jueves, 15 de enero de 2015

CAPITULO 38





A las cuatro, los señores Clayton reúnen a los demás empleados de la tienda y, con un discurso emotivo y embarazoso, me entregan un cheque por importe de trescientos dólares. En ese momento, se amontonan en mi interior los acontecimientos de las tres últimas semanas: exámenes, graduación, multimillonarios jodidos e intensos, desfloramiento, límites tolerables e infranqueables, cuartos de juego sin consolas, paseos en helicóptero, y el hecho de que mañana me mudo. Asombrosamente, logro mantener la compostura. Mi subconsciente está pasmada.


Abrazo con fuerza a los Clayton. Han sido unos jefes amables y generosos, y los echaré de menos.


Lourdes está saliendo del coche cuando llego a casa.


—¿Qué es eso? —pregunta acusadora, señalando el Audi.


No puedo resistirme.


—Un coche —espeto. Entrecierra los ojos y, por un momento, me pregunto si también ella me va a tumbar en sus rodillas—. Mi regalo de graduación —digo con fingido desenfado.


Sí, me regalan coches caros todos los días. Se queda boquiabierta.


—Ese capullo generoso y arrogante, ¿no?


Asiento con la cabeza.


—He intentado rechazarlo, pero, francamente, es inútil esforzarse.


Lourdes frunce los labios.


—No me extraña que estés abrumada. He visto que al final se quedó.


—Sí.


Sonrío melancólica.


—¿Terminamos de empaquetar?


Asiento y la sigo dentro. Miro el correo de Pedro.


filete


De: Pedro Alfonso

Fecha: 27 de mayo de 2014 13:40

Para: Paula Chaves

Asunto: Domingo


¿Quedamos el domingo a la una?
La doctora te esperará en el Escala a la una y media.
Yo me voy a Seattle ahora.
Confío en que la mudanza vaya bien, y estoy deseando que llegue el domingo.


Pedro Alfonso


Presidente de Alfonso Enterprises Holdings, Inc.


Madre mía, como si hablara del tiempo. Decido contestarle cuando hayamos terminado de empaquetar. Tan pronto resulta divertidísimo como se pone en plan formal e insoportable. Cuesta seguirlo. La verdad, es como si le hubiera enviado un correo a un empleado. Para fastidiar, pongo los ojos en blanco y me voy a empaquetar con Lourdes.


Lourdes y yo estamos en la cocina cuando alguien llama a la puerta. Veo a Taylor en el porche, impoluto con su traje. Detecto vestigios de su pasado militar en el corte de pelo al cero, su físico cuidado y su mirada fría.


—Señorita Chaves—dice—, he venido a por su coche.


—Ah, sí, claro. Pasa, iré a por las llaves.


Seguramente esto va mucho más allá de la llamada del deber. Vuelvo a preguntarme en qué consistirá exactamente el trabajo de Taylor. Le doy las llaves y nos acercamos en medio de un silencio incómodo —para mí— al Escarabajo azul claro. Abro la puerta y saco la linterna de la guantera. 


Ya está. No llevo ninguna otra cosa personal dentro de Wanda. Adiós, Wanda. Gracias.


Acaricio su techo mientras cierro la puerta del copiloto.


—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para el señor Alfonso? —le pregunto.


—Cuatro años, señorita Chaves.


De pronto siento una necesidad irrefrenable de bombardearlo a preguntas. Lo que debe saber este hombre de Pedro, todos sus secretos. Claro que probablemente habrá firmado un acuerdo de confidencialidad. Lo miro nerviosa. Tiene la misma expresión taciturna de Reinaldo, y me empieza a caer bien.


—Es un buen hombre, señorita Chaves —dice, y sonríe.


Luego se despide con un gesto, sube a mi coche y se aleja en él.


El piso, el Escarabajo, los Clayton… todo ha cambiado ya. 


