lunes, 19 de enero de 2015

CAPITULO 50





Me coge de la mano y me lleva al dormitorio. Dominan la estancia la cama inmensa y unas cortinas de lo más recargado. Pero no nos detenemos ahí. Me lleva al baño que tiene dos zonas, todo de color verde mar y crudo. Es enorme. En la segunda zona, una bañera encastrada lo bastante grande para cuatro personas, con escalones de piedra al interior, se está llenando de agua. El vapor se eleva suavemente por encima de la espuma y veo que hay un asiento de piedra por todo su perímetro. En los bordes titilan unas velas. Uau… ha hecho todo esto mientras hablaba por teléfono.


—¿Llevas una goma para el pelo?


Lo miro extrañada, me busco en el bolsillo de los vaqueros y saco una.


—Recógetelo —me ordena con delicadeza.


Hago lo que me pide.


Hace un calor sofocante junto a la bañera y el blusón se me empieza a pegar. Se agacha y cierra el grifo. Me lleva a la primera zona del baño, se coloca detrás de mí y los dos nos miramos en el espejo mural que hay sobre los dos lavabos de vidrio.


—Quítate las sandalias —murmura, y yo lo complazco enseguida y las dejo en el suelo de arenisca—. Levanta los brazos —me dice.


Obedezco y me saca el blusón por la cabeza de forma que me quedo desnuda de cintura para arriba ante él. Sin quitarme los ojos de encima, alarga la mano por delante, me desabrocha el botón de los vaqueros y me baja la cremallera.


—Te lo voy a hacer en el baño, Paula.


Se inclina y me besa el cuello. Ladeo la cabeza y le facilito el acceso. Engancha los pulgares en mis vaqueros y me los baja poco a poco, agachándose detrás de mí al tiempo que me los baja, junto con las bragas, hasta el suelo.


—Saca los pies de los vaqueros.


Agarrándome al borde del lavabo, hago lo que me dice. 


Ahora estoy desnuda, mirándome, y él está arrodillado a mi espalda. Me besa y luego me mordisquea el trasero, haciéndome gemir. Se levanta y vuelve a mirarme fijamente en el espejo. Procuro estarme quieta, ignorando mi natural
inclinación a taparme. Me planta las manos en el vientre; son tan grandes que casi me llegan de cadera a cadera.


—Mírate. Eres preciosa —murmura—. Siéntete. —Me coge ambas manos con las suyas, las palmas pegadas al dorso de las mías, los dedos trenzados con los míos para mantenerlos estirados. Me las posa en el vientre—. Siente lo suave que es tu piel —me dice en voz baja y grave. Me mueve las manos lentamente, en círculos, luego asciende hasta mis pechos—. Siente lo turgentes que son tus pechos.


Me pone las manos de forma que me coja los pechos. Me acaricia suavemente los pezones con los pulgares, una y otra vez.


Gimo con la boca entreabierta y arqueo la espalda de forma que los pechos me llenan las manos.


Me pellizca los pezones con sus pulgares y los míos, tirando con delicadeza, para que se alarguen más. Observo fascinada a la criatura lasciva que se retuerce delante de mí. 


Oh, qué sensación tan deliciosa… Gruño y cierro los ojos, porque no quiero seguir viendo cómo se excita esa mujer
libidinosa del espejo con sus propias manos, con las manos de él, acariciándome como lo haría él, sintiendo lo excitante que es. Solo siento sus manos y sus órdenes suaves y serenas.


—Muy bien, nena —murmura.


Me lleva las manos por los costados, desde la cintura hasta las caderas, por el vello púbico.


Desliza una pierna entre las mías, separándome los pies, abriéndome, y me pasa mis manos por mi sexo, primero una mano y luego la otra, marcando un ritmo. Es tan erótico… Soy una auténtica marioneta y él es el maestro titiritero.


—Mira cómo resplandeces, Paula —me susurra mientras me riega de besos y mordisquitos el hombro.


Gimo. De pronto me suelta.


—Sigue tú —me ordena, y se aparta para observarme.


Me acaricio. No… Quiero que lo haga él. No es lo mismo.


 Estoy perdida sin él. Se saca la camisapor la cabeza y se quita rápidamente los vaqueros.


