viernes, 16 de enero de 2015

CAPITULO 42





La doctora Gabriela Trevelyan-Alfonso nos espera en la puerta. Lleva un vestido de seda azul claro que le da un aire elegante y sofisticado. Detrás de ella está el señor Alfonso, supongo, alto, rubio y tan guapo a su manera como Pedro.


—Paula, ya conoces a mi madre, Gabriela. Este es mi padre, Manuel.


—Señor Alfonso, es un placer conocerlo.


Sonrío y le estrecho la mano que me tiende.


—El placer es todo mío, Paula.


Sus ojos azules son dulces y afables.


—Paula, cuánto me alegro de volver a verte. —Gabriela me envuelve en un cálido abrazo—. Pasa, querida.


—¿Ya ha llegado? —oigo gritar desde dentro de la casa.


Miro nerviosa a Pedro.


—Esa es Malena, mi hermana pequeña —dice en tono casi irritado, pero no lo suficiente.


Cierto afecto subyace bajo sus palabras; se le suaviza la voz y le chispean los ojos al pronunciar su nombre. Es obvio que Pedro la adora. Un gran descubrimiento. Y ella llega arrasando por el pasillo, con su pelo negro como el azabache, alta y curvilínea. Debe de ser de mi edad.


—¡Paula! He oído hablar tanto de ti…


Me abraza fuerte.


Madre mía. No puedo evitar sonreír ante su desbordante entusiasmo.


Todo son suelos de maderas nobles y alfombras antiquísimas, con una escalera de caracol que lleva al segundo piso.


Pedro nunca ha traído a una chica a casa —dice Malena, y sus ojos oscuros brillan de emoción.


Veo que Pedro pone los ojos en blanco y arqueo una ceja. 


Él me mira risueño.


—Malena, cálmate —la reprende Gabriela discretamente—. Hola, cariño —dice mientras besa a Pedro en ambas mejillas.


Él le sonríe cariñoso y luego le estrecha la mano a su padre.


Nos dirigimos todos al salón. Malena no me ha soltado la mano. La estancia es espaciosa, decorada con gusto en tonos crema, marrón y azul claro, cómoda, discreta y con mucho estilo. Lourdes y Gustavo están acurrucados en un sofá, con sendas copas de champán en la mano. Lourdes se levanta como un resorte para abrazarme y Malena por fin me suelta la mano.


—¡Hola, Paula! —Sonríe—. Pedro —le saluda, con un gesto cortés de la cabeza.


—Lourdes —la saluda Pedro igual de formal.


Frunzo el ceño ante este intercambio. Gustavo me abraza con efusión. ¿Qué es esto, «la semana de abrazar a Paula»? No estoy acostumbrada a semejantes despliegues de afecto. Pedro se sitúa a mi lado y me pasa el brazo por la cintura. Me pone la mano en la cadera y, extendiendo los dedos, me atrae hacia sí. Todos nos miran. Me incomoda.


—¿Algo de beber? —El señor Alfonso parece recuperarse—. ¿Prosecco?


—Por favor —decimos Pedro y yo al unísono.


Uf… qué raro ha quedado esto. Malena aplaude.


—Pero si hasta decís las mismas cosas. Ya voy yo.


Y sale disparada de la habitación.


Me pongo como un tomate y, al ver a Lourdes sentada con Gustavo, se me ocurre de pronto que la única razón por la que Pedro me ha invitado es porque Loudes está aquí. Probablemente Gustavo le preguntara a Lourdes con ilusión y naturalidad si quería conocer a sus padres. 


Pedro se vio atrapado, consciente de que me enteraría por Lourdes. La idea me enfurece. Se ha visto obligado a invitarme. El pensamiento me resulta triste y deprimente. Mi subconsciente asiente, sabia, con cara de «por fin te has dado cuenta, boba».


—La cena está casi lista —dice Gabriela saliendo de la habitación detrás de Malena.


Pedro me mira y frunce el ceño.


