jueves, 15 de enero de 2015

CAPITULO 39



Me despierto temprano en la mañana de un domingo gris después de una noche de sueño asombrosamente reparador, y me quedo tumbada mirando fijamente mis cajas. Deberías ir desempaquetando tus cosas, me regaña mi subconsciente, juntando y frunciendo sus labios de arpía. No, hoy es el día. La diosa que llevo dentro está fuera de sí, dando saltitos primero con un pie y luego con el otro. 


La expectación, pesada y portentosa, se cierne sobre mi cabeza como una oscura nube de tormenta tropical. Siento las mariposas en el estómago, además del dolor más oscuro, carnal y cautivador que me produce el tratar de imaginar qué me hará. Luego, claro, tengo que firmar ese condenado contrato… ¿o no? Oigo el sonido de correo entrante en el cacharro infernal, que está en el suelo junto a la cama.


filete


De: Pedro Alfonso

Fecha: 29 de mayo de 2014 08:04

Para:Paula Chaves

Asunto: Mi vida en cifras


Si vienes en coche, vas a necesitar este código de acceso para el garaje subterráneo del Escala:146963.
Aparca en la plaza 5: es una de las mías.
El código del ascensor: 1880.


Pedro Alfonso

Presidente de Alfonso Enterprises Holdings, Inc.



filete


De: Paula Chaves

Fecha: 29 de mayo de 2014 08:08

Para: Pedro Alfonso

Asunto: Una añada excelente


Sí, señor. Entendido.
Gracias por el champán y el globo de Charlie Tango, que tengo atado a mi cama.


Paula



filete


De: Pedro Alfonso

Fecha: 29 de mayo de 2014 08:11

Para: Paula Chaves

Asunto: Envidia

De nada.
No llegues tarde.
Afortunado Charlie Tango.


Pedro Alfonso

Presidente de Alfonso Enterprises Holdings, Inc.



Pongo los ojos en blanco ante lo dominante que es, pero la última línea me hace sonreír. Me dirijo al baño, preguntándome si Gusatvo volvería anoche y esforzándome por controlar los nervios.


¡Puedo conducir el Audi con tacones! Justo a las 12.55 h entro en el garaje del Escala y aparco en la plaza 5. 


¿Cuántas plazas tiene? El Audi SUV está ahí, el R8 y dos Audi SUV más pequeños.


Compruebo cómo llevo el rímel, que rara vez uso, en el espejito iluminado de la visera de mi asiento. En el Escarabajo no tenía.


¡Ánimo! La diosa que llevo dentro agita los pompones; la tengo en modo animadora. En el reflejo infinito de espejos del ascensor me miro el vestido color ciruela… bueno, el vestido color ciruela de Lourdes. La última vez que me lo puse Pedro quiso quitármelo enseguida. Me excito al recordarlo. Qué sensación tan deliciosa… y luego recupero el aliento. Llevo la ropa interior que Taylor me compró. Me sonrojo al imaginar a ese hombre de pelo rapado recorrer los pasillos de Agent Provocateur o dondequiera que lo comprara. Se abren las puertas y me encuentro en el vestíbulo del apartamento número uno.



Cuando salgo del ascensor, veo a Taylor delante de la puerta de doble hoja.


—Buenas tardes, señorita Chaves —dice.


—Llámame Paula, por favor.


—Paula.


Sonríe.


—El señor Alfonso la espera.


Apuesto a que sí.


Pedro está sentado en el sofá del salón, leyendo la prensa del domingo. Alza la vista cuando Taylor me hace pasar. La estancia es exactamente como la recordaba; aunque solo hace una semana que estuve aquí, me parece que haga mucho más. Pedro parece tranquilo y sereno; de hecho, está divino. Viste vaqueros y una camisa suelta de lino blanco; no lleva zapatos ni calcetines. Tiene el pelo revuelto y despeinado, y en sus ojos hay un brillo malicioso. Se levanta y se acerca despacio a mí, con una sonrisa satisfecha en esos labios tan bien esculpidos.


Yo sigo inmóvil a la puerta del salón, paralizada por su belleza y la dulce expectación ante lo que se avecina. La corriente que hay entre nosotros está ahí, encendiéndose lentamente en mi vientre, atrayéndome hacia él.


