miércoles, 7 de enero de 2015

CAPITULO 12





Aunque en Clayton’s tenemos trabajo, las horas pasan muy lentas. Como estamos en plena temporada de verano, tengo que pasar dos horas reponiendo las estanterías después de haber cerrado la tienda. Es un trabajo mecánico que me deja tiempo para pensar. La verdad es que en todo el día no he podido hacerlo.


Siguiendo los incansables y francamente fastidiosos consejos de Lourdes, me he depilado las piernas, las axilas y las cejas, así que tengo toda la piel irritada. Ha sido una experiencia muy desagradable, pero Lourdes me asegura que es lo que los hombres esperan en estas circunstancias.


¿Qué más esperará Pedro? Tengo que convencer a Lourdes de que quiero hacerlo. Por alguna extraña razón no se fía de él, quizá porque es tan estirado y formal. Afirma que no sabría decir por qué, pero le he prometido que le mandaría un mensaje en cuanto llegara a Seattle. No le he dicho nada del helicóptero para que no le diera un pasmo.


También está el tema de José. Tengo tres mensajes y siete llamadas perdidas suyas en el móvil.
También ha llamado a casa dos veces. Lourdes no ha querido concretarle dónde estaba, así que sabrá que está cubriéndome, porque Lourdes siempre es muy franca. Pero he decidido dejarle sufrir un poco. Todavía estoy enfadada con él.


Pedro comentó algo sobre unos papeles, y no sé si estaba de broma o si voy a tener que firmar algo. Me desespera tener que andar conjeturando todo el tiempo. Y para colmo de desdichas, estoy muy nerviosa. Hoy es el gran día. 


¿Estoy preparada por fin? La diosa que llevo dentro me
observa golpeando impaciente el suelo con un pie. Hace años que está preparada, y está preparada para cualquier cosa con Pedro Alfonso, aunque todavía no entiendo qué ve en mí… la timorata Pau Chaves… No tiene sentido.


Es puntual, por supuesto, y cuando salgo de Clayton’s está esperándome, apoyado en la parte de atrás del coche. Se incorpora para abrirme la puerta y me sonríe cordialmente.


—Buenas tardes, señorita Chaves —me dice.


—Señor Alfonso.


Inclino la cabeza educadamente y entro en el asiento trasero del coche. Taylor está sentado al volante.


—Hola, Taylor —le digo.


—Buenas tardes, señorita Chaves —me contesta en tono educado y profesional.


Pedro entra por la otra puerta y me aprieta la mano suavemente. Un escalofrío me recorre todo el cuerpo.


—¿Cómo ha ido el trabajo? —me pregunta.


—Interminable —le contesto con voz ronca, demasiado baja y llena de deseo.


—Sí, a mí también se me ha hecho muy largo.


—¿Qué has hecho? —logro preguntarle.


—He ido de excursión con Gustavo.


Me golpea los nudillos con el pulgar una y otra vez. El corazón deja de latirme y mi respiración se acelera. ¿Cómo es posible que me afecte tanto? Solo está tocando una pequeña parte de mi cuerpo, y ya se me han disparado las hormonas.


El helipuerto está cerca, así que, antes de que me dé cuenta, ya hemos llegado. Me pregunto dónde estará el legendario helicóptero. Estamos en una zona de la ciudad llena de edificios, y hasta yo sé que los helicópteros necesitan espacio para despegar y aterrizar. Taylor aparca, sale y me abre la puerta. Al momento Pedro está a mi lado y vuelve a cogerme de la mano.


—¿Preparada? —me pregunta.


Asiento. Quisiera decirle: «Para todo», pero estoy demasiado nerviosa para articular palabra.


—Taylor.


Hace un gesto al chófer, entramos en el edificio y nos dirigimos hacia los ascensores. ¡Un ascensor! El recuerdo del beso de la mañana vuelve a obsesionarme. No he pensado en otra cosa en todo el día. En Clayton’s no podía quitármelo de la cabeza. El señor Clayton ha tenido que gritarme dos veces para que volviera a la Tierra. Decir que he estado distraída sería quedarse muy corto. Pedro me mira con una ligera sonrisa en los labios. ¡Ajá! También él está pensando en lo mismo.


—Son solo tres plantas —me dice con ojos divertidos.


Tiene telepatía, seguro. Es espeluznante.


Intento mantener el rostro impasible cuando entramos en el ascensor. Las puertas se cierran y ahí está la extraña atracción eléctrica, crepitando entre nosotros, apoderándose de mí. Cierro los ojos en un vano intento de pasarla por alto. 


Me aprieta la mano con fuerza, y cinco segundos después
las puertas se abren en la terraza del edificio. Y ahí está, un helicóptero blanco con las palabras ALFONSO ENTERPRISES HOLDINGS, INC. en color azul y el logotipo de la empresa a un lado.


Seguro que esto es despilfarrar los recursos de la empresa.


Me lleva a un pequeño despacho en el que un hombre mayor está sentado a una mesa.


—Aquí tiene su plan de vuelo, señor Alfonso. Lo hemos revisado todo. Está listo, esperándole, señor. Puede despegar cuando quiera.


