra mi sensibilizada piel. Me envuelve con los brazos, abrazándome, meciéndome suavemente hacia
delante y atrás.


—Lo siento. Lo siento —murmura Pedro, su voz cruda. Besa mi cabello una y otra vez—. Paula, perdóname, por favor.


Girando mi cara hacia su cuello, continúo llorando, y es una liberación catártica. Ha pasado tanto en los últimos días, fuegos en salas de ordenadores, persecuciones de coches, carreras planeadas para mí, arquitectas cachondas, lunáticos armados en el apartamento, discusiones, su enfado, y Pedro ha estado fuera. Odio que Pedro se vaya… Uso la esquina de la sábana para sonarme la nariz y poco a poco me doy cuenta de que los tonos clínicos de Bach todavía están resonando alrededor de la sala.


—Por favor apaga la música. —Me sorbo la nariz.


—Claro, por supuesto. —Pedro cambia de postura, sin dejarme, y saca el mando de su bolsillo trasero. Presiona un botón y la música del piano cesa, para ser reemplazada por mis sacudidas respiraciones—. ¿Mejor? — pregunta.


Asiento, mis sollozos disminuyendo. Pedro seca mis lágrimas suavemente con su pulgar.


—¿No eres fanática de las Variaciones Goldberg de Bach? —pregunta.


—No de esa pieza.


Me mira, intentando y fracasando en esconder la vergüenza en sus ojos.


—Lo siento —dice otra vez.


—¿Por qué has hecho eso? —Mi voz es apenas audible mientras trato de procesar mis pensamientos y emociones confundidas.


Sacude la cabeza tristemente y cierra los ojos.


—Me perdí en el momento —dice poco convincentemente.


Le frunzo el ceño, y suspira.


—Paula, la negación del orgasmo es una herramienta estándar en… Tú nunca… —Para. Cambio de postura en su regazo, y se estremece.


Oh. Me sonrojo.


—Lo siento —murmuro.


Pone los ojos en blanco, entonces se echa hacia atrás de repente, llevándome con él, para que estemos los dos tumbados en la cama, yo en sus brazos. Mi sujetador es incómodo, y lo ajusto.


—¿Necesitas ayuda? —pregunta en voz baja.


Sacudo la cabeza. No quiero que toque mis pechos. Cambia de postura para mirarme desde arriba, y tentativamente levantando su mano, pasa los dedos suavemente por mi cara. Lágrimas en mis ojos otra vez. ¿Cómo puede ser tan cruel un minuto y tan sensible al siguiente?


—Por favor no llores —susurra.


Estoy aturdida y confundida por este hombre. Mi enfado me ha abandonado en mi hora de necesidad… Me siento entumecida. Quiero acurrucarme en una bola y abstraerme. 


Parpadeo, intentando contener las lágrimas mientras miro sus angustiados ojos. Tomo una respiración temblorosa, mis ojos no dejan los suyos. ¿Qué voy a hacer con este hombre controlador? ¿Aprender a ser controlada? No lo creo…


—¿Yo nunca qué? —pregunto.


—Haces lo que te dicen. Cambiaste de opinión; no me dijiste dónde estabas.Paula, estaba en Nueva York, impotente y lívido. Si hubiera estado en Seattle te habría traído a casa.


—¿Así que me estás castigando?


Él traga, después cierra los ojos. No tiene que responder, y sé que castigarme era su intención exacta.


—Tienes que parar de hacer esto —murmuro.


Su frente se arruga.


—Para empezar, sólo acabas sintiéndote más como una mierda.


Resopla.


—Eso es verdad —murmura—. No me gusta verte así.


—Y no me gusta sentirme así. En Fair Lady dijiste que no te habías casado con una sumisa.


—Lo sé. Lo sé. —Su voz es suave y cruda.


—Entonces para de tratarme como a una. Siento no haberte llamado. No seré tan egoísta otra vez. Sé que te preocupas por mí.


Me mira larga y fijamente, escrutándome de cerca, sus ojos sombríos y ansiosos.


—De acuerdo. Bien —dice al final. Se agacha, pero para antes de que sus labios toquen los míos, silenciosamente preguntando si puede. Levanto mi cara hacia la suya, y me besa delicadamente.


—Tus labios son siempre tan suaves cuando has estado llorando — murmura.


—Nunca prometí obedecerte, Pedro —susurro.


—Lo sé.


—Asúmelo, por favor. Por el bien de los dos. Yo intentaré y seré más considerada con tus… tendencias de control.


Parece perdido y vulnerable, completamente a la deriva.


—Lo intentaré —murmura, su voz quemando con sinceridad.


Suspiro, un largo y tembloroso suspiro.


—Por favor hazlo. Además, si hubiera estado aquí…


—Lo sé —dice y palidece. Tumbado de espaldas, pone su brazo libre sobre su cara. Me acurruco a su alrededor y pongo mi cabeza sobre su pecho.


