martes, 6 de enero de 2015

CAPITULO 7




Salgo de la suite y encuentro a Pedro Alfoso esperándome apoyado en la pared. Parece un modelo posando para una sofisticada revista de moda.


—Ya está. Vamos a tomar un café —murmuro enrojeciendo de nuevo.


Sonríe.


—Usted primero, señorita Chaves.


Se incorpora y hace un gesto para que pase delante. 


Avanzo por el pasillo con las piernas temblando, el estómago lleno de mariposas y el corazón latiéndome violentamente. Voy a tomar un café con Pedro Alfonso… y odio el café.


Caminamos juntos por el amplio pasillo hacia el ascensor. 


¿Qué puedo decirle? De pronto el temor me paraliza la mente. ¿De qué vamos a hablar? ¿Qué tengo yo en común con él? Su voz cálida me sobresalta y me aparta de mis pensamientos.


—¿Cuánto hace que conoce a Lourdes Kavanagh?


Bueno, una pregunta fácil para empezar.


—Desde el primer año de facultad. Somos buenas amigas.


—Ya —me contesta evasivo.


¿Qué está pensando?


Pulsa el botón para llamar al ascensor y casi de inmediato suena el pitido. Las puertas se abren y muestran a una joven pareja abrazándose apasionadamente. Se separan de golpe, sorprendidos e incómodos, y miran con aire de culpabilidad en cualquier dirección menos la nuestra. Alfonso y yo entramos en el ascensor.


Intento que no cambie mi expresión, así que miro al suelo al sentir que las mejillas me arden.


Cuando levanto la mirada hacia Alfonso, parece que ha esbozado una sonrisa, pero es muy difícil asegurarlo. La joven pareja no dice nada. Descendemos a la planta baja en un incómodo silencio.


Ni siquiera suena uno de esos terribles hilo musicales para distraernos.


Las puertas se abren y, para mi gran sorpresa, Alfonso me coge de la mano y me la sujeta con sus dedos largos y fríos. 


Siento la corriente recorriendo mi cuerpo, y mis ya rápidos latidos se aceleran. Mientras tira de mí para salir del ascensor, oímos a nuestras espaldas la risita tonta de la pareja. Alfonso sonríe.


—¿Qué pasa con los ascensores? —masculla.


Cruzamos el amplio y animado vestíbulo del hotel en dirección a la entrada, pero Alfonso evita la puerta giratoria. Me pregunto si es porque tendría que soltarme la mano.


Es un bonito domingo de mayo. Brilla el sol y apenas hay tráfico. Alfonso gira a la izquierda y avanza hacia la esquina, donde nos detenemos a esperar que cambie el semáforo. 


Estoy en la calle y Pedro Alfonso me lleva de la mano. 


Nunca he paseado de la mano de nadie. La cabeza me da
vueltas, y un cosquilleo me recorre todo el cuerpo. Intento reprimir la ridícula sonrisa que amenaza con dividir mi cara en dos. Intenta calmarte, Paula, me implora mi subconsciente. El hombrecillo verde del semáforo se ilumina y seguimos nuestro camino.


Andamos cuatro manzanas hasta llegar al Portland Coffee House, donde Alfonso me suelta para sujetarme la puerta.


—¿Por qué no elige una mesa mientras voy a pedir? ¿Qué quiere tomar? —me pregunta, tan educado como siempre.


—Tomaré… eh… un té negro.


Alza las cejas.


—¿No quiere un café?


—No me gusta demasiado el café.


Sonríe.


—Muy bien, un té negro. ¿Dulce?


Me quedo un segundo perpleja, pensando que se refiere a mí, pero por suerte aparece mi subconsciente frunciendo los labios. No, tonta… Que si lo quieres con azúcar.


—No, gracias.


Me miro los dedos nudosos.


—¿Quiere comer algo?


—No, gracias.


Niego con la cabeza y Alfonso se dirige a la barra.


