viernes, 16 de enero de 2015

CAPITULO 41




Unos labios tiernos me acarician la sien, dejando un reguero de besitos a su paso, y en el fondo quiero volverme y responder, pero sobre todo quiero seguir dormida. Gimo y me refugio debajo de la almohada.


—Paula, despierta —me dice Pedro en voz baja, zalamero.


—No —gimoteo.


—En media hora tenemos que irnos a cenar a casa de mis padres —añade divertido.


Abro los ojos a regañadientes. Fuera ya es de noche. 


Pedro está inclinado sobre mí,mirándome fijamente.


—Vamos, bella durmiente. Levanta. —Se agacha y me besa de nuevo—. Te he traído algo de beber. Estaré abajo. No vuelvas a dormirte o te meterás en un lío —me amenaza, pero en un tono moderado.


Me da otro besito y se va, y me deja intentando abrir del todo los ojos en la fría y oscura habitación.


Estoy despejada, pero de pronto me pongo nerviosa. Madre mía, ¡voy a conocer a sus padres!


Hace nada me estaba atizando con una fusta y me tenía atada con unas bridas para cables que yo misma le vendí, por el amor de Dios… y ahora voy a conocer a sus padres. 


Será la primera vez que Lourdes los vea también; al menos ella estará allí… qué alivio. Giro los hombros. Los tengo
rígidos. Su insistencia en que tenga un entrenador personal ya no me parece tan disparatada; de hecho, va a ser imprescindible si quiero albergar la menor esperanza de seguir su ritmo.


Salgo despacio de la cama y observo que mi vestido cuelga fuera del armario y mi sujetador está en la silla. ¿Dónde tengo las bragas? Miro debajo de la silla. Nada. Entonces me acuerdo de que se las metió en el bolsillo de los vaqueros. El recuerdo me ruboriza: después de que él… me cuesta incluso pensar en ello; de que él fuera tan… bárbaro. 


Frunzo el ceño. ¿Por qué no me ha devuelto las bragas?


Me meto en el baño, desconcertada por la ausencia de ropa interior. Mientras me seco después de una gozosa pero brevísima ducha, caigo en la cuenta de que lo ha hecho a propósito. Quiere que pase vergüenza teniendo que pedirle que me devuelva las bragas, y poder decirme que sí o que no. La diosa que llevo dentro me sonríe. Dios… yo también puedo jugar a ese juego. Decido en ese mismo instante que no se las voy a pedir, que no voy a darle esa satisfacción; iré a conocer a sus padres sans culottes. ¡Paula Chaves!, me reprende mi subconsciente, pero no le hago ni caso; casi me abrazo de alegría porque sé que eso la va a desquiciar.


De nuevo en el dormitorio, me pongo el sujetador, me pongo el vestido y me encaramo en mis zapatos. Me deshago la trenza y me cepillo el pelo rápidamente, luego le echo un vistazo a la bebida que me ha traído. Es de color rosa pálido. ¿Qué será? Zumo de arándanos con gaseosa.


Mmm… está deliciosa y sacia mi sed.


Vuelvo corriendo al baño y me miro en el espejo: ojos brillantes, mejillas ligeramente sonrosadas, sonrisa algo pícara por mi plan de las bragas. Me dirijo abajo. Quince minutos. No está nada mal,Paula.


Pedro está de pie delante del ventanal, vestido con esos pantalones de franela gris que me encantan, esos que le caen de una forma tan increíblemente sexy, y, por supuesto, una camisa de lino blanco. ¿No tiene nada de otros colores? Frank Sinatra canta suavemente por los altavoces del sistema sonido surround.


Se vuelve y me sonríe cuando entro. Me mira expectante.


—Hola —digo en voz baja, y mi sonrisa de esfinge se encuentra con la suya.


—Hola —contesta—. ¿Cómo te encuentras?


Le brillan los ojos de regocijo.


—Bien, gracias. ¿Y tú?


—Fenomenal, señorita Chaves.


Es obvio que espera que le diga algo.


—Frank. Jamás te habría tomado por fan de Sinatra.


Me mira arqueando las cejas, pensativo.


—Soy ecléctico, señorita Chaves —musita, y se acerca a mí como una pantera hasta que lo tengo delante, con una mirada tan intensa que me deja sin aliento.


Frank empieza de nuevo a cantar… un tema antiguo, uno de los favoritos de Ray: «Witchcraft».


