Mi mano se agarra de su cabello, mientras mi boca se encuentra febril contra la de Pedro, consumiéndolo, saboreando el sabor de su lengua en la mía. Y él se encuentra igual, devorándome. Es celestial.
De repente me jala y me acerca, toma el borde de mi camiseta, jalándola sobre mi cabeza y lanzándola al suelo.
—Quiero sentirte —dice ávidamente contra mi boca mientras sus manos se ponen detrás de mí para desabrochar mi sostén. En un rápido movimiento, lo quita y lo pone a un lado.
Me recuesta de nuevo en la cama, presionándome contra el colchón, su boca y su mano se mueven hasta mis pechos.
Mis dedos se curvan en su cabello y él toma uno de mis pezones entre sus labios y lo aprieta con fuerza.
Grito mientras la situación se desliza a través de mi cuerpo, pinchazos, y apretones por todos los músculos alrededor de mi ingle.
—Sí nena, déjame escucharte —murmura contra mi sobrecalentada piel.
Hombre, lo quiero dentro de mí ahora. Con su boca, juega con mi pezón, jalándolo, haciéndome retorcerme y suspirar por él. Siento su anhelo mesclado con… ¿qué?
Veneración .Es como si me estuviese adorando.
Me toma el cabello con los dedos, mi pezón poniéndose duro y alargándose bajo su hábil toque. Su mano se mueve hasta mis vaqueros, y hábilmente suelta el botón, baja el cierre, y desliza su mano entre mis bragas, deslizando sus dedos contra mi sexo.
Su aliento sisea mientras sus dedos se deslizan en mi interior. Empujo mi pelvis contra el talón de su mano y él responde frotándose contra mí.
—Oh nena —dice en un respiro, mientras se cierne sobre mí, mirándome atentamente—. Estás tan mojada. —Su voz está llena de maravilla.
—Te deseo —murmuro.
Su boca se une de nuevo con la mía, y siento su hambrienta desesperación, su necesidad de mí. Esto es nuevo —nunca ha sido así excepto cuando regresé de Georgia— y sus palabras del principio volvieron a mí. Necesito saber que estamos bien. Ésta es la única manera que conozco.
El pensamiento me lo aclara todo. Saber que tengo tal efecto en él, que puedo ofrecerle tanto consuelo, haciendo esto, mi Diosa interior ronronea con puro placer.
Él se sienta, toma el dobladillo de mis pantalones, y los jala, seguidos de mis bragas.
Manteniendo sus ojos en mí, se pone de pie, saca un paquete de aluminio de su bolsillo y me lo lanza, luego se quita los pantalones y sus bóxers en un rápido movimiento.
Rasgo el paquete con avidez, y cuando él se acuesta de nuevo a mi lado, lentamente deslizo el condón en él. Toma mis dos manos y su pone sobre su espalda.
—Tú, arriba —ordena, me pone a horcadas sobre él—. Quiero verte. Oh.
Me guía, y dudando me deslizo sobre él. Cierra sus ojos y flexiona sus caderas para encontrarme, llenándome, extendiéndose, su boca formando una perfecta O cuando exhala.
Oh, eso se siente tan bien, poseyéndolo, poseyéndome.
Toma mis manos, y no sé si es para estabilizarme o para evitar que lo toque a pesar de todo ya tengo asegurado el camino.
—Te sientes muy bien —murmura
Me levanto de nuevo con el poder que tengo sobre él, mirando a Pedro Alfonso, poco a poco desmoronándose debajo de mí. Suelta mis manos y toma mis caderas, y pongo mis manos en sus brazos, se mete dentro de mí bruscamente, haciéndome gritar.
—Así es, nena, siénteme —dice su voz tensa.
Tiro mi cabeza hacia atrás y hago exactamente eso. Esto es lo que hace tan bien.