—Siéntate —me ordena, señalándome el sofá mullido, y yo hago lo que me pide, cruzando con cuidado las piernas.


Él se sienta a mi lado pero no me toca.


—Estábamos hablando de las vacaciones, Paula—me dice amablemente el señor Alfonso—. Gustavo ha decidido irse con Lourdes y su familia a Barbados una semana.


Miro a Lourdes y ella sonríe, con los ojos brillantes y muy abiertos. Está encantada. ¡Lourdes Kavanagh, muestra algo de dignidad!


—¿Te tomarás tú un tiempo de descanso ahora que has terminado los estudios? —me pregunta el señor Alfonso.


—Estoy pensando en irme unos días a Georgia —respondo.


Pedro me mira boquiabierto, parpadeando un par de veces, con una expresión indescifrable.


Oh, mierda. Esto no se lo había mencionado.


—¿A Georgia? —murmura.


—Mi madre vive allí y hace tiempo que no la veo.


—¿Cuándo pensabas irte? —pregunta con voz grave.


—Mañana, a última hora de la tarde.


Malena vuelve al salón y nos ofrece sendas copas de champán llenas de Prosecco de color rosa pálido.


—¡Por que tengáis buena salud!


El señor Alfonso alza su copa. Un brindis muy propio del marido de una doctora; me hace sonreír.


—¿Cuánto tiempo? —pregunta Pedro en voz asombrosamente baja.


Maldita sea… se ha enfadado.


—Aún no lo sé. Dependerá de cómo vayan mis entrevistas de mañana.


Pedro aprieta la mandíbula y Lourdes pone esa cara suya de metomentodo y me sonríe con desmesurada dulzura.


—Paula se merece un descanso —le suelta sin rodeos a Pedro.


¿Por qué se muestra tan hostil con él? ¿Qué problema tiene?


—¿Tienes entrevistas? —me pregunta el señor Alfonso.


—Sí, mañana, para un puesto de becaria en dos editoriales.


—Te deseo toda la suerte del mundo.


—La cena está lista —anuncia Gabriela.


Nos levantamos todos. Lourdes y Gustavo salen de la habitación detrás del señor Alfonso y de Malena. Yo me
dispongo a seguirlos, pero Pedro me agarra de la mano y me para en seco.


—¿Cuándo pensabas decirme que te marchabas? —inquiere con urgencia.


Lo hace en voz baja, pero está disimulando su enfado.


—No me marcho, voy a ver a mi madre y solamente estaba valorando la posibilidad.


—¿Y qué pasa con nuestro contrato?


—Aún no tenemos ningún contrato.


Frunce los ojos y entonces parece recordar. Me suelta la mano y, cogiéndome por el codo, me conduce fuera de la habitación.


—Esta conversación no ha terminado —me susurra amenazador mientras entramos en el comedor.


Eh, para. No te enfades tanto y devuélveme las bragas. Lo miro furiosa.


El comedor me recuerda nuestra cena íntima en el Heathman. Una lámpara de araña de cristal cuelga sobre la mesa de madera noble y en la pared hay un inmenso espejo labrado y muy ornamentado. La mesa está puesta con un mantel de lino blanquísimo y un cuenco con petunias de color rosa claro en el centro. Impresionante.


Ocupamos nuestros sitios. El señor Alfonso se sienta a la cabecera, yo a su derecha y Pedro a mi lado. El señor Alfonso coge la botella de vino tinto y le ofrece a Lourdes. Malena se sienta al lado de Pedro, le coge la mano y se la aprieta fuerte. Pedro le sonríe cariñoso.


—¿Dónde conociste a Paula? —le pregunta Malena.


—Me entrevistó para la revista de la Universidad Estatal de Washington.


—Que Lourdes dirige —añado, confiando en poder desviar la conversación de mí.


Malena sonríe entusiasmada a Lourdes, que está sentada enfrente, al lado de Gustavo, y empiezan a hablar de la revista de la universidad.


—¿Vino, Paula? —me pregunta el señor Alfonso.


—Por favor.