—Mmm… ese vestido —murmura complacido mientras me examina de arriba abajo—. Bienvenida de nuevo, señorita Chaves —susurra y, cogiéndome de la barbilla, se inclina y me deposita un beso suave en la boca.


El contacto de sus labios y los míos resuena por todo mi cuerpo. Se me entrecorta la respiración.


—Hola —respondo ruborizándome.


—Llegas puntual. Me gusta la puntualidad. Ven. —Me coge de la mano y me lleva al sofá—. Quiero enseñarte algo —dice mientras nos sentamos.


Me pasa el Seattle Times. En la página ocho, hay una fotografía de los dos en la ceremonia de graduación. Madre mía. Salgo en el periódico. Leo el pie de foto.


Pedro Alfonso y su amiga en la ceremonia de graduación de la Universidad Estatal de Washington, en Vancouver.


Me echo a reír.


—Así que ahora soy tu «amiga».


—Eso parece. Y sale en el periódico, así que será cierto.


Sonríe satisfecho.


Está sentado a mi lado, completamente vuelto hacia mí, con una pierna metida debajo de la otra.


Alarga la mano y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja con el índice. Mi cuerpo revive con sus caricias, ansioso y expectante.


—Entonces, Paula, ahora tienes mucho más claro cuál es mi rollo que la otra vez que estuviste aquí.


—Sí.


¿Adónde pretende llegar?


—Y aun así has vuelto.


Asiento tímidamente con la cabeza y sus ojos se encienden. 


Mueve la cabeza, como si le costara digerir la idea.


—¿Has comido? —me pregunta de repente.


Mierda.


—No.


—¿Tienes hambre?


Se está esforzando por no parecer enfadado.


—De comida, no —susurro, y se le inflan las aletas de la nariz.


Se inclina hacia delante y me susurra al oído.


—Tan impaciente como siempre, señorita Chaves. ¿Te cuento un secreto? Yo también. Pero la doctora Greene no tardará en llegar. —Se incorpora—. Deberías comer algo —me reprende moderadamente.


Se me enfría la sangre hasta ahora encendida. Madre mía, la visita médica. Lo había olvidado.


—Háblame de la doctora Greene —digo para distraernos a los dos.


—Es la mejor especialista en ginecología y obstetricia de Seattle. ¿Qué más puedo decir?


Se encoge de hombros.


—Pensaba que me iba a atender «tu» doctora. Y no me digas que en realidad eres una mujer, porque no te creo.


Me lanza una mirada de no digas chorradas.


—Creo que es preferible que te vea un especialista, ¿no? —me dice con suavidad.


Asiento. Madre mía, si de verdad es la mejor ginecóloga y la ha citado para que venga a verme en domingo, ¡a la hora de comer!, no quiero ni imaginarme la pasta que le habrá costado. Pedro frunce el ceño de pronto, como si hubiera recordado algo desagradable.


—Paula, a mi madre le gustaría que vinieras a cenar esta noche. Tengo entendido que Gustavo se lo va a pedir a Lourdestambién. No sé si te apetece. A mí se me hace raro presentarte a mi familia.


¿Raro? ¿Por qué?


—¿Te avergüenzas de mí? —digo sin poder disimular que estoy dolida.


—Por supuesto que no —contesta poniendo los ojos en blanco.


—¿Y por qué se te hace raro?


—Porque no lo he hecho nunca.


—¿Por qué tú si puedes poner los ojos en blanco y yo no?


Me mira extrañado.


—No me he dado cuenta de que lo hacía.


—Tampoco yo, por lo general —espeto.


Pedro me mira furioso, estupefacto. Taylor aparece en la puerta.


—Ha llegado la doctora Greene, señor.


—Acompáñala a la habitación de la señorita Chaves.


¡La habitación de la señorita Chaves!


—¿Preparada para usar algún anticonceptivo? —me pregunta mientras se pone de pie y me tiende la mano.


—No irás a venir tú también, ¿no? —pregunto espantada.


Se echa a reír.


—Pagaría un buen dinero por mirar, créeme, Paula, pero no creo que a la doctora le pareciera bien.


Acepto la mano que me tiende, y Pedro tira de mí hacia él y me besa apasionadamente. Me aferro a sus brazos, sorprendida. Me sostiene la cabeza con la mano hundida en mi pelo y me atrae hacia él, pegando su frente a la mía.