Levanto un poco la vista y lo miro furtivamente mientras espera en la cola a que le sirvan. Podría pasarme el día mirándolo… Es alto, ancho de hombros y delgado… Y cómo le caen los pantalones… Madre mía. Un par de veces se pasa los largos y bonitos dedos por el pelo, que ya está seco, aunque sigue alborotado. Ay, cómo me gustaría hacerlo a mí. La idea se me pasa de pronto por la cabeza y me arde la cara. Me muerdo el labio y vuelvo a mirarme las manos. No me gusta el rumbo que están tomando mis caprichosos pensamientos.


—Un dólar por sus pensamientos.


Alfonso ha vuelto y me mira fijamente.


Me pongo colorada. Solo estaba pensando en pasarte los dedos por el pelo y preguntándome si sería suave. Niego con la cabeza. Alfonso lleva una bandeja en las manos, que deja en la pequeña mesa redonda chapada en abedul. Me tiende una taza, un platillo, una tetera pequeña y otro plato con una bolsita de té con la etiqueta TWININGS ENGLISH BREAKFAST, mi favorito. Él se ha pedido un café con un bonito dibujo de una hoja impreso en la espuma de leche. ¿Cómo lo hacen?, me pregunto distraída. También se ha pedido una magdalena de arándanos. Coloca la bandeja a un lado, se sienta frente a mí y cruza sus largas piernas. 


Parece cómodo, muy a gusto con su cuerpo. Lo envidio. Y aquí estoy yo, desgarbada y torpe, casi incapaz de ir de A a B sin caerme de morros.


—¿Qué está pensando? —insiste.


—Que este es mi té favorito.


Hablo en voz baja y entrecortada. Sencillamente, no me puedo creer que esté con Pedro Alfonso en una cafetería de Portland. Frunce el ceño. Sabe que estoy escondiéndole algo. Introduzco la bolsita de té en la tetera y casi inmediatamente la retiro con la cucharilla.Alfonso ladea la cabeza y me mira con curiosidad mientras dejo la bolsita de té en el plato.


—Me gusta el té negro muy flojo —murmuro a modo de explicación.


—Ya veo. ¿Es su novio?


Pero ¿qué dice?


—¿Quién?


—El fotógrafo. José Rodríguez.


Me río nerviosa, aunque con curiosidad. ¿Por qué le ha dado esa impresión?


—No. José es un buen amigo mío. Eso es todo. ¿Por qué ha pensado que era mi novio?


—Por cómo se sonríen.


Me sostiene la mirada. Es desconcertante. Quiero mirar a otra parte, pero estoy atrapada, embelesada.


—Es como de la familia —susurro.


Alfonso asiente, al parecer satisfecho con mi respuesta, y dirige la mirada a su magdalena de arándanos. Sus largos dedos retiran el papel con destreza, y yo lo contemplo fascinada.


—¿Quiere un poco? —me pregunta.


Y recupera esa sonrisa divertida que esconde un secreto.


—No, gracias.


Frunzo el ceño y vuelvo a contemplarme las manos.


—Y el chico al que me presentó ayer, en la tienda… ¿No es su novio?


—No. Ulises es solo un amigo. Se lo dije ayer.


¿Qué tonterías son estas?


—¿Por qué me lo pregunta? —le digo.


—Parece nerviosa cuando está con hombres.


Maldita sea, es algo personal. Solo me pongo nerviosa cuando estoy con usted, Alfonso.


—Usted me resulta intimidante.


Me pongo colorada, pero mentalmente me doy palmaditas en la espalda por mi sinceridad y vuelvo a contemplarme las manos. Lo oigo respirar profundamente.


—De modo que le resulto intimidante —me contesta asintiendo—. Es usted muy sincera. No baje la cabeza, por favor. Me gusta verle la cara.


Lo miro y me dedica una sonrisa alentadora, aunque irónica.


