martes, 20 de enero de 2015

CAPITULO 54



Ocho horas después, salgo a la terminal de llegadas del Sea-Tac y me encuentro a Taylor esperándome, sosteniendo en alto un letrero que reza SEÑORITA P. CHAVES. ¡Qué fuerte! Pero me alegro de verlo.


—¡Hola, Taylor!


—Señorita Chaves —me saluda con formalidad, pero detecto un destello risueño en sus intensos
ojos marrones.


Va tan impecable como siempre: elegante traje gris marengo, camisa blanca y corbata también gris.


—Ya te conozco, Taylor, no necesitabas el cartel. Además, te agradecería que me llamaras Paula.


—Paula. ¿Me permite que le lleve el equipaje?


—No, ya lo llevo yo. Gracias.


Aprieta los labios visiblemente.


—Pero si te quedas más tranquilo llevándolo tú… —farfullo.


—Gracias. —Me coge la mochila y el trolley recién comprado para la ropa que me ha regalado mi madre—. Por aquí, señora.


Suspiro. Es tan educado… Recuerdo, aunque querría borrarlo de mi memoria, que este hombre me ha comprado ropa interior. De hecho —y eso me inquieta—, es el único hombre que me ha comprado ropa interior. Ni siquiera Reinaldo ha tenido que pasar nunca por ese apuro. Nos dirigimos en silencio al Audi SUV negro que espera fuera, en el aparcamiento del aeropuerto, y me abre la puerta. 


Mientras subo, me pregunto si ha sido buena idea haberme puesto una falda tan corta para mi regreso a Seattle. En Georgia me parecía elegante y apropiada; aquí me siento como desnuda. En cuanto Taylor mete mi equipaje en el maletero, salimos para el Escala.


Avanzamos despacio, atrapados en el tráfico de hora punta. 


Taylor no aparta la vista de la carretera. Describirlo como taciturno sería quedarse muy corto.


No soporto más el silencio.


—¿Qué tal Pedro, Taylor?


—El señor Alfonso está preocupado, señorita Chaves.


Huy, debe de referirse al «problema». He dado con una mina de oro.


—¿Preocupado?


—Sí, señora.


Miro ceñuda a Taylor y él me devuelve la mirada por el retrovisor; nuestros ojos se encuentran. No me va a contar más. Maldita sea, es tan hermético como el propio controlador obsesivo.


—¿Se encuentra bien?


—Eso creo, señora.


—¿Te sientes más cómodo llamándome señorita Chaves?


—Sí, señora.


—Ah, bien.


Eso pone fin por completo a nuestra conversación, así que seguimos en silencio. Empiezo a pensar que el reciente desliz de Taylor, cuando me dijo que Pedro había estado de un humor de perros, fue una anomalía. A lo mejor se avergüenza de ello, le preocupa haber sido desleal. El silencio me resulta asfixiante.


—¿Podrías poner música, por favor?


—Desde luego, señora. ¿Qué le apetece oír?


—Algo relajante.


Veo dibujarse una sonrisa en los labios de Taylor cuando nuestras miradas vuelven a cruzarse brevemente en el retrovisor.


—Sí, señora.


Pulsa unos botones en el volante y los suaves acordes del Canon de Pachelbel inundan el espacio que nos separa. 


Oh, sí… esto es lo que me estaba haciendo falta.


—Gracias.


Me recuesto en el asiento mientras nos adentramos en Seattle, a un ritmo lento pero constante, por la interestatal 5.


Veinticinco minutos después, me deja delante de la impresionante fachada del Escala.


—Adelante, señora —dice, sujetándome la puerta—. Ahora le subo el equipaje.


Su expresión es tierna, cálida, afectuosa incluso, como la de tu tío favorito.


Uf… Tío Taylor, vaya idea.


—Gracias por venir a recogerme.


—Un placer, señorita Chaves.


Sonríe, y yo entro en el edificio. El portero me saluda con la cabeza y con la mano.