Los dos yacemos en silencio durante unos pocos momentos. Su mano se mueve al final de mi trenza. Quita la goma, liberando mi cabello, y suavemente, rítmicamente lo peina con los dedos.


Esto es sobre lo que en realidad es, su miedo… su miedo irracional por mi seguridad. Una imagen de Jeronimo Hernandez desplomado en el suelo del apartamento con una Glock me viene a la mente… bueno, puede que no tan irracional, lo que me recuerda…


—¿A qué te referías antes, cuando dijiste “o”? —pregunto.


—¿O?


—Algo sobre Jeronimo.


Me mira.


—Tú no abandonas, ¿verdad?


Descanso mi barbilla en su esternón, disfrutando las tranquilizadoras caricias de sus dedos en mi cabello.


—¿Abandonar? Nunca. Dime. No me gusta que me mantengan en la oscuridad. Pareces tener alguna pretenciosa idea sobre que necesito protección. Ni siquiera sabes disparar, yo sí. ¿Crees que no puedo manejar lo que sea que no me cuentes, Pedro? He tenido a tu ex sumisa acosadora apuntándome con un arma, tu ex amante pedófila acosándome, y no me mires así —replico cuando me frunce el ceño—. Tu madre se siente de la misma manera sobre ella.


—¿Hablaste con mi madre sobre Eleonora? —La voz de Pedro se eleva unas octavas.


—Sí, Gabriela y yo hablamos sobre ella.


Se queda boquiabierto.


—Está muy disgustada sobre ello. Se culpa a sí misma.


—No puedo creer que hablaras con mi madre. ¡Mierda! —Se tumba y pone su brazo sobre su cara otra vez.


—No entré en nada específico.


—Debería esperar que no. Gabiela no necesita todos los detalles sangrientos.Cristo,Paula. ¿Mi padre también?


—¡No! —Sacudo mi cabeza vehementemente. No tengo ese tipo de relación con Manuel. Sus comentarios sobre el contrato prenupcial todavía pican—. De todos modos, estás intentando distraerme, otra vez. Jeronimo. ¿Qué pasa con él?


Pedro levanta su mano brevemente y me mira larga y fijamente, su expresión ilegible. Suspirando, pone su brazo de vuelta sobre su cara.


—Hernandez está implicado en el sabotaje de Charlie Tango. Los investigadores encontraron una huella parcial, sólo parcial, así que no pudieron encontrar ninguna coincidencia. Pero entonces reconociste a Hernandez en la sala de bandejas. Tiene condenas como un menor en Detroit, y las huellas coincidían con las suyas.


Mi mente da vueltas mientras trato de absorber esta información. ¿Jeronimo derribó a Charlie Tango? Pero Pedro estaba en racha.


—Esta mañana, han encontrado una caravana de camuflaje aquí. El conductor era Hernandez. Ayer, envió algo de mierda a ese chico nuevo que se ha mudado. El chico que conocimos en el ascensor.


—No recuerdo su nombre.


—Tampoco yo —dice Pedro—. Pero así es como conseguía Hernandez entrar en el edificio legítimamente. Estaba trabajando para la compañía de correos…


—¿Y? ¿Qué es tan importante sobre la caravana?


Pedro no dice nada.


Pedro, dímelo.


—Lo policías encontraron… cosas en la caravana. —Vuelve a parar y tensa su sujeción a mí alrededor.


—¿Qué cosas?


Está callado durante unos momentos, y abro mi boca para motivarle otra vez, pero habla.


—Un colchón, suficiente tranquilizante de caballo como para una docena de caballos, y una nota. —Su voz se ha suavizado a apenas un susurro mientras el horror y la repulsión emanan de él.


Santa Mierda.


—¿Una nota? —Mi voz refleja la suya.


—Dirigida a mí.


—¿Qué decía?


Pedro sacude la cabeza, indicando que no lo sabe o que no divulgará su contenido.


Oh.


—Hernandez vino aquí anoche con la intención de secuestrarte. —Pedro se congela, su rostro tirante con la tensión. Mientras dice esas palabras, recuerdo la cinta adhesiva, y un escalofrío me recorre, a pesar de que dentro de mí esto no es nuevo.


—Mierda —murmuro.


—Bastante —dice Pedro tenso.


Intento recordar a Jeronimo en la oficina. ¿Había estado siempre loco? ¿Cómo pensó que podría salirse con la suya en esto? 


Quiero decir, era bastante escalofriante, ¿pero así de trastornado?


—No entiendo por qué —murmuro—. No tiene sentido para mí.


—Lo sé. La policía está investigando más, y también Welch. Pero pensamos que Detroit es la conexión.


—¿Detroit? —lo miro fijamente, confundida.


—Sí. Hay algo allí.


—Todavía no lo entiendo.


Pedro levanta su cara y me mira fijamente, su expresión ilegible.


—Paula, nací en Detroit.





No hay comentarios:

Publicar un comentario