martes, 6 de enero de 2015

CAPITULO 8




Cuando llego, Lourdes está sentada a la mesa del comedor con el portátil. La sonrisa con la que me recibe se desvanece en cuanto me ve.


—Paula, ¿qué pasa?


Oh, no… La santa inquisidora Lourdes Kavanagh. Muevo la cabeza como hace ella cuando quiere dar a entender que no está para historias, pero no sirve de nada.


—Has llorado.


A veces tiene un don especial para decir lo que es obvio.


—¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? —gruñe con una cara que da miedo.


—Nada, Lourdes.


En realidad, ese es el problema. Al pensarlo, sonrío con ironía.


—¿Y por qué has llorado? Tú nunca lloras —me dice en tono más suave.


Se levanta. Sus ojos verdes me miran preocupados. Me abraza. Tengo que decir lo que sea para quitármela de encima.


—Casi me atropella un ciclista.


Es lo mejor que se me ocurre decirle para que por un momento se olvide de Alfonso.


—Dios mío, Paula… ¿Estás bien? ¿Te ha hecho daño?


Se aparta un poco y me echa un rápido vistazo para comprobar si todo está bien.


—No. Alfonso me ha salvado —susurro—. Pero me he pegado un susto de muerte.


—No me extraña. ¿Qué tal el café? Sé que odias el café.


—He tomado un té. Ha ido bien. Nada que comentar, la verdad. No sé por qué me lo ha pedido.


—Le gustas, Paula —me dice soltándome.


—Ya no. No voy a volver a verlo.


Sí, consigo sonar como si no me importara.


—¿Cómo?


Maldita sea. Está intrigada. Me meto en la cocina para que no pueda verme la cara.


—Sí… No tiene demasiado que ver conmigo, Lourdes —le digo lo más fríamente que puedo.


—¿Qué quieres decir?


—Lourdes, es obvio.


Me vuelvo y me coloco frente a ella, que está de pie en la puerta de la cocina.


—Para mí no —me dice—. Vale, tiene más dinero que tú, pero tiene más dinero que casi todo el mundo en este país.


—Lourdes, es…


Me encojo de hombros.


—¡Paula, por favor! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Eres una cría —me interrumpe.


Oh, no. Ya estamos otra vez con ese rollo.


—Lourdes, por favor, tengo que estudiar —la corto.


Pone mala cara.


—¿Quieres ver el artículo? Está acabado. José ha hecho algunas fotos buenísimas.


¿Tengo ahora que ver al guapo de Pedro Alfonso, quien no siente el menor interés por mí?

—Claro.


Me saco una sonrisa de la manga y me acerco al portátil. Y ahí está, mirándome en blanco y negro, mirándome y encontrándome indigna de su interés.


Finjo leer el artículo, pero no aparto los ojos de su firme mirada gris. Busco en la foto alguna pista de por qué no es un hombre para mí, como me ha dicho. Y de repente me parece obvio. Es demasiado guapo. Somos polos opuestos, y de dos mundos muy diferentes. Me veo a mí misma como a Ícaro cuando se acerca demasiado al sol, se quema y se estrella. Tiene razón. No es un hombre para mí. Es lo que ha querido decirme, y eso hace más fácil aceptar su rechazo… Bueno, casi. Podré soportarlo. Lo entiendo.


—Muy bueno, Lourdes —logro decirle—. Me voy a estudiar.


Me propongo no volver a pensar en él de momento. Abro los apuntes y empiezo a leer.


Solo cuando estoy en la cama, intentando dormir, permito que mis pensamientos se trasladen a mi extraña mañana. 


No dejo de pensar en lo que me ha dicho de que no tiene novias, y me enfado por no haber tenido en cuenta esa información antes de estar entre sus brazos, suplicándole
mentalmente con todos los poros de mi piel que me besara.


 Lo había dicho. No me quería como novia. Me tumbo de lado. Me pregunto si quizá no tiene relaciones sexuales. 


Cierro los ojos y empiezo a quedarme dormida. Quizá esté reservándose. Bueno, no para ti. Mi adormilada
subconsciente me da un último golpe antes de sumergirse en mis sueños.


Y esa noche sueño con ojos grises y dibujos de hojas en la espuma de la leche, y corro por lugares apenas iluminados por una luz fantasmagórica, y no sé si corro en dirección a algo o huyendo de algo… No queda claro.


*****



Suelto el bolígrafo. Se acabó. He terminado mi último examen. Sonrío de oreja a oreja.