—¿Prefieres que lo haga yo?


Sus ojos grises abrasan los míos en el espejo.


—Sí, por favor —digo.


Vuelve a rodearme con los brazos, me coge las manos otra vez y continúa acariciándome el sexo, el clítoris. El vello de su pecho me raspa, su erección presiona contra mí. Hazlo ya, por favor. Me mordisquea la nuca y cierro los ojos, disfrutando de las múltiples sensaciones: el cuello, la entrepierna, su cuerpo pegado a mí. Para de pronto y me da la vuelta, me apresa con una mano ambas muñecas a la espalda y me tira de la coleta con la otra. Me acaloro al contacto con su cuerpo; él me besa apasionadamente, devorando mi boca con la suya, inmovilizándome.


Su respiración es entrecortada, como la mía.


—¿Cuándo te ha venido la regla, Paula? —me pregunta de repente, mirándome.


—Eh… ayer —mascullo, excitadísima.


—Bien.


Me suelta y me da la vuelta.


—Agárrate al lavabo —me ordena y vuelve a echarme hacia atrás las caderas, como hizo en el cuarto de juegos, de forma que estoy doblada.


Me pasa la mano entre las piernas y tira del cordón azul. 


¿Qué? Me quita el tampón con cuidado y lo tira al váter, que tiene cerca. Dios mío. La madre del… Y de golpe me penetra… ¡ah! Piel con piel, moviéndose despacio al principio, suavemente, probándome, empujando… madre mía. Me agarro con fuerza al lavabo, jadeando, pegándome a él, sintiéndolo dentro de mí. Oh, esa dulce agonía… sus manos ancladas a mis caderas. Imprime un ritmo castigador, dentro, fuera, luego me pasa la mano por delante, al clítoris, y me lo masajea… oh, Dios. Noto que me acelero.


—Muy bien, nena —dice con voz ronca mientras empuja con vehemencia, ladeando las caderas, y eso basta para catapultarme a lo más alto.


Uau… y me corro escandalosamente, aferrada al lavabo mientras me dejo arrastrar por el orgasmo, y todo se revuelve y se tensa a la vez. Él me sigue, agarrándome con fuerza, pegándose a mi cuerpo cuando llega al clímax, pronunciando mi nombre como si fuera un ensalmo o una invocación.


—¡Oh, Paula! —me jadea al oído, su respiración entrecortada en perfecta sinergia con la mía—. Oh,
nena, ¿alguna vez me saciaré de ti? —susurra.


Nos dejamos caer despacio al suelo y él me envuelve con sus brazos, apresándome. ¿Será siempre así? Tan incontenible, devorador, desconcertante, seductor. Yo quería hablar, pero hacer el amor con él me agota y me aturde, y también yo me pregunto si algún día llegaré a saciarme de él.


Me acurruco en su regazo, con la cabeza pegada a su pecho, mientras nos serenamos. Con disimulo, inhalo su aroma a Pedro, dulce y embriagador. No debo acariciarlo. No debo acariciarlo. Repito mentalmente el mantra, aunque me siento tentada de hacerlo. Quiero alzar la mano y trazar figuras en su pecho con las yemas de los dedos, pero me contengo, porque sé que le fastidiaría que lo hiciera. 


Guardamos silencio los dos, absortos en nuestros pensamientos. Yo estoy absorta en él, entregada a él.


De repente, me acuerdo de que tengo la regla.


—Estoy manchando —murmuro.


—A mí no me molesta —me dice.


—Ya lo he notado —digo sin poder controlar el tono seco de mi voz.


Se tensa.


—¿Te molesta a ti? —me pregunta en voz baja.


¿Que si me molesta? Quizá debería… ¿o no? No, no me molesta. Me echo hacia atrás y levanto la vista, y él me mira desde arriba, con esos ojos grises algo nebulosos.


—No, en absoluto.


Sonríe satisfecho.


—Bien. Vamos a darnos un baño.


Me libera y me deja en el suelo a fin de ponerse de pie. Mientras se mueve a mi lado, vuelvo a reparar en esas pequeñas cicatrices redondas y blancas de su pecho. No son de varicela, me digo distraída. Gabriela dijo que a él casi no le había afectado. Por Dios… tienen que ser quemaduras.


