miércoles, 7 de enero de 2015

CAPITULO 11




Pedro abre la puerta del copiloto del Audi 4 x 4 negro y subo. Menudo cochazo. No ha mencionado el arrebato pasional del ascensor. ¿Debería decir algo yo? ¿Deberíamos comentarlo o fingir que no ha pasado nada? 


Apenas parece real, mi primer beso con forcejeo. A medida que avanzan los minutos, le asigno un carácter mítico, como una leyenda del rey Arturo o de la Atlántida. No ha sucedido, nunca ha existido. Quizá me lo he imaginado. No. Me toco los labios, hinchados por el beso. Sin la menor duda ha sucedido. Soy otra mujer. Deseo a este hombre desesperadamente, y él me ha deseado a mí.


Lo miro. Pedro está como siempre, correcto y ligeramente distante.


No entiendo nada.


Arranca el motor y abandona su plaza de parking. Enciende el equipo de música. El dulce y mágico sonido de dos mujeres cantando invade el coche. Uau… Mis sentidos están alborotados, así que me afecta el doble. Los escalofríos me recorren la columna vertebral. Pedro conduce de forma tranquila y confiada hacia la Southwest Park Avenue.


—¿Qué es lo que suena?


—Es el «Dúo de las flores» de Delibes, de la ópera Lakmé. ¿Te gusta?


Pedro, es precioso.


—Sí, ¿verdad?


Sonríe y me lanza una rápida mirada. Y por un momento parece de su edad, joven, despreocupado y guapo hasta perder el sentido. ¿Es esta la clave para acceder a él? ¿La música? Escucho las voces angelicales, sugerentes y seductoras.


—¿Puedes volver a ponerlo?


—Claro.


Pedro pulsa un botón, y la música vuelve a acariciarme. Invade mis sentidos de forma lenta, suave y dulce.


—¿Te gusta la música clásica? —le pregunto intentando hacer una incursión en sus gustos personales.


—Mis gustos son eclécticos, Paula. De Thomas Tallis a los Kings of Leon. Depende de mi estado de ánimo. ¿Y los tuyos?


—Los míos también. Aunque no conozco a Thomas Tallis.


Se gira, me mira un instante y vuelve a fijar los ojos en la carretera.


—Algún día te tocaré algo de él. Es un compositor británico del siglo XVI. Música coral eclesiástica de la época de los Tudor. —Me sonríe—. Suena muy esotérico, lo sé, pero es mágica.


Pulsa un botón y empiezan a sonar los Kings of Leon. A estos los conozco. «Sex on Fire.» Muy oportuno. De pronto el sonido de un teléfono móvil interrumpe la música. 


Pedro pulsa un botón del volante.


—Alfonso —contesta bruscamente.


—Señor Alfonso, soy Welch. Tengo la información que pidió.


Una voz áspera e incorpórea que llega por los altavoces.


—Bien. Mándemela por e-mail. ¿Algo más?


—Nada más, señor.


Pulsa el botón, la llamada se corta y vuelve a sonar la música. Ni adiós ni gracias. Me alegro mucho de no haberme planteado la posibilidad de trabajar para él. Me estremezco solo de pensarlo. Es demasiado controlador y frío con sus empleados. El teléfono vuelve a interrumpir la música.


—Alfonso.


—Le han mandado por e-mail el acuerdo de confidencialidad, señor Alfonso.


Es una voz de mujer.


—Bien. Eso es todo, Andrea.


—Que tenga un buen día, señor.


Pedro cuelga pulsando el botón del volante. La música apenas ha empezado a sonar cuando vuelve a sonar el teléfono. ¿En esto consiste su vida, en contestar una y otra vez al teléfono?


—Alfonso —dice bruscamente.


—Hola, Pedro. ¿Has echado un polvo?


—Hola, Gustavo… Estoy con el manos libres, y no voy solo en el coche.


Pedro suspira.


—¿Quién va contigo?


Pedro mueve la cabeza.


—Paula Chaves.


—¡Hola, Pau!


¡Pau!


—Hola, Gustavo.


—Me han hablado mucho de ti —murmura Gustavo con voz ronca.


Pedro frunce el ceño.


—No te creas una palabra de lo que te cuente Lourdes —dice Pau.


Gustavo se ríe.


—Estoy llevando a Paula a su casa —dice Pedro recalcando mi nombre completo—. ¿Quieres que te recoja?


—Claro.


—Hasta ahora.


Pedro cuelga y vuelve a sonar la música.


—¿Por qué te empeñas en llamarme Paula?


—Porque es tu nombre.


—Prefiero Pau.


—¿De verdad?


Casi hemos llegado a mi casa. No hemos tardado mucho.


—Paula… —me dice pensativo.


Lo miro con mala cara, pero no me hace caso.


—Lo que ha pasado en el ascensor… no volverá a pasar. Bueno, a menos que sea premeditado —dice él.


Detiene el coche frente a mi casa. Me doy cuenta de pronto de que no me ha preguntado dónde vivo. Ya lo sabe. Claro que sabe dónde vivo, porque me envió los libros. ¿Cómo no iba a saberlo un acosador que sabe rastrear la localización de un móvil y que tiene un helicóptero?