Probablemente sea la primera vez que sonrío en toda la semana. Es viernes, y esta noche lo celebraremos. Lo celebraremos por todo lo alto. Seguramente hasta me emborracharé. Nunca me he emborrachado. Miro a Lourdes, que está en el otro extremo de la clase, todavía escribiendo como una loca. Faltan cinco minutos para que se acabe el examen. Esto es todo. Se acabó mi carrera académica. Ya no tendré que volver a sentarme en filas de alumnos nerviosos. En mi mente doy graciosas volteretas, aunque sé de sobra que mis volteretas solo pueden ser graciosas en mi
mente. Lourdes deja de escribir y suelta el bolígrafo. Me mira también con una sonrisa de oreja a oreja.


De camino a casa, en su Mercedes, nos negamos a hablar del examen. Lourdes está mucho más preocupada por lo que va a ponerse esta noche. Yo intento encontrar las llaves en el bolso.


—Paula, hay un paquete para ti.


Lourdes está en la escalera, frente a la puerta de la calle, con un paquete envuelto en papel de embalar. Qué raro. No recuerdo haber encargado nada en Amazon.Lourdes me da el paquete y coge mis llaves para abrir la puerta. El paquete está dirigido a la señorita Paula Chaves. No lleva remitente. Quizá sea de mi madre o de Reinaldo.


—Seguramente será de mis padres.


—¡Ábrelo! —exclama Lourdes nerviosa.


Se mete en la cocina para ir a buscar el champán con el que vamos a celebrar que hemos terminado los exámenes.


Abro el paquete y encuentro un estuche de piel que contiene tres viejos libros, aparentemente idénticos, con cubiertas de tela, en perfecto estado, y una tarjeta de color blanco. En una cara, en tinta negra y una bonita caligrafía, se lee:


¿Por qué no me dijiste que era peligroso? ¿Por qué no me lo advertiste? Las mujeres saben de lo que tienen que protegerse, porque leen novelas que les cuentan cómo hacerlo…


Reconozco la cita de Tess. Me sorprende la casualidad de que hace un momento haya pasado tres horas escribiendo sobre las novelas de Thomas Hardy en mi examen final. 


Quizá no sea casualidad… quizá sea deliberado. Miro los libros con atención. Tres volúmenes de Tess, la de los
d’Urberville. Abro la cubierta de uno. En la primera página, en una tipografía antigua, leo:
London: Jack R. Olgood, McAlvaine and Co., 1891.


¡Son primeras ediciones! Deben de valer una fortuna. E inmediatamente sé quién me las ha mandado. Lourdes observa los libros por encima de mi hombro. Coge la tarjeta.


—Primeras ediciones —susurro.


—No… —dice abriendo los ojos incrédula—. ¿Alfonso?


Asiento.


—No se me ocurre nadie más.


—¿Qué quiere decir la tarjeta?


—No tengo ni idea. Creo que es una advertencia… La verdad es que sigue previniéndome. No tengo ni idea de por qué. No es que me haya dedicado a tirarle la puerta abajo precisamente — digo frunciendo el ceño.


—Sé que no quieres hablar de él, Paula, pero no hay duda de que le interesas, te advierta o no.


No me he permitido pensar demasiado en Pedro Alfonso en la última semana. Bueno… sus ojos grises siguen invadiendo mis sueños, y sé que tardaré una eternidad en eliminar de mi cerebro la sensación de sus brazos rodeándome y su maravilloso olor. ¿Por qué me ha mandado estos libros? Me dijo que yo no era para él.


—He encontrado una primera edición de Tess en venta, en Nueva York, por catorce mil dólares, pero los tuyos están en mucho mejor estado. Deben de haber costado más —me dice Lourdes consultando a su buen amigo Google.


—La cita… Tess se lo dice a su madre después de lo que le hace Alec d’Urberville.


—Lo sé —me contesta Lourdes, pensativa—. ¿Qué intenta decir?


—Ni lo sé ni me importa. No puedo aceptarlos. Se los devolveré con otra cita tan desconcertante como esta de alguna parte confusa del libro.


—¿El pasaje en el que Angel Clare la manda a la mierda? —me pregunta Lourdes muy seria.


—Sí, ese —le contesto riéndome.


Quiero a Lourdes. Es leal y me apoya. Envuelvo los libros y los dejo en la mesa del comedor. Lourdes me ofrece una copa de champán.


—Por el final de los exámenes y nuestra nueva vida en Seattle —dice con una sonrisa.


—Por el final de los exámenes, nuestra nueva vida en Seattle y por que todo nos vaya bien.


Chocamos las copas y bebemos.



*****


El bar es ruidoso y está lleno de gente, de futuros licenciados que han salido a pillar una buena cogorza. José ha venido con nosotras. No se graduará hasta el año que viene, pero le apetecía salir. Nos trae una jarra de margaritas para ponernos en la onda de nuestra recién estrenada libertad. Mientras me bebo la quinta copa, pienso que no es buena idea beber tantos margaritas después del champán.