¿Quemaduras de qué? Palidezco al caer en la cuenta, presa de la conmoción y la repugnancia que me produce. A lo mejor existe una explicación razonable y yo estoy exagerando. Brota feroz en mi pecho una esperanza: la esperanza de estar equivocada.


—¿Qué pasa? —me pregunta Pedro alarmado.


—Tus cicatrices —le susurro—. No son de varicela.


Lo veo cerrarse como una ostra en milésimas de segundo; su actitud, antes relajada, serena y tranquila, se vuelve defensiva, furiosa incluso. Frunce el ceño, su rostro se oscurece y su boca se convierte en una fina línea prieta.


—No, no lo son —espeta, pero no me da más explicaciones.
Se pone en pie, me tiende la mano y me ayuda a levantarme.
—No me mires así —me dice con frialdad, como reprendiéndome, y me suelta la mano.


Me sonrojo, arrepentida, y me miro los dedos, y entonces sé, tengo claro, que alguien le apagaba cigarrillos sobre la piel. Siento náuseas.


—¿Te lo hizo ella? —susurro sin apenas darme cuenta.


No dice nada, así que me obligo a mirarlo. Él me clava los ojos, furibundo.


—¿Ella? ¿La señora Robinson? No es una salvaje, Paula. Claro que no fue ella. No entiendo por qué te empeñas en demonizarla.


Ahí lo tengo, desnudo, espléndidamente desnudo, manchado de mi sangre… y por fin vamos a tener esa conversación. Yo también estoy desnuda, ninguno de los dos tiene donde esconderse, salvo quizá en la bañera. 


Respiro hondo, paso por delante de él y me meto en el agua. La encuentro deliciosamente templada, relajante y profunda. Me disuelvo en la espuma fragante y lo miro, oculta entre las pompas


—Solo me pregunto cómo serías si no la hubieras conocido, si ella no te hubiera introducido en ese… estilo de vida.


Suspira y se mete en la bañera, enfrente de mí, con la mandíbula apretada por la tensión, los ojos vidriosos. Cuando sumerge con elegancia su cuerpo en el agua, procura no rozarme siquiera.


Dios… ¿tanto lo he enojado?


Me mira impasible, con expresión insondable, sin decir nada. De nuevo se hace el silencio entre nosotros, pero yo no voy a romperlo. Te toca ti, Alfonso… esta vez no voy a ceder. Mi subconsciente está nerviosa, se muerde las uñas con desesperación. A ver quién puede más. Pedro y yo nos miramos; no pienso claudicar. Al final, tras lo que parece una eternidad, mueve la cabeza y sonríe.


—De no haber sido por la señora Robinson, probablemente habría seguido los pasos de mi madre biológica.


¡Uf…! Lo miro extrañada. ¿En la adicción al crack o en la prostitución? ¿En ambas, quizá?


—Ella me quería de una forma que yo encontraba… aceptable —añade encogiéndose de hombros.


¿Qué coño significa eso?


—¿Aceptable? —susurro.


—Sí. —Me mira fijamente—. Me apartó del camino de autodestrucción que yo había empezado a seguir sin darme cuenta. Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto.


Oh, no. Se me seca la boca mientras digiero esas palabras. 


Me mira con una expresión indescifrable. No me va a contar más. Qué frustrante. Mi mente no para de dar vueltas… lo veo tan lleno de desprecio por sí mismo. Y la señora Robinson lo quería. Maldita sea… ¿lo seguirá queriendo? Me siento como si me hubieran dado una patada en el estómago.


—¿Aún te quiere?


—No lo creo, no de ese modo. —Frunce el ceño como si nunca se le hubiera ocurrido—. Ya te digo que fue hace mucho. Es algo del pasado. No podría cambiarlo aunque quisiera, que no quiero. Ella me salvó de mí mismo. —Está exasperado y se pasa una mano mojada por el pelo—. Nunca he hablado de esto con nadie. —Hace una pausa—. Salvo con el doctor Flynn, claro. Y la única razón por la que te lo cuento a ti ahora es que quiero que confíes en mí.