Me muevo —luchando contra su ritmo en perfecta simetría— entumeciendo toda idea y razón. Sólo soy sensación perdida en este hoyo de placer. Arriba abajo… una y otra vez… oh sí… Abriendo mis ojos, bajo la mirada directamente hacia él, mi respiración irregular, me está regresando la mirada, ojos ardiendo.
—Mi Paula —articula.
—Sí —digo en tono áspero—. Siempre.
Él gime con fuerza, cerrando de nuevo sus ojos, tirando su cabeza hacia atrás. Oh mi… ver a Pedro desecho es suficiente para sellar mi destino, y me vengo de manera audible, agotadoramente, girando hacia arriba y alrededor, y colapso sobre él.
—Oh nena —gime cuando encuentra su liberación, sosteniéndome inmóvil y dejándose ir.
Mi cabeza está en su pecho en la zona de acceso prohibido, mi mejilla contra el ligero vello en su esternón. Estoy jadeando, candente, y resisto la urgencia de fruncir mis labios y besarlo.
Simplemente me acosté sobre él, recuperando mi aliento. Él alisa mi cabello, y su mano se desliza por mi espalda, acariciándome mientras tranquiliza su aliento.
—Eres tan hermosa.
Alzo mi cabeza para mirarlo, mi expresión es escéptica. Él frunce el ceño a modo de respuesta y se sienta rápidamente, tomándome por sorpresa, su brazo deslizándose para mantenerme en el lugar. Me agarro de sus bíceps cuando estamos cara a cara.
—Tú. Eres. Hermosa —dice de nuevo, su tono enfático.
—Y tú eres maravillosamente dulce a veces. —Lo beso suavemente.
Me levanta y me deja a un lado. Me estremezco cuando lo hace. Inclinándose, me besa suavemente.
—No tienes idea de cuán atractiva eres, ¿cierto?
Me sonrojo. ¿A dónde va con esto?
—Todos esos chicos persiguiéndote, ¿no es suficiente para una pista?
—¿Chicos? ¿Qué chicos?
—¿Quieres la lista? —Pedro frunce el ceño—. El fotógrafo, está loco por ti, ese chico en la ferretería, el compañero de cuarto de tu hermano, tu jefe —añade amargamente.
—Oh, Pedro, eso no es cierto.
—Créeme. Les gustas. Quieren lo que es mío. —Me acerca a él, y reposo mis brazos en sus hombros, mis manos en su cabello, mirándolo entretenidamente.
—Mía —repite, sus ojos brillando posesivamente.
—Sí, tuya —le aseguro, sonriendo. Luce apaciguado, y me siento perfectamente cómoda desnuda sobre su regazo en una cama bajo la luz de un sábado por la tarde. ¿Quién lo habría pensado? Las marcas de lápiz labial permanecen en su cuerpo exquisito. Noto algunas manchas en la funda nórdica, y me pregunto si la señora Jones las notara.
—La línea aún está intacta —murmuro, con valentía remonto la marca en su hombro con mi dedo índice. Él se pone rígido, parpadeando de repente—. Quiero seguir explorando.
Me mira escépticamente.
—¿El apartamento?
—No. Estaba pensando en el mapa del tesoro que había dibujado para ti. —Mis dedos pican por tocarlo.
Sus cejas se alzan en sorpresa, y parpadea inseguro. Froto mi nariz contra la suya.
—¿Y que implicaría exactamente eso, señorita Chaves?
Alzo mi mano de su hombro y deslizo mis yemas en su cara.
—Quiero tocarte en todos los lugares que me están permitidos.
Pedro atrapa mi dedo índice en sus dientes, mordiéndolo suavemente.
—Au —protesto y sonríe, un suave gruñido saliendo de su garganta.
—De acuerdo —dice, soltando mi dedo, pero su voz está mezclada con aprensión—. Espera. —Se acuesta a mi lado, alzándome de nuevo, y se quita el condón, dejándolo caer sin fijarse en el suelo al lado de la cama.