—¿Y ahora qué, Paula? —me grita José.


—Lourdes y yo nos vamos a vivir a Seattle. Los padres de Lourdes le han comprado un piso.


—Dios mío, cómo viven algunos… Pero volveréis para mi exposición, ¿no?


—Por supuesto, José. No me la perdería por nada del mundo —le contesto sonriendo.


Me pasa el brazo por la cintura y me acerca a él.


—Es muy importante para mí que vengas, Paula —me susurra al oído—. ¿Otro margarita?


—José Luis Rodríguez… ¿estás intentando emborracharme? Porque creo que lo estás consiguiendo —le digo riéndome—. Creo que mejor me tomo una cerveza. Voy a buscar una jarra para todos.


—¡Más bebida, Paul! —grita Lourdes.


Lourdes es fuerte como un toro. Ha pasado el brazo por los hombros de Levi, un compañero de la clase de inglés y su fotógrafo habitual en la revista de la facultad, que ha dejado de hacer fotos de los borrachos que lo rodean. Solo tiene ojos para Lourdes, que se ha puesto un top minúsculo, vaqueros ajustados y tacones altos. Lleva el pelo recogido, con unos mechones rizados que le caen con gracia alrededor de la cara. Está despampanante, como siempre. 


Yo soy más bien de Converse y camisetas, pero me he puesto los vaqueros que más me favorecen. Me aparto de José y me levanto de nuestra mesa.


Uf, me da vueltas la cabeza.


Tengo que agarrarme al respaldo de la silla. Los cócteles con tequila no son una buena idea.


Me dirijo a la barra y decido que debería ir al baño ahora que todavía me mantengo en pie. Bien pensado, Paula. Me abro camino entre el gentío tambaleándome. Por supuesto hay cola, pero al menos el pasillo está tranquilo y fresco. 


Saco el móvil para pasar el rato mientras espero. A ver…
¿cuál ha sido mi última llamada? ¿A José? Antes hay un número que no sé de quién es. Ah, sí.


Alfonso. Creo que es su número. Me río. No tengo ni idea de la hora que es. Quizá lo despierte.


Quizá pueda explicarme por qué me ha mandado esos libros y el críptico mensaje. Si quiere que me mantenga alejada de él, debería dejarme en paz. Reprimo una sonrisa de borracha y pulso el botón de llamar. Contesta a la segunda señal.


—¿Paula?


Le ha sorprendido que lo llamara. Bueno, la verdad es que a mí me sorprende estar llamándolo. A continuación mi ofuscado cerebro se pregunta cómo sabe que soy yo.


—¿Por qué me has mandado esos libros? —le pregunto arrastrando las palabras.


—Paula, ¿estás bien? Tienes una voz rara —me dice en tono muy preocupado.


—La rara no soy yo, sino tú —le digo animada por el alcohol.


—Paula, ¿has bebido?


—¿A ti qué te importa?


—Tengo… curiosidad. ¿Dónde estás?


—En un bar.


—¿En qué bar? —me pregunta nervioso.


—Un bar de Portland.


—¿Cómo vas a volver a casa?


—Ya me las apañaré.


La conversación no está yendo como esperaba.


—¿En qué bar estás?


—¿Por qué me has mandado esos libros, Pedro?


—Paula, ¿dónde estás? Dímelo ahora mismo.


Su tono es tan… tan dictatorial. El controlador obsesivo de siempre. Lo imagino como a un director de cine de los viejos tiempos, con pantalones de montar, un megáfono pasado de moda y una fusta. La imagen me provoca una carcajada.


—Eres tan… dominante —le digo riéndome.


—Paula, contéstame: ¿dónde cojones estás?


Pedro Alfonso diciendo palabrotas. Vuelvo a reírme.


—En Portland… Bastante lejos de Seattle.


—¿Dónde exactamente?


—Buenas noches, Pedro.


—¡Paula!


Cuelgo. Vaya, no me ha dicho nada de los libros. Frunzo el ceño. Misión no cumplida. Estoy bastante borracha, la verdad. La cabeza me da vueltas mientras avanzo en la cola. Bueno, el objetivo era emborracharse, y lo he conseguido. Ya veo lo que es… Me temo que no merece la pena repetirlo. La cola ha avanzado y ya me toca. Observo embobada el póster de la puerta del cuarto de baño, que ensalza las virtudes del sexo seguro. Maldita sea, ¿acabo de llamar a Pedro Alfonso? Mierda. Me suena el teléfono, pego un salto y grito del susto.


—Hola —digo en voz baja.


No había previsto que me llamara.


—Voy a buscarte —me dice.


Y cuelga. Solo Pedro Alfonso podría hablar con tanta tranquilidad y parecer tan amenazador a la vez.