—Gracias, Joe —le contesta Pedro con una cálida sonrisa.


Vaya, alguien que merece que Pedro lo trate con educación. Quizá no trabaja para él. Observo al anciano asombrada.


—Vamos —me dice Pedro.


Y nos dirigimos al helicóptero. De cerca es mucho más grande de lo que pensaba. Suponía que sería un modelo pequeño, para dos personas, pero tiene como mínimo siete asientos. Pedro abre la puerta y me señala un asiento de los de delante.


—Siéntate. Y no toques nada —me ordena subiendo detrás de mí.


Cierra de un portazo. Me alegro de que toda la zona alrededor esté iluminada, porque de lo contrario apenas vería nada en la cabina. Me acomodo en el asiento que me ha indicado y él se inclina hacia mí para atarme el cinturón de seguridad. Es un arnés de cuatro bandas, todas ellas unidas en una hebilla central. Aprieta tanto las dos bandas superiores que apenas puedo moverme. Está pegado a mí, muy concentrado en lo que hace. Si pudiera inclinarme un poco hacia delante, hundiría la nariz entre su pelo. Huele a limpio, a fresco, a gloria, pero estoy firmemente atada al asiento y no puedo moverme. Levanta la mirada hacia mí y sonríe, como si le divirtiera esa broma que solo él entiende. 


Le brillan los ojos. Está tentadoramente cerca. Contengo
la respiración mientras me aprieta una de las bandas superiores.


—Estás segura. No puedes escaparte —me susurra—. Respira, Paula —añade en tono dulce.


Se incorpora, me acaricia la mejilla y me pasa sus largos dedos por debajo de la mandíbula, que sujeta con el pulgar y el índice. Se inclina hacia delante y me da un rápido y casto beso. Me quedo impactada, revolviéndome por dentro ante el excitante e inesperado contacto de sus labios.


—Me gusta este arnés —me susurra.


¿Qué?


Se acomoda a mi lado, se ata a su asiento y empieza un largo protocolo de comprobar indicadores, mover palancas y pulsar botones del alucinante despliegue de esferas, luces y
mandos. En varias esferas parpadean lucecitas, y todo el cuadro de mandos está iluminado.


—Ponte los cascos —me dice señalando unos auriculares frente a mí.


Me los pongo y el rotor empieza a girar. Es ensordecedor. 


Se pone también él los auriculares y sigue moviendo palancas.


—Estoy haciendo todas las comprobaciones previas al vuelo.


Oigo la incorpórea voz de Pedro por los auriculares. Me giro y le sonrío.


—¿Sabes lo que haces? —le pregunto.


Se gira y me sonríe.


—He sido piloto cuatro años, Paula. Estás a salvo conmigo —me dice sonriéndome de oreja a oreja—. Bueno, mientras estemos volando —añade guiñándome un ojo.


¡Pedro me ha guiñado un ojo!


—¿Lista?


Asiento con los ojos muy abiertos.


—De acuerdo, torre de control. Aeropuerto de Portland, aquí Charlie Tango Golf-Golf Echo Hotel, listo para despegar. Espero confirmación, cambio.


—Charlie Tango, adelante. Aquí aeropuerto de Portland, avance por uno-cuatro-mil, dirección cero-uno-cero, cambio.


—Recibido, torre, aquí Charlie Tango. Cambio y corto. En marcha —añade dirigiéndose a mí.


El helicóptero se eleva por los aires lenta y suavemente.


Portland desaparece ante nosotros mientras nos introducimos en el espacio aéreo, aunque mi estómago se queda anclado en Oregón. ¡Uau! Las luces van reduciéndose hasta convertirse en un ligero parpadeo a nuestros pies. Es como mirar al exterior desde una pecera. 


Una vez en lo alto, la verdad es que no se ve nada. Está todo muy oscuro. Ni siquiera la luna ilumina un poco
nuestro trayecto. ¿Cómo puede ver por dónde vamos?


—Inquietante, ¿verdad? —me dice Pedro por los auriculares.


—¿Cómo sabes que vas en la dirección correcta?


—Aquí —me contesta señalando con su largo dedo un indicador con una brújula electrónica—. Es un Eurocopter EC135. Uno de los más seguros. Está equipado para volar de noche. —Me mira y sonríe—. En mi edificio hay un helipuerto. Allí nos dirigimos.


Pues claro que en su edificio hay un helipuerto. Me siento totalmente fuera de lugar. Las luces del panel de control le iluminan ligeramente la cara. Está muy concentrado y no deja de controlar las diversas esferas situadas frente a él. Observo sus rasgos con todo detalle. Tiene un perfil muy bonito, la nariz recta y la mandíbula cuadrada. Me gustaría deslizar la lengua por su mandíbula.


No se ha afeitado, y su barba de dos días hace la perspectiva doblemente tentadora. Mmm… Me gustaría sentir su aspereza bajo mi lengua y mis dedos, contra mi cara.


—Cuando vuelas de noche, no ves nada. Tienes que confiar en los aparatos —dice interrumpiendo mi fantasía erótica.


