jueves, 29 de enero de 2015

CAPITULO 84




Con fácil gracia, Pedro golpea la bola blanca, con lo que la hace deslizarse a través de la mesa, darle el golpe de gracia a la negra y de manera imposiblemente lenta rodar, tambalearse sobre el borde, para finalmente caer en el agujero superior derecho de la mesa de billar.


Maldita sea.


Se endereza, y su boca se tuerce en una triunfante sonrisa de ya-eres-mía-Chaves.


Dejando el taco a un lado se acerca casualmente a mí, todo cabello alborotado, pantalones vaqueros y camiseta blanca. 


No luce como un gerente general, sino más bien como el chico malo del lado equivocado de la ciudad. ¡Santo cielo, es tan jodidamente sexy!


—¿No vas a ser una mala perdedora, o sí? —murmura, apenas conteniendo una sonrisa.


—Depende de cuán duro me zurres —susurro, aferrándome a mi taco en busca de apoyo. Me quita el taco y lo pone a un lado, engancha su dedo en la parte superior de mi blusa y tira de mí hacia él.


—Bueno, contemos entonces tus delitos menores, señorita Chaves. —Comienza a enumerar con sus largos dedo—. Uno, hacer que me ponga celoso de mi propio personal. Dos, discutir conmigo por lo de trabajar. Y tres, agitar frente a mí tu delicioso trasero durante los últimos veinte minutos.


Sus claros ojos grises brillan con excitación, se inclina y frota su nariz contra la mía.


—Quiero que te quites los vaqueros y esta realmente favorecedora blusa. Ahora. — Planta un suave beso de pluma sobre mis labios, se dirige entonces a la puerta y la
cierra.


Oh mi….


Cuando se da la vuelta y me mira, sus ojos están ardiendo. 


Me quedo paralizada como una autentica zombie, mi corazón latiendo con fuerza, mi sangre corriendo en mis venas, verdaderamente no soy capaz de mover un solo músculo. En mi mente, todo en lo que puedo pensar es: esto es —por él—, repitiendo el pensamiento una y otra vez como un mantra.


—La ropa, Paula. Todavía la llevas puesta. Quítatela, o lo haré por ti.


—Hazlo. —Finalmente encuentro mi voz, y suena baja y acalorada. Pedro sonríe.


—Ah, señorita Chaves. Es realmente un trabajo muy duro, pero creo que podré superar el desafío.


—Por lo general estás a la altura de la mayor parte de los desafíos, señor Alfonso. — Enarco una ceja en su dirección. 


Él sonríe con suficiencia.


—¿Por qué señorita Chaves, qué quieres decir? —Dirigiéndose hacia mí se detiene en el pequeño escritorio construido dentro de una de las estanterías. Rebusca y extrae una regla de treinta centímetros de plexiglás. La sostiene de extremo a extremo y la hace doblar, sus ojos no abandonan en ningún momento los míos.


Santa mierda, aquella era el arma de su elección. Mi boca se seca.


De repente me encuentro a mí misma estando húmeda y caliente en todos los lugares correctos. Sólo Pedro podía encenderme con nada más que una mirada y la flexibilidad de una regla. La desliza dentro del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros y llega hasta a mí, sus ojos oscuros, llenos de promesas. Sin decir una palabra, se pone de rodillas frente a mí y empieza a deshacer mis cordones, de forma rápida y eficiente, deslizando mis Converse y calcetines. Me reclino en un lado de la mesa de billar para no caerme. Mientras lo miro deshacer mis cordones, no puedo evitar maravillarme de la profundidad de mis sentimientos por este hermoso e imperfecto hombre. Lo amo.


Coge mis caderas, desliza los dedos dentro de la cinturilla de los vaqueros y desabrocha el botón y la cremallera. Me mira por debajo de sus largas pestañas, sonriendo de oreja a oreja con su expresión más lasciva mientras que con lentitud me quita los pantalones. Doy un paso fuera de ellos, agradecida de estar usando aquellas muy bonitas bragas, toma la parte trasera de mis piernas y hace correr su nariz a lo largo de toda la cumbre de mis muslos. 


Prácticamente me derrito.


—Quiero ser un poco rudo contigo, Paula. Tendrás que decirme que pare si es demasiado. —Suspira.


Oh mi... Él me besa… allí. Gimo suavemente.


—¿Palabra de seguridad? —murmuro.


—No, ninguna palabra de seguridad, simplemente dime que me detenga y lo haré. ¿Lo entiendes? —Me besa de nuevo, frotando esta vez su nariz. Ah, aquello se siente realmente bien. Se detiene, su mirada es intensa—. Respóndeme —ordena su voz de terciopelo.


—Sí, sí, lo entiendo. —Su insistencia en esto me hace sentir perpleja.


—Me has estado lanzando indirectas y dándome señales mixtas durante todo el día, Paula —dice—. Dijiste que estabas preocupada porque hubiese perdido mi ventaja. No estoy seguro de a lo que te referías, o cuán en serio hablabas, pero ahora vamos a averiguarlo. No quiero volver todavía a la sala de juegos, sin embargo ahora mismo podemos probar con esto, pero si no te gusta, tienes que
prometerme que me lo dirás. —La naciente intensidad de su ansiedad sustituía su anterior suficiencia.