Maldita sea. Me subo los vaqueros. El corazón me late a toda prisa. ¿Viene a buscarme? Oh, no.


Voy a vomitar… no… Estoy bien. Espera. Me estoy montando una película. No le he dicho dónde estaba. No puede encontrarme. Además, tardaría horas en llegar desde Seattle, y para entonces haría mucho que nos habríamos marchado. Me lavo las manos y me miro en el espejo. Estoy roja y ligeramente desenfocada. Uf… tequila.


Espero una eternidad en la barra, hasta que me dan una jarra grande de cerveza, y por fin vuelvo a la mesa.


—Has tardado un siglo —me riñe Lourdes—. ¿Dónde estabas?


—Haciendo cola para el baño.


José y Levi discuten acaloradamente sobre el equipo de béisbol de nuestra ciudad. José interrumpe su diatriba para servirnos cerveza, y doy un trago largo.


—Lourdes, creo que saldré un momento a tomar el aire.


—Paula, no aguantas nada…


—Solo cinco minutos.


Vuelvo a abrirme camino entre el gentío. Empiezo a sentir náuseas, la cabeza me da vueltas y me siento inestable. 


Más inestable de lo habitual.


Mientras bebo al aire libre, en la zona de aparcamiento, soy consciente de lo borracha que estoy.


No veo bien. La verdad es que lo veo todo doble, como en las viejas reposiciones de los dibujos animados de Tom y Jerry. Creo que voy a vomitar. ¿Cómo he podido acabar así?


—Paula, ¿estás bien?


José ha salido del bar y se ha acercado a mí.


—Creo que he bebido un poco más de la cuenta —le contesto sonriendo.


—Yo también —murmura. Sus ojos oscuros me miran fijamente—. ¿Te echo una mano? —me pregunta avanzando hasta mí y rodeándome con sus brazos.


—José, estoy bien. No pasa nada.


Intento apartarlo sin demasiada energía.


—Paula, por favor —me susurra.


Me agarra y me acerca a él.


—José, ¿qué estás haciendo?


—Sabes que me gustas, Paula. Por favor.


Con una mano me mantiene pegada a él, y con la otra me agarra de la barbilla y me levanta la cara. ¡Va a besarme…!


—No, José, para… No.


Lo empujo, pero es todo músculos, así que no consigo moverlo. Me ha metido la mano por el pelo y me sujeta la cabeza para que no la mueva.


—Por favor, Paula, cariño —me susurra con los labios muy cerca de los míos.


Respira entrecortadamente y su aliento es demasiado dulzón. Huele a margarita y a cerveza.


Empieza a recorrerme la mandíbula con los labios, acercándose a la comisura de mi boca. Estoy muy nerviosa, borracha y fuera de control. Me siento agobiada.


—José, no —le suplico.No quiero. Eres mi amigo y creo que voy a vomitar.


—Creo que la señorita ha dicho que no —dice una voz tranquila en la oscuridad.


¡Dios mío! Pedro Alfonso. Está aquí. ¿Cómo? José me suelta.


Alfonso —dice José lacónicamente.


Miro angustiada a Pedro, que observa furioso a José. 


Mierda. Siento una arcada y me inclino hacia delante. Mi cuerpo no puede seguir tolerando el alcohol y vomito en el suelo aparatosamente.


—¡Uf, Dios mío,Paula!


José se aparta de un salto con asco. Alfonso me sujeta el pelo, me lo aparta de la cara y suavemente me lleva hacia un parterre al fondo del aparcamiento. Observo agradecida que está relativamente oscuro.


—Si vas a volver a vomitar, hazlo aquí. Yo te agarro.


Ha pasado un brazo por encima de mis hombros, y con la otra mano me sujeta el pelo, como si quisiera hacerme una coleta, para que no se me vaya a la cara. Intento apartarlo torpemente, pero vuelvo a vomitar… y otra vez. Oh, mierda… ¿Cuánto va a durar esto? Aunque tengo el estómago vacío y no sale nada, espantosas arcadas me sacuden el cuerpo. Me prometo a mí misma que jamás volveré a beber. Es demasiado vergonzoso para explicarlo. 


Por fin dejo de sentir arcadas.


He apoyado las manos en el parterre, pero apenas me sujetan. Vomitar tanto es agotador. Alfonso me suelta y me ofrece un pañuelo. Solo él podría tener un pañuelo de lino recién lavado y con sus iniciales bordadas. PA. No sabía que todavía podían comprarse estas cosas. No me atrevo a mirarlo. Estoy muerta de vergüenza. Me doy asco. Quiero que las azaleas del parterre me engullan y desaparecer de aquí.



No hay comentarios:

Publicar un comentario