martes, 6 de enero de 2015

CAPITULO 9




José sigue merodeando junto a la puerta del bar, mirándonos. Me lamento y apoyo la cabeza en las manos. Debe de ser el peor momento de mi vida. La cabeza sigue dándome vueltas mientras intento recordar un momento peor, y solo se me ocurre el del rechazo de Pedro, pero este es cincuenta veces más humillante. Me arriesgo a lanzarle una rápida mirada. Me observa fijamente con semblante sereno, inexpresivo. Me giro y miro a José, que también parece bastante avergonzado e intimidado por Alfonso, como yo. Lo fulmino con la mirada. Se me ocurren unas cuantas palabras para calificar a mi supuesto amigo, pero no puedo decirlas delante del empresario Pedro Alfonso. Paula, ¿a quién pretendes engañar? Acaba de verte vomitando en el suelo y en la flora local. Tu conducta poco refinada ha sido más que evidente.


—Bueno… Nos vemos dentro —masculla José.


Pero no le hacemos caso, así que vuelve a entrar en el bar. 


Estoy sola con Alfonso. Mierda, mierda.


¿Qué puedo decirle? Puedo disculparme por haberlo llamado.


—Lo siento —susurro mirando fijamente el pañuelo, que no dejo de retorcer entre los dedos.


Qué suave es.


—¿Qué sientes, Paula?


Maldita sea, quiere su recompensa.


—Sobre todo haberte llamado. Estar mareada. Uf, la lista es interminable —murmuro sintiendo que me pongo roja.


Por favor, por favor, que me muera ahora mismo.


—A todos nos ha pasado alguna vez, quizá no de manera tan dramática como a ti —me contesta secamente—. Es cuestión de saber cuáles son tus límites, Paula. Bueno, a mí me gusta traspasar los límites, pero la verdad es que esto es demasiado. ¿Sueles comportarte así?


Me zumba la cabeza por el exceso de alcohol y el enfado. 


¿Qué narices le importa? No lo he invitado a venir. Parece un hombre maduro riñéndome como si fuera una cría descarriada. A una parte de mí le apetece decirle que si quiero emborracharme cada noche es cosa mía y que a él no le importa, pero no tengo valor. No ahora, cuando acabo de vomitar delante de él. ¿Por qué sigue aquí?


—No —le digo arrepentida—. Nunca me había emborrachado, y ahora mismo no me apetece nada que se repita.


De verdad que no entiendo por qué está aquí. Empiezo a marearme. Se da cuenta, me agarra antes de que me caiga, me levanta y me apoya contra su pecho, como si fuera una niña.


—Vamos, te llevaré a casa —murmura.


—Tengo que decírselo a Lourdes.


Vuelvo a estar en sus brazos.


—Puede decírselo mi hermano.


—¿Qué?


—Mi hermano Gustavo está hablando con la señorita Kavanagh.


—¿Cómo?


No lo entiendo.


—Estaba conmigo cuando me has llamado.


—¿En Seattle? —le pregunto confundida.


—No. Estoy en el Heathman.


¿Todavía? ¿Por qué?


—¿Cómo me has encontrado?


—He rastreado la localización de tu móvil, Paula.


Claro. ¿Cómo es posible? ¿Es legal? Acosador, me susurra mi subconsciente entre la nube de tequila que sigue flotándome en el cerebro, pero por alguna razón, porque es él, no me importa.


—¿Has traído chaqueta o bolso?


—Sí, las dos cosas. Pedro, por favor, tengo que decírselo a Lourdes. Se preocupará.


Aprieta los labios y suspira ruidosamente.


—Si no hay más remedio…


Me suelta, me coge de la mano y se dirige hacia el bar. Me siento débil, todavía borracha, incómoda, agotada, avergonzada y, por extraño que parezca, encantada de la vida. Me lleva de la mano. Es un confuso abanico de emociones. Necesitaré al menos una semana para procesarlas.


En el bar hay mucho ruido, está lleno de gente y ha empezado a sonar la música, así que la pista de baile está llena.Lourdes no está en nuestra mesa, y José ha desaparecido. Levi, que está solo, parece perdido y desamparado.


—¿Dónde está Lourdes? —grito a Levi.


La cabeza empieza a martillearme al ritmo del potente bajo de la música.


—Bailando —me contesta Levi.


Me doy cuenta de que está enfadado y de que mira a Pedro con recelo. Busco mi chaqueta negra y me cuelgo el pequeño bolso cruzado, que me queda a la altura de la cadera. Estoy lista para marcharme en cuanto haya hablado con Lourdes.