Caray, por favor no estés así, Pedro.


—Te lo diré. No habrá palabra de seguridad.


—Somos amantes, Paula. Los amantes no necesitan palabras de seguridad. — Frunce el ceño—. ¿No es cierto?


—Supongo que no —murmuro. Cristo, ¿cómo iba yo a saber?—. Prometo que te diré.


Busca entonces en mi rostro cualquier pista que pudiese restarle valor a mis convicciones, pero aunque estoy nerviosa, también estoy excitada. Aún más, al saber que él me ama. Es muy simple para mí, y ahora mismo, no quiero pensar demasiado.


Una lenta sonrisa se extiende por todo su rostro, y comienza a desabrocharme la blusa, a pesar de que sus hábiles dedos terminan rápido con la labor, no me la quita. Se inclina y coge el taco.


Ah, mierda. ¿Qué iba a hacer ahora con eso? Un escalofrío de miedo me recorre.


—Juegas bien, señorita Chaves. Debo decir que estoy sorprendido. ¿Por qué no le das a la negra?


Mi miedo queda en el olvido. Hago una cara, preguntándome por qué demonios él debería estar sorprendido, —sexy y arrogante bastardo. Mi Diosa interior
comienza a hacer ejercicios de calentamiento— una gran sonrisa tonta en su cara.


Posiciono la bola blanca. Pedro se pasea alrededor de la mesa y se para justo detrás de mí cuando me inclino para hacer mi disparo. Pone su mano en mi muslo derecho, recorriendo con sus dedos mi pierna de arriba abajo hasta mi trasero, y repitiendo todo una y otra vez con ligeros toques.


—Perderé si continuas haciendo eso —susurro, cerrando los ojos y disfrutando de la sensación de sus manos sobre mí.


—No me importa si pierdes o no, bebé. Simplemente quería verte así, parcialmente vestida, sobre mi mesa de billar. ¿Tienes idea de lo ardiente que te ves en este momento?


Me ruborizo, y mi Diosa interior coge una rosa con los dientes y comienza a bailar el tango. Respiró hondo, trato de no hacerle caso y alinear mi tiro. Es imposible.


Acaricia mi trasero, una y otra vez.


—Arriba a la izquierda —murmuro, entonces golpeo la bola blanca. Al tiempo él me golpea duro, de lleno en el trasero.


Es tan inesperado que grito. La bola blanca le da a la negra, que rebota en el colchón próximo al hoyo. Pedro acaricia de nuevo mi trasero.


—Ah, parece que tienes que intentar de nuevo —susurra—. Deberías concentrarte, Paula.


Estoy jadeando ahora, excitada por este juego. Se aproxima al final de la mesa, coloca en su lugar la bola negra de nuevo, entonces me da la bola blanca haciéndola rodar por la mesa. Se ve tan sexual y carnal, sus ojos oscurecidos y una sonrisa lasciva. ¿Cómo podría resistirme a este hombre? Atrapo la bola y la alineo de nuevo, lista para golpear.


—Uh-uh —me amonesta—. Espera. —Ah, como le encanta prolongar la agonía, de repente está de nuevo tras mi espalda. Cierro los ojos una vez más a medida que acaricia mi muslo izquierdo en esta ocasión, en ascensión a mi trasero.


—Apunta —exhala.


No puedo evitar gemir cuando el deseo gira y da vueltas dentro de mí. Y lo intento, realmente intento pensar desde dónde debería golpear a la negra con la blanca. Cambio mi posición ligeramente hacia mi derecha, y él me sigue. Me inclino sobre la mesa una vez más. Utilizando el último vestigio de fuerza interior, la cual ha disminuido considerablemente desde que sé lo que sucederá cuando golpeé la bola blanca. Apunto y golpeo de nuevo la blanca. Pedro me golpea una vez más, con fuerza.


¡Ay! Fallé de nuevo.


—¡Oh no! —gimo.


—Una vez más, nena. Y si fallas esta vez, realmente dejaré que lo consigas.


¿Qué? ¿Conseguir qué?


Sitúa de nuevo la bola negra y camina de regreso a mí, de forma dolorosamente lenta, hasta que está de nuevo de pie a mis espaldas, acariciando de vuelta mi trasero.


—Puedes hacerlo —me convence.


Oh, no cuando me estás distrayendo de esta manera. 


Presiono mi trasero contra su mano, y él me golpea con ligereza.


—¿Ansiosa, señorita Chaves? —murmura.


Sí, te quiero ahora.


—Bueno, entonces deshagámonos de estas. —Con delicadeza comienza a deslizar por mis muslos las bragas hasta quitármelas. No puedo ver lo que hace con ellas,no mientras me hace sentir expuesta cuando planta un beso en cada nalga.


—Haz el disparo, bebé.


Quiero llorar, no lo voy a conseguir. Sé que voy a fallar. 