—¿Cuánto durará el vuelo? —consigo decir, casi sin aliento.


No estaba pensando en sexo, para nada.


—Menos de una hora… Tenemos el viento a favor.


En Seattle en menos de una hora… No está nada mal. 


Claro, estamos volando.


Queda menos de una hora para que lo descubra todo. 


Siento todos los músculos de la barriga contraídos. Tengo un grave problema con las mariposas. Se me reproducen en el estómago.


¿Qué me tendrá preparado?


—¿Estás bien, Paula?


—Sí.


Le contesto con la máxima brevedad porque los nervios me oprimen.


Creo que sonríe, pero es difícil asegurarlo en la oscuridad. 


Pedro acciona otro botón.


—Aeropuerto de Portland, aquí Charlie Tango, en uno-cuatro-mil, cambio.


Intercambia información con el control de tráfico aéreo. Me suena todo muy profesional. Creo que estamos pasando del espacio aéreo de Portland al del aeropuerto de Seattle.


—Entendido, Seattle, preparado, cambio y corto.


Señala un puntito de luz en la distancia y dice:
—Mira. Aquello es Seattle.


—¿Siempre impresionas así a las mujeres? ¿«Ven a dar una vuelta en mi helicóptero»? —le pregunto realmente interesada.


—Nunca he subido a una mujer al helicóptero, Paula. También esto es una novedad —me contesta en tono tranquilo, aunque serio.


Vaya, no me esperaba esta respuesta. ¿También una novedad? Ah, ¿se referirá a lo de dormir con una mujer?


—¿Estás impresionada?


—Me siento sobrecogida, Pedro.


Sonríe.


—¿Sobrecogida?


Por un instante vuelve a tener su edad.


Asiento.


—Lo haces todo… tan bien.


—Gracias, señorita Chaves —me dice educadamente.


Creo que le ha gustado mi comentario, pero no estoy segura.


Durante un rato atravesamos la oscura noche en silencio. El punto de luz de Seattle es cada vez mayor.


—Torre de Seattle a Charlie Tango. Plan de vuelo al Escala en orden. Adelante, por favor.Preparado. Cambio.


—Aquí Charlie Tango, entendido, Seattle. Preparado, cambio y corto.


—Está claro que te divierte —murmuro.


—¿El qué?


Me mira. A la tenue luz de los instrumentos parece burlón.


—Volar —le contesto.


—Exige control y concentración… ¿cómo no iba a encantarme? Aunque lo que más me gusta es planear.


—¿Planear?


—Sí. Vuelo sin motor, para que me entiendas. Planeadores y helicópteros. Piloto las dos cosas.


—Vaya.


Aficiones caras. Recuerdo que me lo dijo en la entrevista. A mí me gusta leer, y de vez en cuando voy al cine. Nada que ver.


—Charlie Tango, adelante, por favor, cambio.


La voz incorpórea del control de tráfico aéreo interrumpe mis fantasías. Pedro contesta en tono seguro de sí mismo.


Seattle está cada vez más cerca. Ahora estamos a las afueras. ¡Uau! Es absolutamente impresionante. Seattle de noche, desde el cielo…


—Es bonito, ¿verdad? —me pregunta Pedro en un murmullo.


Asiento entusiasmada. Parece de otro mundo, irreal, y siento como si estuviera en un estudio de cine gigante, quizá de la película favorita de José, Blade Runner. El recuerdo de José intentando besarme me incomoda. Empiezo a sentirme un poco cruel por no haber contestado a sus llamadas. Seguro que puede esperar hasta mañana.


—Llegaremos en unos minutos —murmura Pedro.


Y de repente siento que me zumban los oídos, que se me dispara el corazón y que la adrenalina me recorre el cuerpo. 


Empieza a hablar de nuevo con el control de tráfico aéreo, pero ya no lo escucho. Creo que voy a desmayarme. Mi destino está en sus manos.


Volamos entre edificios, y frente a nosotros veo un rascacielos con un helipuerto en la azotea. En ella está pintada en color azul la palabra ESCALA. Está cada vez más cerca, se va haciendo cada vez más grande… como mi ansiedad. Espero que no se dé cuenta. No quiero decepcionarlo.


Ojalá hubiera hecho caso a Lourdes y me hubiera puesto uno de sus vestidos, pero me gustan mis vaqueros negros, y llevo una camisa verde y una chaqueta negra de Lourdes. 


Voy bastante elegante.


Me agarro al extremo de mi asiento cada vez con más fuerza. Tú puedes, tú puedes, me repito como un mantra mientras nos acercamos al rascacielos.


El helicóptero reduce la velocidad y se queda suspendido en el aire.Pedro aterriza en la pista de la azotea del edificio. 


Tengo un nudo en el estómago. No sabría decir si son nervios por lo que va a suceder, o alivio por haber llegado vivos, o miedo a que la cosa no vaya bien. Apaga el motor, y el movimiento y el ruido del rotor van disminuyendo hasta que lo único que oigo es el sonido de mi respiración entrecortada. Pedro se quita los auriculares y se inclina para quitarme los míos.


—Hemos llegado —me dice en voz baja.




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