—Yo ya confío en ti, pero quiero conocerte mejor, y siempre que intento hablar contigo, me distraes. Hay muchísimas cosas que quiero saber.


—Oh, por el amor de Dios, Paula. ¿Qué quieres saber? ¿Qué tengo que hacer?


Le arden los ojos y, aunque no alza la voz, sé que está haciendo un esfuerzo por controlar su genio.


Me miro las manos, perfectamente visibles debajo del agua ahora que la espuma ha empezado a dispersarse.


—Solo pretendo entenderlo; eres todo un enigma. No te pareces a nadie que haya conocido. Me alegro de que me cuentes lo que quiero saber.


Uf… quizá sean los Cosmopolitan que me envalentonan, pero de repente no soporto la distancia que nos separa. Me muevo por el agua hasta su lado y me pego a él, de forma que estamos piel con piel. Se tensa y me mira con recelo, como si fuera a morderle. Vaya, qué cambio tan inesperado… La diosa que llevo dentro lo escudriña en silencio, asombrada.


—No te enfades conmigo, anda —le susurro.


—No estoy enfadado contigo, Paula. Es que no estoy acostumbrado a este tipo de conversación, a este interrogatorio. Esto solo lo hago con el doctor Flynn y con…


Se calla y frunce el ceño.


—Con ella. Con la señora Robinson. ¿Hablas con ella? —inquiero, procurando controlar mi genio yo también.


—Sí, hablo con ella.


—¿De qué?


Se recoloca para poder mirarme, haciendo que el agua se derrame por los bordes hasta el suelo.


Me pasa el brazo por los hombros y lo apoya en el borde de la bañera.


—Eres insistente, ¿eh? —murmura algo irritado—. De la vida, del universo… de negocios. La señora Robinson y yo hace tiempo que nos conocemos, Paula. Hablamos de todo.


—¿De mí? —susurro.


—Sí.


Sus ojos grises me observan con atención.


Me muerdo el labio inferior en un intento de contener el súbito ataque de rabia que se apodera de mí.


—¿Por qué habláis de mí?


Me esfuerzo por no sonar consternada ni malhumorada, pero no lo consigo. Sé que debería parar.


Lo estoy presionando demasiado. Mi subconsciente está poniendo otra vez la cara de El grito de Munch.


—Nunca he conocido a nadie como tú, Paula.


—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que nunca has conocido a nadie que no firmara automáticamente todo tu papeleo sin preguntar primero?


Menea la cabeza.


—Necesito consejo.


—¿Y te lo da doña Pedófila? —espeto.


El control de mi genio es menos fuerte de lo que pensaba.


—Paula… basta ya —me suelta muy serio, frunciendo los ojos.


Piso terreno cenagoso; me estoy metiendo en la boca del lobo.


—O te voy a tener que tumbar en mis rodillas. No tengo ningún interés romántico o sexual en ella. Ninguno. Es una amiga querida y apreciada, y socia mía. Nada más. Tenemos un pasado en común, hubo algo entre nosotros que a mí me benefició muchísimo, aunque a ella le destrozara el matrimonio, pero esa parte de nuestra relación ya terminó.


Dios, otra cosa que no entiendo. Ella encima estaba casada. ¿Cómo pudieron mantener lo suyo tanto tiempo?


—¿Y tus padres nunca se enteraron?


—No —gruñe—. Ya te lo he dicho.


Y sé que he llegado al límite. No puedo preguntarle nada más de ella porque va a perder los nervios conmigo.


—¿Has terminado? —espeta.


—De momento.


Respira hondo y se relaja visiblemente delante de mí, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.


—Vale, ahora me toca a mí —murmura, y su mirada feroz se vuelve gélida, especulativa—. No has contestado a mi e-mail.


Me ruborizo. Ay, odio cuando el foco se dirige contra mí, y tengo la sensación de que se va a enfadar cada vez que hablemos de algo. Meneo la cabeza. Igual es así como le hacen sentirse mis preguntas; no está acostumbrado a que lo desafíen. La idea resulta reveladora, perturbadora e inquietante.


—Iba a contestar. Pero has venido.


—¿Habrías preferido que no viniera? —dice, de nuevo impasible.


—No, me encanta que hayas venido —murmuro.