—Cuánto me alegro de que hayas venido —susurra—. Estoy impaciente por desnudarte.


La doctora Greene es alta y rubia y va impecable, vestida con un traje de chaqueta azul marino.


Me recuerda a las mujeres que trabajan en la oficina de Pedro. Es como un modelo de retrato robot, otra rubia perfecta. Lleva la melena recogida en un elegante moño. 
Tendrá unos cuarenta y pocos.


—Señor Alfonso.


Estrecha la mano que le tiende Pedro.


—Gracias por venir habiéndola avisado con tan poca antelación —dice Pedro.


—Gracias a usted por compensármelo sobradamente, señor Alfonso. Señorita Chaves.


Sonríe; su mirada es fría y observadora.


Nos damos la mano y enseguida sé que es una de esas mujeres que no soportan a la gente estúpida. Al igual que Lourdes. Me cae bien de inmediato. Le dedica a Pedro una mirada significativa y, tras un instante incómodo, él capta la indirecta.


—Estaré abajo —murmura, y sale de lo que va a ser mi dormitorio.


—Bueno, señorita Chaves. El señor Alfonso me paga una pequeña fortuna para que la atienda. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?


Tras un examen en profundidad y una larga charla, la doctora Greene y yo nos decidimos por la minipíldora. Me hace una receta previamente abonada y me indica que vaya a recoger las píldoras mañana. Me encanta su seriedad: me ha sermoneado hasta ponerse azul como su traje sobre la importancia de tomarla siempre a la misma hora. Y noto que se muere de curiosidad por saber qué «relación» tengo con el señor Alfonso. Yo no le doy detalles. No sé por qué intuyo que no estaría tan serena y relajada si hubiera visto el cuarto rojo del dolor. Me ruborizo al pasar por delante de su puerta cerrada y volvemos abajo, a la galería de arte que es el salón de Pedro.


Está leyendo, sentado en el sofá. Un aria conmovedora suena en el equipo de música, flotando alrededor de Pedro, envolviéndolo con sus notas, llenando la estancia de una melodía dulce y vibrante. Por un momento, parece sereno. Se vuelve cuando entramos, nos mira y me sonríe cariñoso.


—¿Ya habéis terminado? —pregunta como si estuviera verdaderamente interesado.


Apunta el mando hacia la elegante caja blanca bajo la chimenea que alberga su iPod y la exquisita melodía se atenúa, pero sigue sonando de fondo. Se pone de pie y se acerca despacio.


—Sí, señor Alfonso. Cuídela; es una joven hermosa e inteligente.


Pedro se queda tan pasmado como yo. Qué comentario tan inapropiado para una doctora.


¿Acaso le está lanzando una advertencia no del todo sutil? Pedro se recompone.


—Eso me propongo —masculla él, divertido.


Lo miro y me encojo de hombros, cortada.


—Le enviaré la factura —dice ella muy seca mientras le estrecha la mano.


Se vuelve hacia mí.


—Buenos días, y buena suerte, Paula.


Me sonríe mientras nos damos la mano, y se le forman unas arruguitas en torno a los ojos, Surge Taylor de la nada para conducirla por la puerta de doble hoja hasta el ascensor. ¿Cómo lo hace? ¿Dónde se esconde?


—¿Cómo ha ido? —pregunta Pedro.


—Bien, gracias. Me ha dicho que tengo que abstenerme de practicar cualquier tipo de actividad sexual durante las cuatro próximas semanas.


Pedro se le descuelga la mandíbula y yo, que ya no puedo aguantarme más, le sonrío como una boba.


—¡Has picado!


Entrecierra los ojos y dejo de reír de inmediato. De hecho, parece bastante enfadado. Oh, mierda.


Mi subconsciente se esconde en un rincón y yo, blanca como el papel, me lo imagino tumbándome otra vez en sus rodillas.


—¡Has picado! —me dice, y sonríe satisfecho. Me agarra por la cintura y me estrecha contra su cuerpo—. Es usted incorregible, señorita Chaves —murmura, mirándome a los ojos mientras me hunde los dedos en el pelo y me sostiene con firmeza.


Me besa, con fuerza, y yo me aferro a sus brazos musculosos para no caerme.