Le sonrío. El señor Alfonso se levanta para llenar las demás copas.


Miro de reojo a Pedro y él se vuelve a mirarme, con la cabeza ladeada.


—¿Qué? —pregunta.


—No te enfades conmigo, por favor —le susurro.


—No estoy enfadado contigo.


Lo miro fijamente. Suspira.


—Sí, estoy enfadado contigo.


Cierra los ojos un instante.


—¿Tanto como para que te pique la palma de la mano? —pregunto nerviosa.


—¿De qué estáis cuchicheando los dos? —interviene Lourdes.


Me sonrojo y Pedro le lanza una feroz mirada de «métete en tus asuntos, Kavanagh». Hasta Lourdes parece encogerse bajo su mirada.


—De mi viaje a Georgia —digo agradablemente, esperando diluir la hostilidad que hay entre los dos.


Lourdes sonríe, con un brillo perverso en los ojos.


—¿Qué tal en el bar el viernes con José?


Madre mía, Lourdes. La miro con los ojos como platos. 


¿Qué hace? Me devuelve la mirada y me doy cuenta de que está intentando que Pedro se ponga celoso. Qué poco lo conoce… Y yo que pensaba que me iba a librar de esta.


—Muy bien —murmuro.


Pedro se me arrima.


—Como para que me pique la palma de la mano —me susurra—. Sobre todo ahora —añade sereno y muy serio.


Oh, no. Me estremezco.


Reaparece Gabriela con dos bandejas, seguida de una joven preciosa con coletas rubias y vestida elegantemente de azul claro, que lleva una bandeja de platos. Sus ojos localizan de inmediato a Pedro. Se ruboriza y lo mira entornando los ojos de largas pestañas impregnadas de rímel.


¿Qué?


En algún lugar de la casa empieza a sonar el teléfono.


—Disculpadme.


El señor Alfonso se levanta de nuevo y sale.


—Gracias, Gretchen —le dice Gabriela amablemente, frunciendo el ceño al ver salir al señor Alfonso—.Deja la bandeja en el aparador, por favor.


Gretchen asiente y, tras otra mirada furtiva a Pedro, se marcha.


Así que los Alfonso tienen servicio, y el servicio mira de reojo a mi futuro amo. ¿Podría ir peor esta velada? Me miro ceñuda las manos, que tengo en el regazo.


Vuelve el señor Alfonso.


—Preguntan por ti, cariño. Del hospital —le dice a Gabriela.


—Empezad sin mí, por favor.


Gabriela sonríe mientras me pasa un plato y se va.


Huele delicioso: chorizo y vieiras con pimientos rojos asados y chalotas, salpicado de perejil. A pesar de que tengo el estómago revuelto por las amenazas de Pedro, de las miradas subrepticias de la bella Coletitas y del desastre de mi ropa interior desaparecida, me muero de hambre. Me ruborizo al caer en la cuenta de que ha sido el esfuerzo físico de esta tarde lo que me ha dado tanto apetito.


Al poco regresa Gabriela, con el ceño fruncido. El señor Alfonso ladea la cabeza… como Pedro.


—¿Va todo bien?


—Otro caso de sarampión —suspira Gabriela.


—Oh, no.


—Sí, un niño. El cuarto caso en lo que va de mes. Si la gente vacunara a sus hijos… —Menea la cabeza con tristeza, luego sonríe—. Cuánto me alegro de que nuestros hijos nunca pasaran por eso. Gracias a Dios, nunca cogieron nada peor que la varicela. Pobre Gustavo —dice mientras se sienta, sonriendo indulgente a su hijo. Gustavo frunce el ceño a medio bocado y se remueve incómodo en el asiento—. Pedro y Malena tuvieron suerte. Ellos la cogieron muy flojita, algún granito nada más.


Mia ríe como una boba y Pedro pone los ojos en blanco.


—Papá, ¿viste el partido de los Mariners? —pregunta Alfonso, visiblemente ansioso por cambiar de tema.