—Odio esas cosas. Tengo muchas ganas de llamar a la doctora Greene para que te ponga una inyección.
—¿Crees que la mejor ginecóloga en Seattle simplemente va a venir corriendo?
—Puedo ser muy persuasivo —murmura, poniendo mi cabello detrás de mí oreja—. Franco ha hecho un gran trabajo con tu cabello. Me gustan estas capas.
¿Qué?
—Deja de cambiar el tema.
Me muevo de nuevo, ahora estoy sobre él, apoyándome en sus rodillas, mis pies a cada lado de sus caderas. Él se inclina hacia atrás con sus brazos.
—Toca —dice sin humor. Luce nervioso, pero está tratando de esconderlo.
Manteniendo mis ojos en los suyos, me acerco y deslizo mi dedo debajo de la línea del lápiz labial, a través de sus finamente esculpidos músculos abdominales. Se estremece y me detengo.
—No tengo que… —susurro.
—No está bien. Sólo toma un poco… de reajuste de mi parte. Nadie me ha tocado por un largo tiempo —murmura.
—¿La señora Robinson? —Las palabras salen espontáneamente de mi boca, y sorprendentemente, me las arreglo para mantener toda la amargura y el rencor en mi voz.
Él asiente, obviamente incómodo.
—No quiero hablar sobre ella. Agriará tu buena actitud.
—Puedo manejarlo.
—No, no puedes, Paula. Te pones roja cada vez que la menciono. Mi pasado es mi pasado. Es un hecho. No puedo cambiarlo. Tengo suerte de que tú no lo tengas, porque me volvería loco que lo tuvieses.
Frunzo el ceño, pero no quiero pelear.
—¿Volverte loco? Más de lo que ya estás. —Sonrió, esperando aligerar la atmosfera entre nosotros.
Sus labios se contraen.
—Loco por ti —susurra.
Mi corazón se hincha de alegría.
—¿Llamo al doctor Flynn?
—No creo que eso sea necesario —dice secamente.
Se mueve hacia atrás de esta manera está sobre sus pies.
Pongo mis dedos de nuevo en su vientre y dejo que se muevan a través de su piel. Se pone rígido de nuevo.
—Me gusta tocarte. —Mis dedos patinan hasta su ombligo después hacia el sur a lo largo de su camino de la felicidad. Sus labios se parten mientras su respiración cambia, sus ojos se oscurecen y su erección despierta y da tirones debajo de mí.
Joder. Round dos.
—¿Otra vez? —murmuro.
Él sonríe.
—Oh sí, señorita Chaves, otra vez.
* * *
Está revelando mucho hoy. Es asombroso, tratando de asimilar toda la información y reflexionar sobre lo aprendido: los detalles de su salario —Whoa… es apestosamente rico, y para alguien tan joven; es simplemente extraordinario— y los expedientes que tiene sobre mí y sobre todas sus sumisas morenas. Me pregunto si están todas en ese archivador.
Mi subconsciente frunce los labios y sacude la cabeza —no vayas allí. Frunzo el ceño. ¿Sólo una rápida miradita?
Y ahí está Lorena, con una pistola, potencialmente, en alguna parte, y su gusto de mierda por la música aún en su iPod. Pero aún peor, la señora Paedo Robinson, no puedo enredar mi cabeza en ella, y no quiero. No quiero que sea un espectro de cabello brillante en nuestra relación. Él está en lo correcto, me voy hasta el fondo cuando pienso en ella, así que quizás es mejor que no lo haga.
Salgo de la ducha y me seco, de repente estoy capturada por una ira inesperada.
¿Pero quién no lo haría? ¿Qué clase de persona cuerda, y normal le haría eso a un niño de quince años? ¿Cuánto ha contribuido ella a su mierda? No la entiendo. Y peor aún, él dice que ella lo ayudo. ¿Cómo?