Mientras subo a la planta treinta, siento el cosquilleo de un millar de mariposas extendiendo sus alas y revoloteando erráticamente por mi estómago. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Sé que es porque no tengo ni idea de qué humor va a estar Pedro cuando llegue. La diosa que llevo dentro confía en que tenga ganas de una cosa en concreto; mi subconsciente, como yo, está hecha un manojo de nervios.


Se abren las puertas del ascensor y me encuentro en el vestíbulo. Se me hace tan raro que no me reciba Taylor. Está aparcando el coche, claro. En el salón, veo a Pedro hablando en voz baja por la BlackBerry mientras contempla el perfil de Seattle por el ventanal. Lleva un traje gris con la americana desabrochada y se está pasando la mano por el pelo. Está inquieto, tenso incluso.


¿Qué pasa? Inquieto o no, sigue siendo un placer mirarlo. ¿Cómo puede resultar tan… irresistible?


—Ni rastro… Vale… Sí.


Se vuelve y me ve, y su actitud cambia por completo. Pasa de la tensión al alivio y luego a otra cosa: una mirada que llama directamente a la diosa que llevo dentro, una mirada de sensual carnalidad, de ardientes ojos grises.


Se me seca la boca y renace el deseo en mí… uf.


—Mantenme informado —espeta y cuelga mientras avanza con paso decidido hacia mí.


Espero paralizada a que cubra la distancia que nos separa, devorándome con la mirada. Madre mía, algo ocurre… la tensión de su mandíbula, la angustia de sus ojos. Se quita la americana, la corbata y, por el camino, las cuelga del sofá. Luego me envuelve con sus brazos y me estrecha contra su cuerpo, con fuerza, rápido, agarrándome de la coleta para levantarme la cabeza, y me besa como si le fuera la vida en ello. ¿Qué diablos pasa? Me quita con violencia la goma del pelo, pero me da igual. Su forma de besarme me resulta primaria, desesperada. Por lo que sea, en este momento me necesita, y yo jamás me he sentido tan deseada. Resulta oscuro, sensual, alarmante, todo a la vez. 


Le devuelvo el beso con idéntico fervor, hundiendo los dedos en su pelo, retorciéndoselo. Nuestras lenguas se entrelazan, la pasión y el ardor estallan entre los dos. Sabe divino, ardiente, sexy, y su aroma —todo gel de baño y Pedro— me excita muchísimo. Aparta su boca de la mía y se me queda mirando, presa de una emoción inefable.


—¿Qué pasa? —le digo.


—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.


No tengo claro si me lo pide o me lo ordena.


—Sí —susurro y, cogiéndome de la mano, me saca del salón y me lleva a su dormitorio, al baño.


Una vez allí, me suelta y abre el grifo de la ducha superespaciosa. Se vuelve despacio y me mira, excitado.


—Me gusta tu falda. Es muy corta —dice con voz grave—. Tienes unas piernas preciosas.


Se quita los zapatos y se agacha para quitarse también los calcetines, sin apartar la vista de mí.


Su mirada voraz me deja muda. Uau, que te desee tanto este dios griego… Lo imito y me quito las bailarinas negras. 


De pronto, me coge y me empuja contra la pared. Me besa, la cara, el cuello, los labios… me agarra del pelo. Siento los azulejos fríos y suaves en la espalda cuando se arrima tanto a mí que me deja emparedada entre su calor y la fría porcelana. Tímidamente, me aferro a sus brazos y él gruñe cuando aprieto con fuerza.


—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —dice, y me planta las manos en los muslos y me sube la falda—. ¿Aún estás con la regla?


—No —contesto ruborizándome.


—Bien.


Desliza los dedos por las bragas blancas de algodón y, de pronto, se pone en cuclillas para arrancármelas de un tirón. 


Tengo la falda totalmente subida y arrugada, de forma que estoy desnuda de cintura para abajo, jadeando, excitada. 