Toco el brazo de Pedro, me inclino hacia él y le grito al oído que Lourdes está en la pista. Le rozo el pelo con la nariz y respiro su aroma limpio y fresco. Todas las sensaciones prohibidas y desconocidas que he intentado negarme salen a la superficie y recorren mi cuerpo agotado. Me ruborizo, y en lo más profundo de mi cuerpo los músculos se tensan agradablemente.


Pone los ojos en blanco, vuelve a cogerme de la mano y se dirige a la barra. Lo atienden inmediatamente. El señor Alfonso, el obseso del control, no tiene que esperar. ¿Todo le resulta tan fácil? No oigo lo que pide. Me ofrece un vaso grande de agua con hielo.


—Bebe —me ordena.


Los focos giran al ritmo de la música creando extrañas luces y sombras de colores por el bar y sobre los clientes. Alfonso pasa del verde al azul, el blanco y el rojo demoniaco. Me mira fijamente.


Doy un pequeño sorbo.


—Bébetela toda —me grita.


Qué autoritario. Se pasa la mano por el pelo rebelde. Parece nervioso, enfadado. ¿Qué le pasa aparte de que una estúpida chica borracha lo haya llamado en plena noche y haya pensado que tenía que ir a rescatarla? Y ha resultado que sí tenía que rescatarla de su excesivamente cariñoso amigo. Y luego ha tenido que ver cómo la chica se mareaba. 


Oh, Paula… ¿conseguirás olvidar esto algún día? Mi subconsciente chasquea la lengua y me observa por encima de sus gafas de media luna. Me tambaleo un poco, y Alfonso apoya la mano en mi hombro para sujetarme. Le hago caso y me bebo el vaso entero. Hace que me maree. 


Me quita el vaso y lo deja en la barra. Observo a través de una especie de nebulosa cómo va vestido: una ancha camisa blanca de lino, vaqueros ajustados, Converse negras y americana oscura de raya diplomática. Lleva el cuello de la camisa desabrochado, y veo asomar algunos pelos dispersos. Aun en mi aturdido estado, me parece que es guapísimo.


Vuelve a cogerme de la mano y me lleva hacia la pista. 


Mierda. Yo no bailo. Se da cuenta de que no quiero, y bajo las luces de colores veo su sonrisa divertida y burlona. Tira fuerte de mi mano y vuelvo a caer entre sus brazos. 


Empieza a moverse y me arrastra en su movimiento. Vaya, sabe bailar, y no puedo creerme que esté siguiendo sus pasos. Quizá sigo el ritmo porque estoy borracha. Me aprieta contra su cuerpo… Si no me sujetara con tanta fuerza, seguro que me desplomaría a sus pies. Desde el fondo de mi mente resuena lo que suele advertirme mi madre:
«Nunca te fíes de un hombre que baile bien».


Atravesamos la multitud de gente que baila hasta el otro extremo de la pista y encontramos a Lourdes y a Gostavo, el hermano de Pedro. La música retumba a todo volumen fuera y dentro de mi cabeza. Oh, no. Lourdes está moviendo ficha. 


Baila sacando el culo, y eso solo lo hace cuando alguien le gusta. Cuando alguien le gusta mucho. Eso quiere decir que mañana seremos tres a la hora del desayuno. ¡Lourdes!


Pedro se inclina y grita a Gustavo al oído. No oigo lo que le dice. Gustavo es alto, ancho de hombros, pelo rubio y rizado, y con ojos perversamente brillantes. El parpadeo de los focos me impide ver de qué color. Gustavo se ríe, tira de Lourdes y la arrastra hasta sus brazos, donde ella parece estar encantada de la vida… ¡Lourdes! Aun en mi etílico estado, me escandalizo. Acaba de conocerlo.


Asiente a lo que Lourdes le dice, me sonríe y se despide de mí con la mano. Pedro nos saca de la pista moviéndose con presteza.


Pero no he hablado con Lourdes. ¿Está bien? Ya veo cómo van a acabar las cosas entre esos dos.


Tengo que darle una charla sobre sexo seguro. Espero que lea el póster de la puerta de los lavabos. Los pensamientos me estallan en el cerebro, luchan contra la confusa sensación de borrachera. Aquí hace mucho calor, hay mucho ruido, demasiados colores… demasiadas luces.


Me da vueltas la cabeza. Oh, no… Siento que el suelo sube al encuentro de mi cara, o eso parece. Lo último que oigo antes de desmayarme en los brazos de Pedro Alfonso es la palabrota que suelta:


—¡Joder!


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