—Bien. —Me dedica una sincera sonrisa de alivio—. A mí me encanta haber venido, a pesar de tu interrogatorio. Aunque acepte que me acribilles a preguntas, no creas que disfrutas de algún tipo de inmunidad diplomática solo porque haya venido hasta aquí para verte. Para nada, señorita Chaves. Quiero saber lo que sientes.


Oh, no…


—Ya te lo he dicho. Me gusta que estés conmigo. Gracias por venir hasta aquí —digo, poco convincente.


—Ha sido un placer.


Le brillan los ojos cuando se inclina y me besa suavemente. 


Noto que reacciono enseguida. El agua aún está tibia y en el baño sigue habiendo vapor. Para, se aparta y me mira.


—No. Me parece que necesito algunas respuestas antes de que hagamos más.


¿Más? Ya estamos otra vez con la palabrita. Y quiere respuestas… ¿a qué? Yo no tengo un pasado plagado de secretos, ni una infancia terrible. ¿Qué podría querer saber de mí que no sepa ya?


Suspiro, resignada.


—¿Qué quieres saber?


—Bueno, para empezar, qué piensas de nuestro contrato.


Lo miro extrañada. Hora de decir verdades. Mi subconsciente y la diosa que llevo dentro se miran
nerviosas. Venga, vamos a decir la verdad.


—No creo que pueda firmar por un periodo mayor de tiempo. Un fin de semana entero siendo alguien que no soy.


Me ruborizo y me miro las manos.


Me levanta la barbilla y veo que me sonríe, divertido.


—No, yo tampoco creo que pudieras.


En cierta medida, me siento ofendida y desafiada.


—¿Te estás riendo de mí?


—Sí, pero sin mala intención —dice, sonriendo apenas.


Se inclina y me besa suave, brevemente.


—No eres muy buena sumisa —susurra sosteniéndome la barbilla, con un brillo jocoso en los ojos.


Me lo quedo mirando, asombrada, y empiezo a reír… y él ríe también.


—A lo mejor no tengo un buen maestro.


Suelta un bufido.


—A lo mejor. Igual debería ser más estricto contigo.


Ladea la cabeza y me sonríe ladino.


Trago saliva. Dios, no. Pero, al mismo tiempo, los músculos del vientre se me contraen de forma deliciosa. Esa es su forma de demostrarme que le importo. Quizá, comprendo de pronto, su única forma de demostrar que le importo. Me mira fijamente, estudiando mi reacción.


—¿Tan mal lo pasaste cuando te di los primeros azotes?


Lo miro extrañada. ¿Lo pasé mal? Recuerdo que mi reacción me confundió. Me dolió, pero, pensándolo bien, no fue para tanto. Él no paraba de decirme que estaba todo en mi cabeza. Y la segunda vez… Uf, esa estuvo bien… fue muy excitante.


—No, la verdad es que no —susurro.


—¿Es más por lo que implica? —inquiere.


—Supongo. Lo de sentir placer cuando uno no debería.


—Recuerdo que a mí me pasaba lo mismo. Lleva un tiempo procesarlo.


Dios mío. Eso fue cuando él era un chaval.


—Siempre puedes usar las palabras de seguridad, Paula. No lo olvides. Y si sigues las normas, que satisfacen mi íntima necesidad de controlarte y protegerte, quizá logremos avanzar.


—¿Por qué necesitas controlarme?


—Porque satisface una necesidad íntima mía que no fue satisfecha en mis años de formación.


—Entonces, ¿es una especie de terapia?


—No me lo había planteado así, pero sí, supongo que sí.


Eso sí puedo entenderlo. Me será de ayuda.


—Pero el caso es que en un momento me dices «No me desafíes», y al siguiente me dices que te gusta que te desafíe. Resulta difícil traspasar con éxito esa línea tan fina.


Me mira un instante, luego frunce el ceño.


—Lo entiendo. Pero, hasta la fecha, lo has hecho estupendamente.


—Pero ¿a qué coste personal? Estoy hecha un auténtico lío, me veo atada de pies y manos.


—Me gusta eso de atarte de pies y manos.


Sonríe maliciosamente.


—¡No lo decía en sentido literal!


Y le salpico agua, exasperada.


Me mira, arqueando una ceja.