Pedro pasea despacio las yemas de los dedos por mi mejilla, y la sensación me recorre el cuerpo entero hasta llegar ahí abajo.


—Baila conmigo —susurra con voz ronca.


Se saca el mando del bolsillo, sube el volumen y me tiende la mano, sus ojos grises prometedores, apasionados, risueños. Resulta absolutamente cautivador, y me tiene embrujada.


Poso mi mano en la suya. Me dedica una sonrisa indolente y me atrae hacia él, pasándome la mano por la cintura.


Le pongo la mano libre en el hombro y le sonrío, contagiada de su ánimo juguetón. Empieza a mecerse, y allá vamos. Uau, sí que baila bien. Recorremos el salón entero, del ventanal a la cocina y vuelta al salón, girando y cambiando de rumbo al ritmo de la música. Me resulta tan fácil seguirlo…


Nos deslizamos alrededor de la mesa del comedor hasta el piano, adelante y atrás frente a la pared de cristal, con Seattle centelleando allá fuera, como el fondo oscuro y mágico de nuestro baile. No puedo controlar mi risa alegre. 


Cuando la canción termina, me sonríe.


—No hay bruja más linda que tú —murmura, y me da un tierno beso—. Vaya, esto ha devuelto el color a sus mejillas, señorita Chaves. Gracias por el baile. ¿Vamos a conocer a mis padres?


—De nada, y sí, estoy impaciente por conocerlos —contesto sin aliento.


—¿Tienes todo lo que necesitas?


—Sí, sí —respondo con dulzura.


—¿Estás segura?


Asiento con todo el desenfado del que soy capaz bajo su intenso y risueño escrutinio. Se dibuja en su rostro una enorme sonrisa y niega con la cabeza.


—Muy bien. Si así es como quiere jugar, señorita Chaves.


Me toma de la mano, coge su chaqueta, colgada de uno de los taburetes de la barra, y me conduce por el vestíbulo hasta el ascensor. Ah, las múltiples caras de Pedro Alfonso… ¿Seré algún día capaz de entender a este hombre tan voluble?


Lo miro de reojo en el ascensor. Algo le hace gracia: un esbozo de sonrisa coquetea en su preciosa boca. Temo que sea a mi costa. ¿Cómo se me ha ocurrido? Voy a ver a sus padres y no llevo ropa interior. Mi subconsciente me pone una inútil cara de «Te lo dije». En la relativa seguridad de su casa, me parecía una idea divertida, provocadora. Ahora casi estoy en la calle… ¡sin bragas! Me mira de reojo, y ahí está, la corriente creciendo entre los dos. Desaparece la expresión risueña de su rostro y su semblante se nubla, sus ojos se oscurecen… oh, Dios.


Las puertas del ascensor se abren en la planta baja. 


Pedro menea apenas la cabeza, como para librarse de sus pensamientos y, caballeroso, me cede el paso. ¿A quién quiere engañar? No es precisamente un caballero. Tiene mis bragas.


Taylor se acerca en el Audi grande. Pedro me abre la puerta de atrás y yo entro con toda la elegancia de la que soy capaz, teniendo presente que voy sin bragas como una cualquiera. Doy gracias por que el vestido de Lourdes sea tan ceñido y me llegue hasta las rodillas.


Cogemos la interestatal 5 a toda velocidad, los dos en silencio, sin duda cohibidos por la presencia de Taylor en el asiento del piloto. El estado de ánimo de Pedro es casi tangible y parece cambiar; su buen humor se disipa poco a poco cuando tomamos rumbo al norte. Lo veo pensativo, mirando por la ventanilla, y soy consciente de que se aleja de mí. ¿Qué estará pensando? No se lo puedo preguntar. 


¿Qué puedo decir delante de Taylor?


—¿Dónde has aprendido a bailar? —inquiero tímidamente.
Se vuelve a mirarme, su expresión indescifrable bajo la luz intermitente de las farolas que vamos dejando atrás.


—¿En serio quieres saberlo? —me responde en voz baja.


Se me cae el alma al suelo. Ya no quiero saberlo, porque me lo puedo imaginar.


—Sí —susurro a regañadientes.


—A la señora Robinson le gustaba bailar.


Vaya, mis peores sospechas se confirman. Ella le enseñó, y la idea me deprime: yo no puedo enseñarle nada. No tengo ninguna habilidad especial.


—Debía de ser muy buena maestra.


—Lo era.