Me agarra por las caderas, empujándome de nuevo contra la pared, y me besa en el punto donde se encuentran mis piernas. Cogiéndome por la parte superior de ambos muslos, me separa las piernas. Gruño con fuerza al notar que su lengua me acaricia el clítoris. Dios… Echo la cabeza hacia atrás sin querer y gimo, agarrándome a su pelo.


Su lengua es despiadada, fuerte y persistente, empapándome, dando vueltas y vueltas sin parar.


Es delicioso y la sensación es tan intensa que casi resulta dolorosa. Me empiezo a acelerar; entonces, para. ¿Qué? 


¡No! Jadeo con la respiración entrecortada, y lo miro impaciente. Me coge la cara con ambas manos, me sujeta con firmeza y me besa con violencia, metiéndome la lengua en la boca para que saboree mi propia excitación. Luego se baja la cremallera y libera su erección, me agarra los muslos por detrás y me levanta.


—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —me ordena, apremiante, tenso.


Hago lo que me dice y me cuelgo de su cuello, y él, con un movimiento rápido y resuelto, me penetra hasta el fondo. 


¡Ah! Gime, yo gruño. Me agarra por el trasero, clavándome los dedos en la suave carne, y empieza a moverse, despacio al principio, con un ritmo fijo, pero, en cuanto pierde el control, se acelera, cada vez más. ¡Ahhh! Echo la cabeza hacia atrás y me concentro en esa sensación invasora, castigadora, celestial, que me empuja y me empuja hacia delante, cada vez más alto y, cuando ya no puedo más, estallo alrededor de su miembro, entrando en la espiral de un orgasmo intenso y devorador. Él se deja llevar con un hondo gemido y hunde la cabeza en mi cuello igual que hunde su miembro en mí, gruñendo escandalosamente mientras se deja ir.


Apenas puede respirar, pero me besa con ternura, sin moverse, sin salir de mí, y yo lo miro extrañada, sin llegar a verlo. Cuando al fin consigo enfocarlo, se retira despacio y me sujeta con fuerza para que pueda poner los pies en el suelo. El baño está lleno de vapor y hace mucho calor.


Me sobra la ropa.


—Parece que te alegra verme —murmuro con una sonrisa tímida.


Tuerce la boca, risueño.


—Sí, señorita Chaves, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.


Se desabrocha los tres botones siguientes de la camisa, se quita los gemelos, se saca la camisa por la cabeza y la tira al suelo. Luego se quita los pantalones del traje y los boxers de algodón y los aparta con el pie. Empieza a desabrocharme los botones de la blusa blanca mientras lo observo; ansío poder tocarle el pecho, pero me contengo.


—¿Qué tal tu viaje? —me pregunta a media voz.


Parece mucho más tranquilo ahora que ha desaparecido su inquietud, que se ha disuelto en nuestra unión sexual.


—Bien, gracias —murmuro, aún sin aliento—. Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. —Le sonrío tímidamente—. Tengo algo que contarte — añado nerviosa.


—¿En serio?


Me mira mientras me desabrocha el último botón, me desliza la blusa por los brazos y la tira con el resto de la ropa.


—Tengo trabajo.


Se queda inmóvil, luego me sonríe con ternura.


—Enhorabuena, señorita Chaves. ¿Me vas a decir ahora dónde? —me provoca.


—¿No lo sabes?


Niega con la cabeza, ceñudo.


—¿Por qué iba a saberlo?


—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…


Me callo al ver que le cambia la cara.


—Paula, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que me lo pidieras,claro.


Parece ofendido.


—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?


—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de ellas.


—SIP.


—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho. —Se inclina y me besa la frente—. Chica lista. ¿Cuándo empiezas?


—El lunes.


—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.


Me desconcierta la naturalidad con que me manda, pero hago lo que me dice, y él me desabrocha el sujetador y me baja la cremallera de la falda. Me la baja y aprovecha para agarrarme el trasero y besarme el hombro. Se inclina sobre mí y me huele el pelo, inspirando hondo. Me aprieta las nalgas.