Alineo la blanca, la golpeo, y en mi impaciencia fallo por completo en darle a la negra. Espero por el golpe, pero no llega. En cambio se inclina justo sobre mí, aplastándome contra la mesa, me quita el taco de la mano y lo hace rodar por la banda lateral. Puedo sentirlo, duro, contra mi trasero.


—Perdiste —me dice con suavidad al oído. Mi mejilla presionando contra la mesa de billar—. Pon tus manos sobre la mesa.


Hago lo que dice.


—Perfecto. Ahora voy a azotarte y quizá la próxima vez ganes. —Cambia de posición y ahora está de pie a mi izquierda, su erección contra mi cadera.


Gimo y casi puedo sentir a mi corazón saltar a mi boca. Mi respiración se convierte en cortos y pesados jadeos, con la espesa excitación corriéndome en las venas. Con suavidad me acaricia el trasero, mientras que su otra mano se curva en mi nuca cerrándose en un puño en mi cabello, dejando su codo descansar sobre mi espalda, manteniéndome sujeta. Estoy completamente indefensa.


—Abre las piernas —murmura, y por un breve momento vacilo. Y es entonces cuando me golpea duro. ¡Con la regla! 


El sonido que hace es incluso más fuerte que el de un azote, por lo que me toma por sorpresa, grito y él me golpea de nuevo.


—Piernas —ordena. Abro mis piernas jadeando. La regla me golpea de nuevo.


Agh, duele, pero el sonido que hace al cruzar mi piel es incluso peor de lo que se siente.


Cierro los ojos y absorbo el dolor. No se siente tan mal, entonces la respiración de Pedro se hace más pesada. Y es cuando comienza a golpearme una y otra vez, por lo que comienzo a soltar pequeños quejidos. No estoy segura de cuantos golpes más puedo soportar, pero escucharlo y saber cuán encendido está, alimenta mi excitación y mi deseo de continuar. Estoy cruzando hacia el lado oscuro, un lugar en mi psique, no sé muy bien cuál, quizá el que ha visitado la sala de juegos, con Tallis. La regla me golpea una vez más, y suelto un quejido audible, Pedro gime en respuesta. Me golpea de nuevo, y de nuevo… y una vez más… más duro esta vez, por lo que me estremezco.


—Detente. —La palabra sale de mi boca, antes de que siquiera pueda darme cuenta de que la he dicho. Pedro deja caer la regla de inmediato y me libera.


—¿Suficiente? —susurra.


—Sí.


—Ahora quiero cogerte —dice con voz tensa.


—Sí —murmuro con anhelo. Desabrocha su bragueta, mientras yazco jadeando acostada sobre la mesa, sabiendo lo rudo que será.


Me maravillo una vez más de la forma que he conseguido manejar —y sí, disfrutar— lo que me ha hecho hasta este punto. Es tan oscuro, pero de igual forma tan de él.


Desliza dos dedos en mi interior y los mueve de forma circular. La sensación es exquisita. Cierro los ojos y me deleito en ella. Oigo el delator rasgado del papel, y entonces está parado detrás de mí, entre mis piernas, abriéndolas incluso más.


Con lentitud se hunde en mi interior, llenándome. Escucho su gemido de placer puro, que hace agitar mi alma. Coge mis caderas con firmeza, deslizándose fuera de mí de nuevo, entrando de vuelta con una fuerte acometida, haciéndome gritar.


Se queda quieto por un momento.


—¿De nuevo? —pregunta en voz baja.


—Sí… estoy bien. Piérdete… llévame contigo —murmuro sin aliento.


Deja escapar un gemido ronco de su garganta, deslizándose fuera de mí de nuevo, es entonces cuando se estrella contra mí, repitiéndolo una y otra vez, de forma
deliberadamente lenta —castigándome con un ritmo brutal y celestial.


Oh mierda mis... mis entrañas comienzan a acelerarse. Él lo siente, también, y aumenta el ritmo, me empuja, más hondo, más fuerte, más rápido —y me rindo, explotando a su alrededor— un orgasmo drenador de alma que me deja agotada y exhausta.


Soy vagamente consciente de Pedro dejándose ir también, diciendo mi nombre, sus dedos clavándose en mis caderas, quedándose quieto y luego desplomándose sobre mí. Nos hundimos en el suelo, él acunándome en sus brazos.


—Gracias, nena —exhala, y me cubre la cara vuelta hacia arriba con suaves besos.


Abro los ojos y lo veo, y él envuelve sus brazos apretadamente a mi alrededor.


—Tu mejilla está sonrosada debido a la mesa —murmura, masajeando mi rostro con ternura—. ¿Cómo estuvo? —Sus ojos grandes y cautelosos.


—Una buena apretada de dientes —murmuro—. Me gusta rudo, Pedro, y también suave. Me gusta que sea contigo.


Cierra los ojos y me abraza con más fuerza.


Cristo, estoy cansada.


—Nunca me fallas, Paula. Eres hermosa, brillante, desafiante, divertida, sexy, y doy gracias cada día a la divina providencia que fueses tú quién viniera a hacerme la entrevista y no Lourdes Kavanagh. —Besa mi cabello. Sonrió y bostezo contra su pecho—. Te he agotado —continúa él—. Vamos, un baño y luego a la cama.




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