—Eso me da alguna pista de lo que puede estar pensando —me dice—. Es usted un misterio,señorita Chaves.


¿Un misterio? ¿Yo?


—No tengo nada de misteriosa.


—Creo que es usted muy contenida —murmura.


¿De verdad? Uau… ¿cómo lo consigo? Es increíble. ¿Yo, contenida? Imposible.


—Menos cuando se ruboriza, claro, cosa que hace a menudo. Me gustaría saber por qué se ha ruborizado.


Se mete un trozo de magdalena en la boca y empieza a masticarlo despacio, sin apartar los ojos de mí. Y, como no podía ser de otra manera, me ruborizo. ¡Mierda!


—¿Siempre hace comentarios tan personales?


—No me había dado cuenta de que fuera personal. ¿La he ofendido? —me pregunta en tono sorprendido.


—No —le contesto sinceramente.


—Bien.


—Pero es usted un poco arrogante.


Alza una ceja y, si no me equivoco, también él se ruboriza ligeramente.


—Suelo hacer las cosas a mi manera, Paula —murmura—. En todo.


—No lo dudo. ¿Por qué no me ha pedido que lo tutee?


Me sorprende mi osadía. ¿Por qué la conversación se pone tan seria? Las cosas no están yendo como pensaba. No puedo creerme que esté mostrándome tan hostil hacia él. Como si él intentara advertirme de algo.


—Solo me tutea mi familia y unos pocos amigos íntimos. Lo prefiero así.


Todavía no me ha dicho: «Llámame Pedro». Es sin duda un obseso del control, no hay otra explicación, y parte de mí está pensando que quizá habría sido mejor que lo entrevistara Lourdes.


Dos obsesos del control juntos. Además, ella es casi rubia —bueno, rubia rojiza—, como todas las mujeres de su empresa. Y es guapa, me recuerda mi subconsciente. No me gusta imaginar a Pedro y a Lourdes juntos. Doy un sorbo a mi té, y Alfonso se pone otro trozo de magdalena en la boca.


—¿Es usted hija única? —me pregunta.


Vaya… Ahora cambia de conversación.


—Sí.


—Hábleme de sus padres.


¿Por qué quiere saber cosas de mis padres? Es muy aburrido.


—Mi madre vive en Georgia con su nuevo marido, Roberto. Mi padrastro vive en Montesano.


—¿Y su padre?


—Mi padre murió cuando yo era una niña.


—Lo siento —musita.


Por un segundo la expresión de su cara se altera.


—No me acuerdo de él.


—¿Y su madre volvió a casarse?


Resoplo.


—Ni que lo jure.


Frunce el ceño.


—No cuenta demasiado de su vida, ¿verdad? —me dice en tono seco frotándose la barbilla, como pensativo.


—Usted tampoco.


—Usted ya me ha entrevistado, y recuerdo algunas preguntas bastante personales —me dice sonriendo.


¡Vaya! Está recordándome la pregunta de si era gay. Vuelvo a morirme de vergüenza. Sé que en los próximos años voy a necesitar terapia intensiva para no sentirme tan mal cada vez que recuerde ese momento. Suelto lo primero que se me ocurre sobre mi madre, cualquier cosa para apartar ese recuerdo.


—Mi madre es genial. Es una romántica empedernida. Ya se ha casado cuatro veces.


Pedro alza las cejas sorprendido.


—La echo de menos —sigo diciéndole—. Ahora está con Roberto. Espero que la controle un poco y recoja los trozos cuando sus descabellados planes no vayan como ella esperaba.


Sonrío con cariño. Hace mucho que no veo a mi madre. 


Pedro me observa atentamente, dando sorbos a su café de vez en cuando. La verdad es que no debería mirarle la boca. Me perturba.


—¿Se lleva bien con su padrastro?


—Claro. Crecí con él. Para mí es mi padre.


—¿Y cómo es?


—¿Reinaldo? Es… taciturno.