—¿Me has salpicado?


—Sí.


Oh, no… esa mirada.


—Ay, señorita Chaves. —Me agarra y me sube a su regazo, derramando agua por todo el suelo—. Creo que ya hemos hablado bastante por hoy.


Me planta una mano a cada lado de la cabeza y me besa. Apasionadamente. Se apodera de mi boca. Girándome la cabeza, controlándome. Gimo en sus labios. Esto es lo que le gusta. Lo que se le da bien. Me enciendo por dentro y hundo los dedos en su pelo, amarrándolo a mí, y le devuelvo el beso y le digo que yo también lo deseo de la única forma que sé. Gruñe, me coge y me sube a horcajadas, arrodillada sobre él, con su erección debajo de mí. Se echa hacia atrás y me mira, con los ojos entrecerrados, brillantes y lascivos. Bajo las manos para agarrarme al borde de la bañera, pero él me coge por las muñecas y me las sujeta a la espalda con una sola mano.


—Te la voy a meter —me susurra, y me levanta de forma que quedo suspendida encima de él—. ¿Lista?


—Sí —le susurro y me monta en su miembro, despacio, deliciosamente despacio… entrando hasta el fondo… observándome mientras me toma.


Gruño, cerrando los ojos, y saboreo la sensación, la absoluta penetración. Él mueve las caderas y yo gimo, inclinándome hacia delante y descansando la frente en la suya.


—Suéltame las manos, por favor —le susurro.


—No me toques —me suplica y, soltándome las manos, me agarra las caderas.


Me aferro al borde de la bañera, subo y luego bajo despacio, abriendo los ojos para verlo. Me observa, con la boca entreabierta, la respiración entrecortada, contenida, la lengua entre los dientes. Resulta tan… excitante. Estamos mojados y resbaladizos, frotándonos el uno contra el otro. 


Me inclino y lo beso. Él cierra los ojos. Tímidamente, subo las manos a su cabeza y le acaricio el pelo, sin apartar mi boca de la suya. Eso sí está permitido. Le gusta. Y a mí también.


Nos movemos al unísono. Tirándole del pelo, le echo la cabeza hacia atrás y lo beso más apasionadamente, montándolo, cada vez más rápido, siguiendo su ritmo. Gimo en su boca. Él empieza a subirme más y más deprisa, agarrándome por las caderas. Me devuelve el beso.


Somos todo bocas y lenguas húmedas, pelos revueltos y balanceo de caderas. Todo sensación… devorándolo todo una vez más. Estoy a punto… Empiezo a reconocer esa deliciosa contracción… acelerándose. Y el agua gira a nuestro alrededor, formando nuestro propio remolino, un torbellino de emoción, a medida que nuestros movimientos se vuelven más frenéticos… salpicando agua por todas partes, reflejando lo que sucede en mi interior… pero me da igual.


Amo a este hombre. Amo su pasión, el efecto que tengo en él. Adoro que haya volado hasta aquí para verme. Adoro que se preocupe por mí… que le importe. Es algo tan inesperado, tan satisfactorio. Él es mío y yo soy suya.


—Eso es, nena —jadea.


Y me corro; el orgasmo me arrasa, un clímax turbulento y apasionado que me devora entera. De pronto, me estrecha contra su cuerpo, enrosca los brazos a mi cintura y se corre él también.


—¡Paula, nena! —grita, y la suya es una invocación feroz, que me llega a lo más hondo del alma.


Estamos tumbados, mirándonos, de ojos grises a azules, cara a cara, en la inmensa cama, los dos abrazados a nuestras almohadas. Desnudos. Sin tocarnos. Solo mirándonos y admirándonos, tapados con la sábana.


—¿Quieres dormir? —pregunta Pedro con voz tierna y llena de preocupación.


—No. No estoy cansada.


Me siento extrañamente revigorizada. Me ha venido tan bien hablar que no quiero parar.


—¿Qué quieres hacer? —pregunta.


—Hablar.


Sonríe.


—¿De qué?


—De cosas.


—¿De qué cosas?


—De ti.


—De mí ¿qué?


—¿Cuál es tu película favorita?


Sonríe.


—Actualmente, El piano.


Su sonrisa es contagiosa.