Meneo la cabeza mientras vuelvo a entrar en casa. Y el mayor cambio de todos es Pedro Alfonso. Taylor piensa que es «un buen hombre». ¿Puedo creerle?


A las ocho, cenamos comida china con José. Hemos terminado. Ya lo hemos empaquetado todo y estamos listas para el traslado. José trae varias botellas de cerveza; Lourdes y yo nos sentamos en el sofá, él se sienta en el suelo, con las piernas cruzadas, entre las dos. Vemos telebasura, bebemos cerveza y, a medida que va avanzando la noche y la cerveza va haciendo efecto, bulliciosos y emotivos, vamos rescatando recuerdos. Han sido cuatro años estupendos.


Mi relación con José ha vuelto a la normalidad, olvidado ya el conato de beso. Bueno, lo he metido debajo de la alfombra en la que está tumbada la diosa que llevo dentro, comiendo uvas y tamborileando con los dedos, esperando con impaciencia el domingo. Llaman a la puerta y el corazón se me sube a la boca. ¿Será…?


Abre Lourdes y Gustavo prácticamente la coge en volandas. 


La envuelve en un abrazo hollywoodiense que enseguida se convierte en un apasionado estrujón europeo. Por favor, marchaos a un hotel.


José y yo nos miramos. Me espanta su falta de pudor.


—¿Nos vamos al bar? —le pregunto a José, que asiente enérgicamente.


A los dos nos incomoda demasiado el erotismo desenfrenado que se despliega ante nosotros.


Lourdes me mira, sonrojada y con los ojos brillantes.


—José y yo vamos a tomar algo.


Le pongo los ojos en blanco. ¡Ja! Aún puedo poner los ojos en blanco cuando me plazca.


—Vale.


Sonríe.


—Hola, Gustavo. Adiós, Gustavo.


Me guiña uno de sus enormes ojos azules, y José y yo salimos por la puerta, riendo como dos adolescentes.


Mientras bajamos la calle despacio en dirección al bar, me cojo del brazo de José. Dios, es una persona tan normal. No había sabido valorarlo hasta ahora.


—Vendrás de todas formas a la inauguración de mi exposición, ¿verdad?


—Desde luego, José. ¿Cuándo es?


—El 9 de junio.


—¿En qué día cae?


De repente me entra el pánico.


—Es jueves.


—Sí, sin problema… ¿Y tú vendrás a vernos a Seattle?


—Tratad de impedírmelo.


Sonríe.


Es tarde cuando vuelvo del bar. No veo a Lourdes ni Gustavo por ninguna parte, pero los oigo. Madre mía. 


Espero no ser tan escandalosa. Sé que Pedro no lo es. .


Me ruborizo de pensarlo y huyo a mi habitación. Tras un abrazo breve y por suerte nada embarazoso, José se ha ido. 


No sé cuándo volveré a verlo, probablemente en la exposición de sus fotografías; aún me asombra que por fin
haya conseguido exponer. Lo echaré de menos, y echaré de menos su encanto pueril. No he sido capaz de contarle lo del Escarabajo. Sé que se pondrá frenético cuando se entere, y con un tío que se me enfade tengo más que suficiente. Ya en mi cuarto, echo un ojo al cacharro infernal y, por supuesto, tengo correo de Pedro.


filete


De: Pedro Alfonso

Fecha: 27 de mayo de 2014 22:14

Para: Paula Chaves

Asunto: ¿Dónde estás?


«Estoy en el trabajo. Te mando un correo cuando llegue a casa.»


¿Aún sigues en el trabajo, o es que has empaquetado el teléfono, la BlackBerry y el MacBook?
Llámame o me veré obligado a llamar a Gustavo.


Pedro Alfonso


Presidente de Alfonso Enterprises Holdings, Inc.


Maldita sea… José… mierda.


Cojo el teléfono. Cinco llamadas perdidas y un mensaje de voz. Tímidamente, escucho el mensaje. Es Pedro.