—¿Eso es todo? —me pregunta Alfonso sorprendido.


Me encojo de hombros. ¿Qué espera este hombre? ¿La historia de mi vida?


—Taciturno como su hijastra —me suelta Alfonso.


Me contengo para no soltar un bufido.


—Le gusta el fútbol, sobre todo el europeo, y los bolos, y pescar, y hacer muebles. Es carpintero. Estuvo en el ejército.


Suspiro.


—¿Vivió con él?


—Sí. Mi madre conoció a su marido número tres cuando yo tenía quince años. Yo me quedé con Reinaldo.


Frunce el ceño, como si no lo entendiera.


—¿No quería vivir con su madre? —me pregunta.


Francamente, a él qué le importa.


—El marido número tres vivía en Texas. Yo tenía mi vida en Montesano. Y… bueno, mi madre acababa de casarse.


Me callo. Mi madre nunca habla de su marido número tres. 


¿Qué pretende Alfonso? No es asunto suyo. Yo también puedo jugar a su juego.


—Cuénteme cosas sobre sus padres —le pido.


Se encoge de hombros.


—Mi padre es abogado, y mi madre, pediatra. Viven en Seattle.


Vaya… Ha crecido en una familia acomodada. Pienso en una exitosa pareja que adopta a tres niños, y uno de ellos llega a ser un hombre guapo que se mete en el mundo de los negocios y lo conquista sin ayuda de nadie. ¿Qué lo llevó por ese camino? Sus padres deben de estar orgullosos.


—¿A qué se dedican sus hermanos?


—Gustavo es constructor, y mi hermana pequeña está en París estudiando cocina con un famoso chef francés.


Sus ojos se nublan enojados. No quiere hablar de su familia ni de él.


—Me han dicho que París es preciosa —murmuro.


¿Por qué no quiere hablar de su familia? ¿Porque es adoptado?


—Es bonita. ¿Ha estado? —me pregunta olvidando su enojo.


—Nunca he salido de Estados Unidos.


Volvemos a las trivialidades. ¿Qué esconde?


—¿Le gustaría ir?


—¿A París? —exclamo.


Me he quedado desconcertada. ¿A quién no le gustaría ir a París?


—Por supuesto —le contesto—. Pero a donde de verdad me gustaría ir es a Inglaterra.


Ladea un poco la cabeza y se pasa el índice por el labio inferior… ¡Madre mía!


—¿Por?


Parpadeo. Concéntrate, Chaves.


—Porque allí nacieron Shakespeare, Austen, las hermanas Brontë, Thomas Hardy… Me gustaría ver los lugares que les inspiraron para escribir libros tan maravillosos.


Al mencionar a estos grandes literatos recuerdo que debería estar estudiando. Miro el reloj.


—Voy a marcharme. Tengo que estudiar.


—¿Para los exámenes?


—Sí. Empiezan el martes.


—¿Dónde está el coche de la señorita Kavanagh?


—En el parking del hotel.


—La acompaño.


—Gracias por el té, señor Alfonso.


Esboza su extraña sonrisa de guardar un gran secreto.


—No hay de qué, Paula. Ha sido un placer. Vamos —me dice tendiéndome una mano.


La cojo, perpleja, y salgo con él de la cafetería.


Caminamos hasta el hotel, y me gustaría decir que en amigable silencio. Al menos, él parece tan tranquilo como siempre. En cuanto a mí, me desespero intentando analizar cómo ha ido nuestro café matutino. Me siento como si me hubieran entrevistado para un trabajo, pero no estoy segura de por qué.


—¿Siempre lleva vaqueros? —me pregunta sin venir a cuento.


—Casi siempre.


Asiente. Hemos llegado al cruce, al otro lado de la calle del hotel. Todo me da vueltas. Qué pregunta tan rara… Y soy consciente de que nos queda muy poco tiempo juntos. Esto es todo.