—Por supuesto. Qué boba soy. ¿Por esa banda sonora triste y emotiva que sin duda sabes interpretar? Cuántos logros, señor Alfonso.


—Y el mayor eres tú, señorita Chaves.


—Entonces soy la número diecisiete.


Me mira ceñudo, sin comprender.


—¿Diecisiete?


—El número de mujeres con las que… has tenido sexo.


Esboza una sonrisa y los ojos le brillan de incredulidad.


—No exactamente.


—Tú me dijiste que habían sido quince.


Mi confusión es obvia.


—Me refería al número de mujeres que habían estado en mi cuarto de juegos. Pensé que era eso lo que querías saber. No me preguntaste con cuántas mujeres había tenido sexo.


—Ah. —Madre mía. Hay más… ¿Cuántas? Lo miro intrigada—. ¿Vainilla?


—No. Tú eres mi única relación vainilla —dice negando con la cabeza y sin dejar de sonreírme.


¿Por qué lo encuentra tan divertido? ¿Y por qué le sonrío yo también como una idiota?


—No puedo darte una cifra. No he ido haciendo muescas en el poste de la cama ni nada parecido.


—¿De cuántas hablamos: decenas, cientos… miles?


Voy abriendo los ojos a mediada que la cifra aumenta.


—Decenas. Nos quedamos en las decenas, por desgracia.


—¿Todas sumisas?


—Sí.


—Deja de sonreírme —finjo reprenderlo, tratando en vano de mantenerme seria.


—No puedo. Eres divertida.


—¿Divertida por peculiar o por graciosa?


—Un poco de ambas, creo —contesta, como le contesté yo a él.


—Eso es bastante insolente, viniendo de ti.


Se acerca y me besa la punta de la nariz.


—Esto te va a sorprender, Paula. ¿Preparada?


Asiento, con los ojos como platos y sin poder quitarme la sonrisa bobalicona de la cara.


—Todas eran sumisas en prácticas, cuando yo estaba haciendo mis prácticas. Hay sitios en Seattle y alrededores a los que se puede ir a practicar. A aprender a hacer lo que yo hago —dice.


¿Qué?


—Ah.


Lo miro extrañada.


—Pues sí, yo he pagado por sexo, Paula.


—Eso no es algo de lo que estar orgulloso —murmuro con cierta arrogancia—. Y tienes razón, me has dejado pasmada. Y enfadada por no poder dejarte pasmada yo.


—Te pusiste mis calzoncillos.


—¿Eso te sorprendió?


—Sí.


La diosa que llevo dentro hace un salto con pértiga de cinco metros.


—Y fuiste sin bragas a conocer a mis padres.


—¿Eso te sorprendió?


—Sí.


Uf, acaba de batir la marca de los cinco metros.


—Parece que solo puedo sorprenderte en el ámbito de la ropa interior.


—Me dijiste que eras virgen. Esa es la mayor sorpresa que me han dado nunca.


—Sí, tu cara era un poema. De foto —digo riendo como una boba.


—Me dejaste que te excitara con una fusta.


—¿Eso te sorprendió?


—Pues sí.


—Bueno, igual te dejo que lo vuelvas a hacer.


—Huy, eso espero, señorita Chaves. ¿Este fin de semana?


—Vale —accedo tímidamente.


—¿Vale?


—Sí. Volveré al cuarto rojo del dolor.


—Me llamas por mi nombre.


—¿Eso te sorprende?


—Me sorprende lo mucho que me gusta.


Pedro.


Sonríe.


—Mañana quiero hacer una cosa —dice con los ojos brillantes de emoción.


—¿El qué?


—Una sorpresa. Para ti —añade en voz baja y suave.


Arqueo una ceja y contengo un bostezo, todo a la vez.


—¿La aburro, señorita Chaves? —me pregunta socarrón.


—Nunca.


Se acerca y me besa suavemente los labios.


—Duerme —me ordena, y luego apaga la luz.


Y en ese momento tranquilo en que cierro los ojos, agotada y satisfecha, pienso que estoy en el ojo del huracán. Y, pese a todo lo que me ha dicho, y lo que no me ha dicho, dudo que alguna vez haya sido tan feliz.







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