Siento que me pica el cuero cabelludo. ¿Se llevó lo mejor de él? ¿Antes de que se volviera tan cerrado? ¿O consiguió sacarlo de su ostracismo? Tiene un lado tan divertido y travieso… Sonrío sin querer al recordarme en sus brazos mientras me llevaba dando vueltas por el salón, tan inesperadamente, con mis bragas guardadas en algún sitio.


Y luego está el cuarto rojo del dolor. Me froto las muñecas pensativa… es el resultado de que te hayan atado las manos con una fina cinta de plástico. Ella le enseñó todo eso también, o lo estropeó, dependiendo del punto de vista. O quizá habría llegado a ser como es a pesar de la señora R. En ese instante me doy cuenta de que la odio. Espero no conocerla nunca, porque, de hacerlo, no soy responsable de mis actos. No recuerdo haber sentido nunca semejante animadversión por nadie, y menos por alguien a quien no conozco. Mirando sin ver por la ventanilla, alimento mi rabia y mis celos irracionales.


Mi pensamiento vuelve a centrarse en esta tarde. Teniendo en cuenta cuáles creo que son sus preferencias, me parece que ha sido benévolo conmigo. ¿Estaría dispuesta a hacerlo otra vez?


No voy a fingir remilgos que no siento. Pues claro que lo haría, si él me lo pidiera… siempre que no me haga daño y sea la única forma de estar con él.


Eso es lo importante. Quiero estar con él. La diosa que llevo dentro suspira de alivio. Llego a la conclusión de que rara vez usa la cabeza para pensar, sino más bien otra parte esencial de su anatomía, que últimamente anda bastante expuesta.


—No lo hagas —murmura.


Frunzo el ceño y me vuelvo hacia él.


—¿Que no haga el qué?


No lo he tocado.


—No les des tantas vueltas a las cosas, Paula. —Alarga el brazo, me coge la mano, se la lleva a los labios y me besa los nudillos con suavidad—. Lo he pasado estupendamente esta tarde. Gracias.


Y ya ha vuelto a mí otra vez. Lo miro extrañada y sonrío tímidamente. Me confunde. Le pregunto algo que me ha estado intrigando.


—¿Por qué has usado una brida?


Me sonríe.


—Es rápido, es fácil y es una sensación y una experiencia distinta para ti. Sé que parece bastante brutal, pero me gusta que las sujeciones sean así. —Sonríe levemente—. Lo más eficaz para evitar que te muevas.


Me sonrojo y miro nerviosa a Taylor, que se muestra impasible, con los ojos en la carretera. ¿Qué se supone que debo decir a eso? Pedro se encoge de hombros con gesto inocente.


—Forma parte de mi mundo, Paula.


Me aprieta la mano, me suelta, y vuelve a mirar por la ventana.


Su mundo, claro, al que yo quiero pertenecer, pero ¿con sus condiciones? Pues no lo sé. No ha vuelto a mencionar ese maldito contrato. Mis reflexiones íntimas no me animan mucho. Miro por la ventanilla y el paisaje ha cambiado. 


Cruzamos uno de los puentes, rodeados de una profunda
oscuridad. La noche sombría refleja mi estado de ánimo introspectivo, cercándome, asfixiándome.


Miro un instante a Pedro, y veo que me está mirando.


—¿Un dólar por tus pensamientos? —dice.


Suspiro y frunzo el ceño.


—¿Tan malos son? —dice.


—Ojalá supiera lo que piensas tú.


Sonríe.


—Lo mismo digo, nena —susurra mientras Taylor nos adentra a toda velocidad en la noche con rumbo a Bellevue.


Son casi las ocho cuando el Audi gira por el camino de entrada a una gran mansión de estilo colonial. 


Impresionante, hasta las rosas que rodean la puerta. De libro ilustrado.


—¿Estás preparada para esto? —me pregunta Pedro mientras Taylor se detiene delante de la imponente puerta principal.


Asiento con la cabeza y él me aprieta la mano otra vez para tranquilizarme.


—También es la primera vez para mí —susurra, y sonríe maliciosamente—. Apuesto a que ahora te gustaría llevar tu ropita interior —dice, provocador.


Me ruborizo. Me había olvidado de que no llevo bragas. Por suerte, Taylor ha salido del coche para abrirme la puerta y no ha podido oír nada de esto. Miro ceñuda a Pedro, que sonríe de oreja a oreja mientras yo me vuelvo y salgo del coche.





No hay comentarios:

Publicar un comentario