Esto ha sido todo, y lo he fastidiado, lo sé. Quizá sale con alguien.


—¿Tiene novia? —le suelto.


¡Maldita sea! ¿Lo he dicho en voz alta?


Sus labios se arrugan formando una media sonrisa y me mira fijamente.


—No, Paula. Yo no tengo novias —me contesta en voz baja.


¿Qué quiere decir? No es gay. Ay, quizá sí lo es. 


Seguramente me mintió en la entrevista. Por un momento creo que va a darme alguna explicación, alguna pista sobre su enigmática frase, pero no lo hace. Tengo que marcharme. Tengo que poner mis ideas en orden. Tengo que alejarme de él.


Doy un paso adelante, tropiezo y salgo precipitada hacia la carretera.


—¡Mierda, Paula! —grita Alfonso.


Tira de mi mano con tanta fuerza que acabo cayendo encima de él justo cuando pasa a toda velocidad un ciclista contra dirección, y no me atropella de milagro.


Todo sucede muy deprisa. De pronto estoy cayéndome, y en cuestión de segundos estoy entre sus brazos y me aprieta fuerte contra su pecho. Respiro su aroma limpio y saludable. 


Huele a ropa recién lavada y a gel caro. Es embriagador. Inhalo profundamente.


—¿Está bien? —me susurra.


Con un brazo me mantiene sujeta, pegada a él, y con los dedos de la otra mano me recorre suavemente la cara para asegurarse de que no me he hecho daño. Su pulgar me roza el labio inferior y contiene la respiración. Me mira fijamente a los ojos, y por un momento, o quizá durante una eternidad, le sostengo la mirada inquieta y ardiente, pero al final centro la atención en su bonita boca. Y por primera vez en veintiún años quiero que me besen. Quiero sentir su boca en la mía.


Bésame, maldita sea!, le suplico, pero no puedo moverme. 


Un extraño y desconocido deseo me paraliza. Estoy totalmente cautivada. Observo fascinada la boca de Pedro Alfonso, y él me observa a mí con una mirada velada, con ojos cada vez más impenetrables. Respira más deprisa de lo normal, y yo he dejado de respirar. Estoy entre tus brazos. Bésame, por favor. Cierra los ojos, respira muy hondo y mueve ligeramente la cabeza, como si respondiera a mi silenciosa petición. Cuando vuelve a abrirlos, ha recuperado la determinación, ha tomado una férrea decisión.


—Paula, deberías mantenerte alejada de mí. No soy un hombre para ti —suspira.


¿Qué? ¿A qué viene esto? Se supone que soy yo la que debería decidirlo. Frunzo el ceño y muevo la cabeza en señal de negación.


—Respira, Paula, respira. Voy a ayudarte a ponerte en pie y a dejarte marchar —me dice en voz baja.


Y me aparta suavemente.


Me ha subido la adrenalina por todo el cuerpo, por el ciclista que casi me atropella o por la embriagadora proximidad de Pedro, y me siento paralizada y débil. ¡NO!, grita mi mente mientras se aparta dejándome desamparada. Apoya las manos en mis hombros, a cierta distancia, y observa atentamente mi reacción. Y lo único que puedo pensar es que quería que me besara, que era obvio, pero no lo ha hecho. No me desea. La verdad es que no me desea. He fastidiado soberanamente la cita.


—Quiero decirte una cosa —le digo tras recuperar la voz—: Gracias —musito hundida en la humillación.


¿Cómo he podido malinterpretar hasta tal punto la situación entre nosotros? Tengo que apartarme de él.


—¿Por qué?


Frunce el ceño. No ha retirado las manos de mis hombros.


—Por salvarme —susurro.


—Ese idiota iba contra dirección. Me alegro de haber estado aquí. Me dan escalofríos solo de pensar lo que podría haberte pasado. ¿Quieres venir a sentarte un momento en el hotel?


Me suelta y baja las manos. Estoy frente a él y me siento como una tonta.