—Me embriagas, señorita Chaves, y me calmas. Una mezcla interesante.


Me besa el pelo. Luego me coge de la mano y me mete en la ducha.


—Au —chillo.


El agua está prácticamente hirviendo. Pedro me sonríe mientras el agua le cae por encima.


—No es más que un poco de agua caliente.


Y, en el fondo, tiene razón. Sienta de maravilla quitarse de encima el sudor de la calurosa Georgia.


y el del intercambio sexual que acabamos de tener.


—Date la vuelta —me ordena, y yo obedezco y me pongo de cara a la pared—. Quiero lavarte — murmura.


Coge el gel y se echa un chorrito en la mano.


—Tengo algo más que contarte —susurro mientras me enjabona los hombros.


—¿Ah, sí? —dice.


Respiro hondo y me armo de valor.


—La exposición fotográfica de mi amigo José se inaugura el jueves en Portland.


Se detiene, sus manos se quedan suspendidas sobre mis pechos. He dado especial énfasis a la palabra «amigo».


—Sí, ¿y qué pasa? —pregunta muy serio.


—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?


Después de lo que me parece una eternidad, poco a poco empieza a lavarme otra vez.


—¿A qué hora?


—La inauguración es a las siete y media.


Me besa la oreja.


—Vale.


En mi interior, mi subconsciente se relaja, se desploma y cae pesadamente en el viejo y maltrecho sillón.


—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?


—Sí. ¿Cómo lo sabes?


—Paula, se te acaba de relajar el cuerpo entero —me dice con sequedad.


—Bueno, parece que eres… un pelín celoso.


—Lo soy, sí —dice amenazante—. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el Charlie Tango.


Ah, en el helicóptero, claro… Seré tonta… Otro vuelo… ¡guay! Sonrío.


—¿Te puedo lavar yo a ti? —le pregunto.


—Me parece que no —murmura, y me besa suavemente el cuello para mitigar el dolor de la negativa.


Hago pucheros a la pared mientras él me acaricia la espalda con jabón.


—¿Me dejarás tocarte algún día? —inquiero audazmente.


Vuelve a detenerse, la mano clavada en mi trasero.


—Apoya las manos en la pared, Paula. Voy a penetrarte otra vez —me susurra al oído agarrándome de las caderas, y sé que la discusión ha terminado.




Más tarde, estamos sentados en la cocina, en albornoz, después de habernos comido la deliciosa pasta alle vongole de la señora Jones.


—¿Más vino? —pregunta Pedro con un destello de sus ojos grises.


—Un poquito, por favor.


El Sancerre es vigorizante y delicioso. Pedro me sirve y luego se sirve él.


—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle? —pregunto tímidamente.


Frunce el ceño.


—Descontrolado —señala con amargura—. Pero tú no te preocupes por eso, Paula. Tengo planes para ti esta noche.


—¿Ah, sí?


—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos.


Se levanta y me mira.


—Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.


Frunce los ojos, retándome a que diga algo. Al ver que no lo hago, se va con paso airado a su despacho.


¡Yo! ¿Discutir? ¿Contigo, Cincuenta Sombras? Por el bien de mi trasero, no. Me quedo sentada en el taburete, momentáneamente estupefacta, tratando de digerir esta última información. Me ha comprado ropa. Pongo los ojos en blanco de forma exagerada, sabiendo bien que no puede verme. Coche, móvil, ordenador, ropa… lo próximo: un maldito piso, y entonces ya seré una querida en toda regla.


¡Jo! Mi subconsciente está en modo criticón. La ignoro y subo a mi cuarto. Porque sigo teniendo mi cuarto. ¿Por qué? Pensé que había accedido a dejarme dormir con él. Supongo que no está acostumbrado a compartir su espacio personal, claro que yo tampoco. Me consuela la idea de tener al menos un sitio donde esconderme de él.





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