lunes, 5 de enero de 2015

CAPITULO 5



Lourdes se pone loca de contenta.


—Pero ¿qué hacía en Clayton’s?


Su curiosidad rezuma por el teléfono. Estoy al fondo del almacén e intento que mi voz suene despreocupada.


—Pasaba por aquí.


—Me parece demasiada casualidad, Paula. ¿No crees que ha ido a verte?


El corazón me da un brinco al planteármelo, pero la alegría dura poco. La triste y decepcionante realidad es que había venido por trabajo.


—Ha venido a visitar el departamento de agricultura de la universidad. Financia una investigación —murmuro.


—Sí, sí. Ha concedido al departamento una subvención de dos millones y medio de dólares.


Uau.


—¿Cómo lo sabes?


—Paula, soy periodista y he escrito un artículo sobre este tipo. Mi obligación es saberlo.


—Vale, Carla Bernstein, no te sulfures. Bueno, ¿quieres esas fotos?


—Pues claro. El problema es quién va a hacerlas y dónde.


—Podríamos preguntarle a él dónde. Ha dicho que se quedaría por la zona.


—¿Puedes contactar con él?


—Tengo su móvil.


Lourdes pega un grito.


—¿El soltero más rico, más escurridizo y más enigmático de todo el estado de Washington te ha dado su número de móvil?


—Bueno… sí.


—¡Paula! Le gustas. No tengo la menor duda —afirma categóricamente.


—Lourdes, solo pretende ser amable.


Pero incluso mientras lo digo sé que no es verdad. Pedro Alfonso no es amable. Es educado, quizá. Y una vocecita me susurra: Tal vez Lourdes tiene razón. Se me eriza el vello solo de pensar que quizá, solo quizá, podría gustarle. Después de todo, es cierto que me ha dicho que se alegraba de que Lourdes no le hubiera hecho la entrevista. Me abrazo a mí misma con silenciosa alegría y giro a derecha e izquierda considerando la posibilidad de que por un instante pueda gustarle. Lourdes me devuelve al presente.


—No sé cómo podremos hacer la sesión. Levi, nuestro fotógrafo habitual, no puede. Ha ido a Idaho Falls a pasar el fin de semana con su familia. Se mosqueará cuando sepa que ha perdido la ocasión de fotografiar a uno de los empresarios más importantes del país.


—Mmm… ¿Y José?


—¡Buena idea! Pídeselo tú. Haría cualquier cosa por ti. Luego llamas a Alfonso y le preguntas dónde quiere que vayamos.


Lourdes es insufriblemente desdeñosa con José.


—Creo que deberías llamarlo tú.


—¿A quién? ¿A José? —me pregunta en tono de burla.


—No, a Alfonso.


—Paula, eres tú la que tiene trato con él.


—¿Trato? —exclamo subiendo el tono varias octavas—. Apenas conozco a ese tipo.


—Al menos has hablado con él —dice implacable—. Y parece que quiere conocerte mejor. Paula, llámalo y punto.


Y me cuelga. A veces es muy autoritaria. Frunzo el ceño y le saco la lengua al teléfono.


Estoy dejándole un mensaje a José cuando Ulises entra en el almacén a buscar papel de lija.


—Paula, tenemos trabajo ahí fuera —me dice sin acritud.


—Sí, perdona —murmuro, y me doy la vuelta para salir.


—¿De qué conoces a Pedro Alfonso?


Ulises intenta mostrarse indiferente, pero no lo consigue.


—Tuve que entrevistarlo para la revista de la facultad. Lourdes no se encontraba bien.


Me encojo de hombros intentando no darle importancia, pero no lo hago mucho mejor que él.


—Pedro Alfonso en Clayton’s. Imagínate —resopla Ulises sorprendido. Mueve la cabeza, como si quisiera aclararse las ideas—. Bueno, ¿te apetece que salgamos a tomar algo esta noche?


Cada vez que vuelve a casa me propone salir, y siempre le digo que no. Es un ritual. Nunca me ha parecido buena idea salir con el hermano del jefe, y además Ulises es mono como podría serlo el vecino de al lado, pero, por más imaginación que le eches no puede ser un héroe literario. 