«Me parece que tienes que aprender a lidiar con mis expectativas. No soy un hombre paciente. Si me dices que te pondrás en contacto conmigo cuando termines de trabajar, ten la decencia de hacerlo. De lo contrario, me preocupo, y no es una emoción con la que esté familiarizado, por lo que no la llevo bien. Llámame.»


Mierda, mierda. ¿Es que nunca me va a dar un respiro? Miro ceñuda el teléfono. Me asfixia. Con una honda sensación de miedo en la boca del estómago, localizo su número y pulso la tecla de llamada. Mientras espero a que conteste, se me sube el corazón a la boca. Seguramente le encantaría darme una paliza de cincuenta mil demonios. La idea me deprime.


—Hola —dice en voz baja, y su tono me descoloca, porque me lo esperaba furibundo, pero el caso es que suena aliviado.


—Hola —susurro.


—Me tenías preocupado.


—Lo sé. Siento no haberte respondido, pero estoy bien.


Hace una pausa breve.


—¿Lo has pasado bien esta noche? —me pregunta de lo más comedido.


—Sí. Hemos terminado de empaquetar y Lourdes y yo hemos cenado comida china con José.


Aprieto los ojos con fuerza al mencionar a José. Pedro no dice nada.


—¿Qué tal tú? —le pregunto para llenar el repentino silencio abismal y ensordecedor.


No pienso consentir que haga que me sienta culpable por lo de José.


Por fin, suspira.


—He asistido a una cena con fines benéficos. Aburridísima. Me he ido en cuanto he podido.


Lo noto tan triste y resignado que se me encoge el corazón. 


Lo recuerdo hace algunas noches, sentado al piano de su enorme salón, acompañado por la insoportable melancolía agridulce de la música que tocaba.


—Ojalá estuvieras aquí —susurro, porque de pronto quiero abrazarlo. Consolarlo. Aunque no me deje. Necesito tenerlo cerca.


—¿En serio? —susurra mansamente.


Madre mía. Si no parece él; se me eriza el cuero cabelludo de repentina aprensión.


—Sí —le digo.


Al cabo de una eternidad, suspira.


—¿Nos veremos el domingo?


—Sí, el domingo —susurro, y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.


—Buenas noches.


—Buenas noches, señor.


Mi apelativo lo pilla desprevenido, lo sé por su hondo suspiro.


—Buena suerte con la mudanza de mañana, Paula.


Su voz es suave, y los dos nos quedamos pegados al teléfono como adolescentes, sin querer colgar.


—Cuelga tú —le susurro.


Por fin, noto que sonríe.


—No, cuelga tú.


Ahora sé que está sonriendo.


—No quiero.


—Yo tampoco.


—¿Estabas enfadado conmigo?


—Sí.


—¿Todavía lo estás?


—No.


—Entonces, ¿no me vas a castigar?


—No. Yo soy de aquí te pillo, aquí te mato.


—Ya lo he notado.


—Ya puede colgar, señorita Chaves.


—¿En serio quiere que lo haga, señor?


—Vete a la cama, Paula.


—Sí, señor.


Ninguno de los dos cuelga.


—¿Alguna vez crees que serás capaz de hacer lo que te digan?


Parece divertido y exasperado a la vez.


—Puede. Lo sabremos después del domingo.


Y pulso la tecla de colgar.



Gustavo admira su obra. Nos ha reconectado la tele al satélite del piso de Pike Place Market. Lourdes y yo nos tiramos al sofá, riendo como bobas, impresionadas por su habilidad con el taladro eléctrico.


La tele de plasma queda rara sobre el fondo de ladrillo visto del almacén reconvertido, pero ya me acostumbraré.


—¿Ves, nena? Fácil.


Le dedica una sonrisa de dientes blanquísimos a Lourdes y ella casi literalmente se derrite en el sofá.


Les pongo los ojos en blanco a los dos.


—Me encantaría quedarme, nena, pero mi hermana ha vuelto de París y esta noche tengo cena familiar ineludible


—¿No puedes pasarte luego? —pregunta Lourdes tímidamente, con una dulzura impropia de ella.