—Aunque me encantaría hacértelo aquí y ahora, tienes que comer, y yo también. No quiero que te me desmayes después —me dice a los labios.


—¿Solo me quieres por eso… por mi cuerpo? —susurro.


—Por eso y por tu lengua viperina —contesta.


Me besa apasionadamente, y luego me suelta de pronto, me coge de la mano y me lleva a la cocina. Estoy alucinando. 


Tan pronto estamos bromeando como… Me abanico la cara encendida. Pedro es puro sexo ambulante, y ahora tengo que recobrar el equilibrio y comer algo. El aria aún suena de fondo.


—¿Qué música es esta?


—Es una pieza de Villa-Lobos, de sus Bachianas Brasileiras. Buena, ¿verdad?


—Sí —musito, completamente de acuerdo.


La barra del desayuno está preparada para dos. Pedro saca un cuenco de ensalada del frigorífico.


—¿Te va bien una ensalada César?


Uf, nada pesado, menos mal.


—Sí, perfecto, gracias.


Lo veo moverse con elegancia por la cocina. Parece que se siente muy a gusto con su cuerpo, pero luego no quiere que lo toquen, así que igual, en el fondo, no está tan a gusto. 


Todos necesitamos del prójimo… salvo, quizá, Pedro Alfonso.


—¿En qué piensas? —dice, sacándome de mi ensimismamiento.


Me ruborizo.


—Observaba cómo te mueves.


Arquea una ceja, divertido.


—¿Y? —pregunta con sequedad.


Me ruborizo aún más.


—Eres muy elegante.


—Vaya, gracias, señorita Chaves —murmura. Se sienta a mi lado con una botella de vino en la mano—. ¿Chablis?


—Por favor.


—Sírvete ensalada —dice en voz baja—. Dime, ¿por qué método has optado?


La pregunta me deja descolocada temporalmente, hasta que caigo en la cuenta de que me habla de la visita de la doctora Greene.


—La minipíldora.


Frunce el ceño.


—¿Y te acordarás de tomártela todos los días a la misma hora?


Maldita sea, pues claro que sí. ¿Cómo lo sabe? Me acaloro de pensarlo: probablemente de una o más de las quince.


—Ya te encargarás tú de recordármelo —espeto.


Me mira entre divertido y condescendiente.


—Me pondré una alarma en la agenda. —Sonríe satisfecho—. Come.


La ensalada César está deliciosa. Para mi sorpresa, estoy muerta de hambre y, por primera vez desde que hemos comido juntos, termino antes que él. El vino tiene un sabor fresco, limpio y afrutado.


—¿Impaciente como de costumbre, señorita Chaves? —sonríe mirando mi plato vacío.


Lo miro con los ojos entornados.


—Sí —susurro.


Se le entrecorta la respiración. Y, mientras me mira fijamente, noto que la atmósfera entre los dos va cambiando, evolucionando… se carga. Su mirada pasa de impenetrable a ardiente, y me arrastra consigo. Se levanta, reduciendo la distancia entre los dos, y me baja del taburete a sus brazos.


—¿Quieres hacerlo? —dice mirándome fijamente.


—No he firmado nada.


—Lo sé… pero últimamente te estás saltando todas las normas.


—¿Me vas a pegar?


—Sí, pero no para hacerte daño. Ahora mismo no quiero castigarte. Si te hubiera pillado anoche…bueno, eso habría sido otra historia.


Madre mía. Quiere hacerme daño… ¿y qué hago yo ahora? 


Me cuesta disimular el horror que me produce.


—Que nadie intente convencerte de otra cosa, Paula: una de las razones por las que la gente como yo hace esto es porque le gusta infligir o sentir dolor. Así de sencillo. A ti no, así que ayer dediqué un buen rato a pensar en todo esto.


Me arrima a su cuerpo y su erección me aprieta el vientre. 


Debería salir corriendo, pero no puedo.


Me atrae a un nivel primario e insondable que no alcanzo a comprender.


—¿Llegaste a alguna conclusión? —susurro.


—No, y ahora mismo no quiero más que atarte y follarte hasta dejarte sin sentido. ¿Estás preparada para eso?


—Sí —digo mientras todo mi cuerpo se tensa al instante.


Uau…


—Bien. Vamos.


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