Pienso en sus cicatrices, la física cruda encarnación de una horripilante niñez y un nauseabundo recuerdo de cicatrices mentales que debe soportar. Mi dulce, triste cincuenta tonos. Dijo cosas tan encantadoras hoy. Está loco por mí.
Mirándome reflexivamente, sonrió al recuerdo de sus palabras, mi corazón llenándose una vez más, y mi rostro se transforma en una ridícula sonrisa. Tal vez podemos hacer que esto funcione. Pero, ¿cuánto tiempo va a querer hacer esto sin tirar la mierda sobre mí, por cruzar alguna línea arbitraria?
Mi sonrisa se desvanece. Esto es lo que no sé. Esta es la sombra que cuelga entre nosotros. Peculiar mierda, sí, ¿puedo hacer eso, pero más?
Mi subconsciente me mira fijamente sin comprender, por una vez sin ofrecer palabras de sabiduría sarcásticas.
Regreso a mi recámara a vestirme.
Pedro está abajo alistándose, haciendo lo que sea que esté haciendo, así que tengo el cuarto para mí. También todos los vestidos en el closet, tengo cajones llenos de ropa interior nueva. Elijo un corpiño corsé negro con una etiqueta de quinientos cuarenta dólares. Tiene un acabado plateado como filigrana y la más breve de las bragas para hacer juego. A la altura del muslo medias, también, en un color natural, muy fino, pura seda. Guau… se sienten… seductoras… y algo candentes… sí.
Estoy llegando por el vestido cuando Pedro entra sin previo aviso. ¡Vaya, que podría tocar! Él está de pie inmóvil mirándome, sus ojos grises brillando, hambrientos. Me pongo roja en todas partes, lo siento. Está usando una camisa blanca y unos pantalones negros que hacen juego, el cuello de su camisa está abierto. Puedo ver la línea del lápiz labial todavía en su sitio, y todavía está mirando.
—¿Puedo ayudarlo, señor Alfonso? Asumo que hay otro propósito en su visita además de mirarme curiosamente.
—Estoy disfrutando mirarla embobado, gracias, señorita Chaves —murmura sombríamente, dando un paso más dentro de la habitación y absorbiéndome—. Recuérdame enviarle una nota personal de agradecimiento a Caroline Acton.
Frunzo el ceño. ¿Quién demonios es ella?
—La compradora personal en Neiman’s —dice, espeluznantemente respondiendo a mi pregunta no formulada.
—Oh.
—Estoy un poco distraído.
—Puedo verlo. ¿Qué quieres Pedro? —le doy una mirada sin sentido. Él responde con una sonrisa retorcida, y saca las cosas de plata redondas como huevos de su bolsillo, deteniéndome. ¡Mierda! ¿Quiere azotarme? ¿Ahora? ¿Por
qué?
—No es lo que piensas —dice rápidamente.
—Ilumíname —susurro.
—Pensé que podrías usar estas esta noche.
Y las implicaciones de esa oración cuelgan entre nosotros mientras la idea se hunde.
—¿Para este evento? —Estoy sorprendida.
Él asiente lentamente, sus ojos oscureciéndose.
Oh mi...
—¿Me azotarás más tarde?
—No.
Por un momento, sentí una punzada fugaz de decepción.
Él ríe.
—¿Quieres que lo haga?
Trago, simplemente no sé.
—Bueno, ten por seguro que no te voy a tocar de esa manera, ni siquiera si me ruegas.
Oh. Estás son noticias.
—¿Quieres jugar este juego? —Continua, sosteniendo las bolas—. Siempre puedes quitarlas si son demasiado.
Lo miro fijamente. Luce perversamente tentador, descuidado, cabello luego de follar, ojos oscuros que brillan con pensamiento eróticos, esa hermosamente esculpida boca, labios levantados en una sonrisa sexy y divertida.
—De acuerdo —consiento en voz baja. ¡Sí maldita sea! Mi Diosa interior ha encontrado su voz y grita a los cuatro vientos.