Me levanto y me acerco a la zona de la cocina fingiendo que voy a desempaquetar una de las cajas. Se van a poner pegajosos.


—A ver si me puedo escapar —promete.


—Bajo contigo—dice Lourdes sonriendo.


—Hasta luego, Paula —se despide Gustavo con una amplia sonrisa.


—Adiós, Gustavo. Saluda a Pedro de mi parte.


—¿Solo saludar? —Arquea las cejas como insinuando algo.


—Sí.


Me guiña el ojo y me pongo colorada mientras él sale del piso con Lourdes.


Gustavo es un encanto, muy distinto de Pedro. Es agradable, abierto, cariñoso, muy cariñoso, demasiado cariñoso, con Lourdes. No se quitan las manos de encima el uno al otro; lo cierto es que llega a resultar violento… y yo me pongo verde de envidia.


Lourdes vuelve unos veinte minutos después con pizza; nos sentamos, rodeadas de cajas, en nuestro nuevo y diáfano espacio, y nos la comemos directamente de la caja. La verdad es que el padre de Lourdes se ha portado. El piso no es un palacio, pero sí lo bastante grande: tres dormitorios y un salón inmenso con vistas a Pike Place Market. Son todo suelos de madera maciza y ladrillo rojo, y las superficies de la cocina son de hormigón pulido, muy práctico, muy actual. 


A las dos nos encanta el hecho de que vamos a estar en pleno centro de la ciudad.


A las ocho suena el interfono. Lourdes da un bote y a mí se me sube el corazón a la boca.


—Un paquete, señorita Chaves, señorita Kavanagh.


La decepción corre de forma libre e inesperada por mis venas. No es Pedro.


—Segundo piso, apartamento dos.


Lourdes abre al mensajero. El chaval se queda boquiabierto al ver a Lourdes, con sus vaqueros ajustados, su camiseta y el pelo recogido en un moño con algunos mechones sueltos. Tiene ese efecto en los hombres. El chico sostiene una botella de champán con un globo en forma de helicóptero atado a ella. Lourdes lo despide con una sonrisa deslumbrante y me lee la tarjeta.



Señoritas:
Buena suerte en su nuevo hogar.
Pedro Alfonso



Lourdes mueve la cabeza en señal de desaprobación.


—¿Es que no puede poner solo «de Pedro»? ¿Y qué es este globo tan raro en forma de helicóptero?


—Charlie Tango.


—¿Qué?


Pedro me llevó a Seattle en su helicóptero.


Me encojo de hombros.


Lourdes me mira boquiabierta. Debo decir que me encantan estas ocasiones, porque son pocas: Lourdes Kavanagh, muda y pasmada. Me doy el gustazo de disfrutar del instante.


—Pues sí, tiene helicóptero y lo pilota él —digo orgullosa.


—Cómo no… Ese capullo indecentemente rico tiene helicóptero. ¿Por qué no me lo habías contado?


Lourdes me mira acusadora, pero sonríe, cabeceando con incredulidad.


—He tenido demasiadas cosas en la cabeza últimamente.
Frunce el ceño.


—¿Te las apañarás sola mientras estoy fuera?


—Claro —respondo tranquilizadora.


Ciudad nueva, en paro… un novio de lo más rarito.


—¿Le has dado nuestra dirección?


—No, pero el acoso es una de sus especialidades —barrunto sin darle importancia.


Lourdes frunce aún más el ceño.


—Por qué será que no me sorprende. Me inquieta, Paula. Por lo menos el champán es bueno, y está frío.


Por supuesto, solo Pedro enviaría champán frío, o le pediría a su secretaria que lo hiciera… o igual a Taylor. Lo abrimos allí mismo y localizamos nuestras tazas; son lo último que hemos empaquetado.


—Bollinger Grande Année Rosé 1999, una añada excelente.
Sonrío a Lourdes y brindamos.



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