Los aperitivos están deliciosos, así que me concentro en comer mientras Gustavo, el señor Alfonso y Pedro hablan de béisbol. Pedro parece sereno y relajado cuando habla con su familia. La cabeza me va a mil. Maldita sea Lourdes, ¿a qué juega? ¿Me castigará Pedro? Tiemblo solo de pensarlo. Aún no he firmado ese contrato. Quizá no lo firme. Quizá me quede en Georgia; allí no podrá venir a por mí.


—¿Qué tal en vuestra nueva casa, querida? —me pregunta Gabriela educadamente.


Agradezco la pregunta, que me distrae de mis pensamientos contradictorios, y le hablo de la mudanza.


Cuando terminamos los entrantes, aparece Gretchen y, una vez más, lamento no poder tocar a Pedro con libertad para hacerle saber que, aunque lo hayan jodido de cincuenta mil maneras, es mío. Se dispone a recoger los platos, acercándose demasiado a Pedro para mi gusto. Por suerte, él parece no prestarle ninguna atención, pero la diosa que llevo dentro está que arde, y no en el buen sentido de la palabra.


Lourdes y Malena se deshacen en elogios de París.


—¿Has estado en París, Paula? —pregunta Malena inocentemente, sacándome de mi celoso ensimismamiento.


—No, pero me encantaría ir.


Sé que soy la única de la mesa que jamás ha salido del país.


—Nosotros fuimos de luna de miel a París.


Gabriela sonríe al señor Alfonso, que le devuelve la sonrisa.


Resulta casi embarazoso. Es obvio que se quieren mucho, y me pregunto un instante cómo será crecer con tus dos progenitores presentes.


—Es una ciudad preciosa —coincide Malena—. A pesar de los parisinos. Pedro, deberías llevar a Paula a París —afirma rotundamente.


—Me parece que Paula preferiría Londres —dice Pedro  con dulzura.


Vaya, se acuerda. Me pone la mano en la rodilla; me sube los dedos por el muslo. El cuerpo entero se me tensa en respuesta. No, aquí no, ahora no. Me ruborizo y me remuevo en el asiento, tratando de zafarme de él. Me agarra el muslo, inmovilizándome. Cojo mi copa de vino, desesperada.


Vuelve miss Coletitas Europeas, toda miradas coquetas y vaivén de caderas, trayendo el plato principal: ternera Wellington, me parece. Por suerte, se limita a servir los platos y se marcha, aunque se entretiene más de la cuenta con el de Pedro. Me observa intrigado al verme seguirla con la mirada mientras cierra la puerta del comedor.


—¿Qué tienen de malo los parisinos? —le pregunta Gustavo a su hermana—. ¿No sucumbieron a tus encantos?


—Huy, qué va. Además, monsieur Floubert, el ogro para el que trabajaba, era un tirano dominante.


Me da un golpe de tos y casi espurreo el vino.


—Paula, ¿te encuentras bien? —me pregunta Pedro solícito, quitándome la mano del muslo.


Su voz vuelve a sonar risueña. Oh, menos mal. Asiento con la cabeza y él me da una palmadita suave en la espalda, y no retira la mano hasta que está seguro de que me he recuperado.


La ternera está deliciosa, servida con boniatos asados, zanahoria, calabacín y judías verdes. Me sabe aún mejor porque Pedro consigue mantener el buen humor el resto de la comida.


Sospecho que por lo bien que estoy comiendo. La conversación fluye entre los Alfonso, cálida y afectuosa, bromeando unos con otros. Durante el postre, una mousse de limón, Malena nos obsequia con anécdotas de París y, en un momento dado, empieza a hablar en perfecto francés. 


Todos nos quedamos mirándola y ella se queda un tanto perpleja, hasta que Pedro le explica, en un francés igualmente perfecto, lo que ha hecho, y entonces ella rompe a reír como una boba. Tiene una risa muy contagiosa y enseguida estallamos todos en carcajadas.