—Buena chica. —Sonríe Pedro—. Ven aquí, y te las pondré, una vez que te hayas puesto tus zapatos.
¿Mis zapatos? Me giro y veo los tacones de gamuza gris paloma que coinciden con el vestido que he elegido usar.
¡Complácelo! Ladra mi Diosa interior.
Él extiende su mano para darme soporte mientras me calzo los zapatos de Christian Louboutin, un robo de tres mil doscientos noventa y cinco dólares. Debo ser al menos cinco centímetros más alta ahora.
Él me lleva a la cama y no se sienta, pero camina hacia la única silla del cuarto, tomándola, la transporta y la pone en frente de mí.
—Cuando asienta, te agachas y agarras la silla. ¿Entiendes? —Su voz es ronca.
—Sí.
—Bien, ahora abre tu boca —ordena, su voz aún suave.
Hago lo que me dice, pensando que va a poner las bolas en mi boca de nuevo para lubricarlas. No, él mete su dedo.
Oh…
—Chupa —dice, me acerco y agarro su mano, sujetándola firme y hago lo que se dijo… ven, puedo ser obediente, cuando quiero.
Sabe a jabón… mmm. Chupo con fuerza, y me siento recompensada cuando sus ojos se abren y su boca se entreabre mientras inhala. No voy a necesitar ningún
lubricante a este ritmo. Él pone las bolas en mi boca mientras hago una felación a su dedo, enrollando mi lengua alrededor de él. Cuando trata de retirarlo, cierro mis dientes.
Sonríe luego agita su cabeza, amonestándome, así que lo dejo ir. Él asiente, y me agacho y agarro los lados de la silla.
Mueve mis bragas a un lado y lentamente desliza un dedo dentro de mí, dando vueltas tranquilamente, así lo sentía, en todas partes. No puede evitar el gemido que escapaba de mis labios.
Retira el dedo brevemente y con mucho cuidado, mete las bolas, una a la vez, empujándolas en mi interior. Una vez están en posición, pone de nuevo las bragas en su lugar y besa la parte posterior. Deslizando sus manos en cada una de mis piernas desde el tobillo hasta el muslo, suavemente besa la parte superior de cada muslo donde mis medias terminan.
—Tienes unas hermosas, muy hermosas piernas, señorita Chaves —murmura.
Poniéndose de pie, agarra mis caderas y me tira hacia él para que sienta su erección.
—Quizás te tenga así más tarde cuando lleguemos a casa, Paula. Puedes ponerte de pie ahora.
Me siento mareada, más allá de despierta mientras el peso de las bolas empuja y jalan en mi interior. Inclinándose detrás de mí Pedro besa mi hombro.
—Compré estos para que los usaras en la gala del último sábado. —Pone su brazo a mi alrededor y extiende su mano. En su palma descansa una pequeña caja roja con Cartier escrito en la tapa—. Pero me dejaste, así que nunca tuve la oportunidad de dártelos.
Oh.
—Ésta es mi segunda oportunidad —murmura, su voz dura con un poco de emoción sin nombre. Está nervioso.
Tentativamente tomo la caja y la abro. Dentro brillan un par de pendientes de gota.
Cada uno tiene cuatro diamantes, uno en la base, luego tres diamantes perfectamente espaciados colgando uno después del otro. Son hermosos, simples,
y clásicos. Lo que yo escogería si me diesen alguna vez la oportunidad de comprar en Cartier.
—Son encantadores —susurre, y porque son pendientes de segunda oportunidad, los amo—. Gracias.
Se relaja contra mí mientras la tensión deja su cuerpo, y besa de nuevo mi hombro.
—¿Usarás el vestido de satén plateado? —pregunta.
—¿Si? ¿Está bien?
—Por supuesto, te dejare alistarte. —Sale por la puerta sin mirar atrás.
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