¿Lo es Alfonso?, me pregunta mi subconsciente alzando su imaginaria ceja. La hago callar.


—¿No tenéis cena familiar por el cumpleaños de tu hermano?


—Mañana.


—Quizá otro día, Ulises. Esta noche tengo que estudiar. Tengo exámenes finales la semana que viene.


—Paula, un día de estos me dirás que sí —me dice sonriendo.


Y vuelvo a la tienda.


—Pero yo hago paisajes, Paula, no retratos —refunfuña José.


—José, por favor —le suplico.


Con el móvil en la mano, recorro el salón de casa contemplando la luz del atardecer al otro lado de la ventana.


—Dame el teléfono.


Lourdes me lo quita retirándose bruscamente el pelo rubio rojizo del hombro.


—Escúchame, José Rodríguez, si quieres que nuestra revista cubra la inauguración de tu exposición, nos harás la sesión mañana, ¿entendido?


Lourdes puede ser increíblemente dura.


—Bien. Paula volverá a llamarte para decirte dónde y a qué hora. Nos vemos mañana. 


Y cuelga el móvil.


—Solucionado. Ahora lo único que nos queda es decidir dónde y cuándo. Llámalo.


Me tiende el teléfono. Siento un nudo en el estómago.


—¡Llama a Alfonso ahora mismo!


La miro ceñuda y saco la tarjeta de Alfonso del bolsillo trasero de mis pantalones. Respiro larga y profundamente, y marco el número con dedos temblorosos.


Contesta al segundo tono con voz tranquila y fría.


Alfonso.


—¿Se… Señor Alfonso? Soy Paula Chaves.


No reconozco mi propia voz. Estoy muy nerviosa. Alfonso se queda un segundo en silencio. Estoy temblando.


—Señorita Chaves. Un placer tener noticias suyas.


Le ha cambiado la voz. Creo que se ha sorprendido, y suena muy… cálido. Incluso seductor. Se me corta la respiración y me ruborizo. De pronto me doy cuenta de que Lourdes Kavanagh está observándome boquiabierta, así que salgo disparada hacia la cocina para evitar su inoportuna mirada escrutadora.


—Bueno… Nos gustaría hacer la sesión fotográfica para el artículo.


Respira, Paula, respira. Mis pulmones absorben una rápida bocanada de aire.


—Mañana, si no tiene problema. ¿Dónde le iría bien?


Casi puedo oír su sonrisa de esfinge al otro lado del teléfono.


—Me alojo en el hotel Heathman de Portland. ¿Le parece bien a las nueve y media de la mañana?


—Muy bien, nos vemos allí.


Estoy pletórica y sin aliento. Parezco una cría, no una mujer adulta que puede votar y beber alcohol en el estado de Washington.


—Lo estoy deseando, señorita Chaves.


Veo el destello malévolo en sus ojos grises. ¿Cómo consigue que tan solo cinco palabras encierren una promesa tan tentadora? Cuelgo. Lourdes está en la cocina, observándome con una mirada de total y absoluta consternación.


—Paula Chaves. ¡Te gusta! Nunca te había visto ni te había oído tan… tan… alterada por nadie. Te has puesto roja.


—Lourdes, ya sabes que me pongo roja por nada. Lo hago por deporte. No seas ridícula —le contesto enfadada.


Lourdes parpadea sorprendida. Es muy raro que yo me enrabie, y si lo hago, se me pasa enseguida.


—Me intimida… Eso es todo.


—En el Heathman, nada menos —murmura Lourdes—. Voy a llamar al gerente para negociar con él un lugar para la sesión.


—Yo voy a hacer la cena. Luego tengo que estudiar.


Abro un armario para empezar a preparar la cena, sin poder disimular que estoy mosqueada con ella.


Esa noche estoy intranquila, no paro de moverme y de dar vueltas en la cama. Sueño con ojos grises, monos de trabajo, piernas largas, dedos largos y lugares muy oscuros e inexplorados. Me despierto dos veces con el corazón latiéndome a toda velocidad. Si no pego ojo, mañana voy a tener una pinta estupenda, me regaño a mí misma. Doy un golpe sobre la almohada e intento calmarme.




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