¿Por qué no va a volver a besarme? Hago un gesto de disgusto al pensarlo. No lo entiendo. La verdad es que debería apellidarse Enigmático, no Alfonso. Sale del coche y lo rodea caminando con elegancia hasta mi puerta, que abre. Siempre es un perfecto caballero, excepto quizá en raros y preciosos momentos en los ascensores. Me ruborizo al recordar su boca pegada a la mía y se me pasa por la cabeza la idea de que yo no he podido tocarlo. Quería deslizar mis dedos por su pelo alborotado, pero no podía mover las manos. Me siento, en retrospectiva, frustrada.


—A mí me ha gustado lo que ha pasado en el ascensor —murmuro saliendo del coche.


No estoy segura de si oigo un jadeo ahogado, pero decido hacer caso omiso y subo los escalones de la entrada.


Lourdes y Gustavo están sentados a la mesa. Los libros de catorce mil dólares no siguen allí, afortunadamente. Tengo planes para ellos. Lourdes muestra una sonrisa ridícula y poco habitual en ella, y su melena despeinada le da un aire muy sexy. Pedro me sigue hasta el comedor, y aunque Lourdes sonríe con cara de habérselo pasado en grande toda la noche, lo mira con desconfianza.


—Hola, Pau.


Se levanta para abrazarme y al momento se separa un poco y me mira de arriba abajo. Frunce el ceño y se gira hacia Pedro.


—Buenos días, Pedro —le dice en tono ligeramente hostil.


—Señorita Kavanagh —le contesta en su envarado tono formal.


Pedro, se llama Lourdes—refunfuña Gustavo.


—Lourdes.


Pedro asiente con educación y mira a Lourdes, que se ríe y se levanta para abrazarme él también.


—Hola, Pau.


Sonríe y sus ojos azules brillan. Me cae bien al instante. Es obvio que no tiene nada que ver con Pedro, pero, claro, son hermanos adoptivos.


—Hola, Gustavo.


Le sonrío y me doy cuenta de que estoy mordiéndome el labio.


—Gustavo, tenemos que irnos —dice Pedro en tono suave.


—Claro.


Se gira hacia Gustavo, la abraza y le da un beso interminable.


Vaya… meteos en una habitación. Me miro los pies, incómoda. Levanto los ojos hacia Pedroque está mirándome fijamente. Le sostengo la mirada. ¿Por qué no me besas así? Gustavo sigue besando a Lourdes, la empuja hacia atrás y la hace doblarse de forma tan teatral que el pelo casi le toca el suelo.


—Nos vemos luego, nena —le dice sonriente.


Lourdes se derrite. Nunca antes la había visto derritiéndose así. Me vienen a la cabeza las palabras «hermosa» y «complaciente». Lourdes, complaciente. Gustavo debe de ser buenísimo. Pedro resopla y me mira con expresión impenetrable, aunque quizá le divierte un poco la situación. 


Me coge un mechón de pelo que se me ha salido de la coleta y me lo coloca detrás de la oreja. Se me corta la
respiración e inclino la cabeza hacia sus dedos. Sus ojos se suavizan y me pasa el pulgar por el labio inferior. La sangre me quema las venas. Y al instante retira la mano.


—Nos vemos luego, nena —murmura.


No puedo evitar reírme, porque la frase no va con él. Pero aunque sé que está burlándose, aquellas palabras se quedan clavadas dentro de mí.


—Pasaré a buscarte a las ocho.


Se da media vuelta, abre la puerta de la calle y sale al porche.Gustavo lo sigue hasta el coche, pero se vuelve y le lanza otro beso a Lourdes. Siento una inesperada punzada de celos.


—¿Por fin? —me pregunta Lourdes con evidente curiosidad mientras los observamos subir al coche y alejarse.


—No —contesto bruscamente, con la esperanza de que eso impida que siga preguntándome.


Entramos en casa.


—Pero es evidente que tú sí —le digo.


No puedo disimular la envidia. Lourdes siempre se las arregla para cazar hombres. Es irresistible, guapa, sexy, divertida, atrevida… Todo lo contrario que yo. Pero la sonrisa con la que me contesta es contagiosa.


—Y he quedado con él esta noche.


Aplaude y da saltitos como una niña pequeña. No puede reprimir su entusiasmo y su alegría, y yo no puedo evitar alegrarme por ella. Será interesante ver a Lourdes contenta.


—Esta noche Pedro va a llevarme a Seattle.


—¿A Seattle?


—Sí.


—¿Y quizá allí…?


—Eso espero.


—Entonces te gusta, ¿no?


—Sí.


—¿Te gusta lo suficiente para…?


—Sí.


Alza las cejas.


—Uau. Por fin Paula Chaves se enamora de un hombre, y es Pedro Alfonso, el guapo y sexy multimillonario.


—Claro, claro, es solo por el dinero.


Sonrío hasta que al final nos da un ataque de risa a las dos.


—¿Esa blusa es nueva? —me pregunta.


Le cuento los poco excitantes detalles de mi noche.


—¿Te ha besado ya? —me pregunta mientras prepara un café.


Me ruborizo.


—Una vez.


—¡Una vez! —exclama.


Asiento bastante avergonzada.


—Es muy reservado.


Lourdes frunce el ceño.


—Qué raro.


—No creo que la palabra sea «raro», la verdad.


—Tenemos que asegurarnos de que esta noche estés irresistible —me dice muy decidida.


Oh, no… Ya veo que va a ser un tiempo perdido, humillante y doloroso.


—Tengo que estar en el trabajo dentro de una hora.


—Me bastará con ese ratito. Vamos.


Lourdes me coge de la mano y me lleva a su habitación.




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