Gustavo habla largo y tendido de su último proyecto arquitectónico, una nueva comunidad ecológica al norte de Seattle. Miro a Lourdes y veo que sigue con atención todas y cada una de sus palabras, con los ojos encendidos de deseo o de amor, aún no lo tengo claro. Él le sonríe y es como si se recordaran tácitamente alguna promesa. Luego, nena, le está diciendo él sin hablar, y de pronto estoy excitada, muy excitada. Me acaloro solo de mirarlos.


Suspiro y miro de reojo a mi Cincuenta Sombras. Podría estar mirándolo eternamente. Tiene una barba incipiente y me muero de ganas de rascarla, de sentirla en mi cara, en mis pechos… en mi entrepierna. Me sonroja el rumbo de mis pensamientos. Me mira y levanta la mano para cogerme del mentón.


—No te muerdas el labio —me susurra con voz ronca—. Me dan ganas de hacértelo.


Gabriela y Malena recogen las copas del postre y se dirigen a la cocina mientras el señor Alfonso, Lourdes y Gustavo hablan de las ventajas del uso de paneles solares en el estado de Washington. Pedrofingiéndose interesado en el tema, vuelve a ponerme la mano en la rodilla y empieza a subir por el muslo. Se me entrecorta la respiración y junto las piernas para evitar que llegue más lejos.


Detecto su sonrisa pícara.


—¿Quieres que te enseñe la finca? —me pregunta en voz alta.


Sé que debo decir que sí, pero no me fío de él. Sin embargo, antes de que pueda responder, él se pone de pie y me tiende la mano. Poso la mía en ella y noto cómo se me contraen todos los músculos del vientre en respuesta a su mirada oscura y voraz.


—Si me disculpa… —le digo al señor Alfonso y salgo del comedor detrás de Pedro.


Me lleva por el pasillo hasta la cocina, donde Malena y Gabriela cargan el lavavajillas. A Coletitas Europeas no se la ve por ninguna parte.


—Voy a enseñarle el patio a Paula —le dice Pedro inocentemente a su madre.


Ella nos indica la salida con una sonrisa mientras Malena vuelve al comedor.


Salimos a un patio de losa gris iluminado por focos incrustados en el suelo. Hay arbustos en maceteros de piedra gris y una mesa metálica muy elegante, con sus sillas, en un rincón. Pedro pasa por delante de ella, sube unos escalones y sale a una amplia extensión de césped que llega hasta la bahía. Madre mía, es precioso. Seattle centellea en el horizonte y la luna fría y brillante de mayo dibuja un resplandeciente sendero plateado en el agua hasta un muelle en el que hay amarrados dos barcos. Junto al embarcadero, hay una casita. Es un lugar tan pintoresco, tan tranquilo… Me detengo, boquiabierta, un instante.


Pedro tira de mí y los tacones se me hunden en la hierba tierna.


—Para, por favor.


Lo sigo tambaleándome.


Se detiene y me mira; su expresión es indescifrable.


—Los tacones. Tengo que quitarme los zapatos.


—No te molestes —dice.


Se agacha, me coge y me carga al hombro. Chillo fuerte del susto, y él me da una palmada fuerte en el trasero.


—Baja la voz —gruñe.


Oh, no… esto no pinta bien, a mi subconsciente le tiemblan las piernas. Está enfadado por algo: podría ser por lo de José, lo de Georgia, lo de las bragas, que me haya mordido el labio. Dios, mira que es fácil de enfadar.


—¿Adónde me llevas? —digo.


—Al embarcadero —espeta.


Me agarro a sus caderas, porque estoy cabeza abajo, y él avanza decidido a grandes zancadas por el césped a la luz de la luna.


—¿Por qué?


Me falta el aliento, ahí colgada de su hombro.


—Necesito estar a solas contigo.


—¿Para qué?


—Porque te voy a dar unos azotes y luego te voy a follar.


—¿Por qué? —gimoteo.


—Ya sabes por qué —me susurra furioso.


—Pensé que eras un hombre impulsivo —suplico sin aliento.


—Paula, estoy siendo impulsivo, te lo aseguro.



Madre mía










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