Intento aclararme las ideas. Solo quiero marcharme. Todas mis vagas e incoherentes esperanzas se han frustrado. No me desea. ¿En qué estaba pensando?, me riño a mí misma. ¿Qué iba a interesarle de ti a Pedro Alfonso?, se burla mi subconsciente. Me rodeo con los brazos, me giro hacia la carretera y veo aliviada que en el semáforo ha aparecido el hombrecillo verde. Cruzo rápidamente, consciente de que Alfonso me sigue. Frente al hotel, vuelvo un instante la cara hacia él, pero no puedo mirarlo a los ojos.


—Gracias por el té y por la sesión de fotos —murmuro.


—Paula… Yo…


Se calla. Su tono angustiado me llama la atención, de modo que lo miro involuntariamente. Se pasa la mano por el pelo con mirada desolada. Parece destrozado, frustrado y con expresión alterada. Su prudente control ha desaparecido.


—¿Qué, Pedro? —le pregunto bruscamente al ver que no dice nada.


Quiero marcharme. Necesito llevarme mi frágil orgullo herido y mimarlo para que se cure.


—Buena suerte en los exámenes —murmura.


¿Cómo? ¿Por eso parece tan desolado? ¿Es esta su fantástica despedida? ¿Desearme suerte en los exámenes?


—Gracias —le contesto sin disimular el sarcasmo—. Adiós, señor Alfonso.


Doy media vuelta, me sorprende un poco no tropezar y, sin volver a dirigirle la mirada, desaparezco por la acera en dirección al parking subterráneo.


Ya en el oscuro y frío cemento del parking, bajo su débil luz de fluorescente, me apoyo en la pared y me cubro la cara con las manos. ¿En qué estaba pensando? No puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. ¿Por qué lloro? Me dejo caer al suelo, enfadada conmigo misma por esta absurda reacción. Levanto las rodillas y las rodeo con los brazos. Quiero hacerme lo más pequeña posible. Quizá este disparatado dolor sea menor cuanto más pequeña me haga. 


Apoyo la cabeza en las rodillas y dejo que las irracionales lágrimas fluyan sin freno. Estoy llorando la pérdida de algo que nunca he tenido. Qué ridículo. Lamentando la pérdida de algo que nunca ha existido… mis esperanzas frustradas, mis sueños frustrados y mis expectativas destrozadas.


Nunca me habían rechazado. Bueno, siempre era una de las últimas a las que elegían para jugar al baloncesto o al voleibol, pero eso lo entendía. Correr y hacer algo más a la vez, como botar o lanzar una pelota, no es lo mío. Soy una auténtica negada para cualquier deporte.


Pero en el plano sentimental, nunca me he expuesto. Toda mi vida he sido muy insegura. Soy demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado desaliñada, torpe y tantos otros defectos más, así que siempre he sido yo la que ha rechazado a cualquier posible admirador. En mi clase de química hubo un tipo al que le gustaba, pero nadie había despertado mi interés… Nadie excepto el maldito Pedro Alfonso. Quizá debería ser más agradable con gente como Ulises Clayton y José Rodríguez, aunque estoy segura de que ninguno de ellos ha acabado llorando solo en la oscuridad. Quizá solo necesite pegarme una buena llantera.


¡Basta! ¡Basta ya!, me grita metafóricamente mi subconsciente con los brazos cruzados, apoyada en una pierna y dando golpecitos en el suelo con la otra. Métete en el coche, vete a casa y ponte a estudiar. Olvídalo… ¡Ahora mismo! Y deja ya de autocompadecerte, de castigarte y toda esta mierda.


Respiro hondo varias veces y me levanto. Ánimo, Chaves. 


Me dirijo al coche de Lourdes secándome las lágrimas. No volveré a pensar en él. Anotaré este incidente en la lista de las experiencias de la vida y me centraré en los exámenes.




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